lunes, 26 de septiembre de 2011

SÁBANAS. SEGUNDA PARTE Y EPÍLOGO. VERSIÓN ALTERNATIVA


La señora Sullivan corrió frenéticamente hacia el rellano, empujó la entreabierta puerta y se lanzó escaleras abajo. Todo rastro de raciocinio o lucidez se había evaporado ya de su cabeza, y eran simples impulsos instintivos los que ahora atendían la tienda situada en lo alto de su cabeza. Se deslizó por las escaleras con más rapidez que las arcadas que asoman por la boca del estómago cuando uno se ha pasado toda la tarde comiendo pastel de carne. Había olvidado por completo que tal vez alguien podría estarla esperando, justo en el comienzo del jardín, en el preciso lugar en el que ahora se encontraba.

Se detuvo, dejó de correr y completó el tramo que la separaba de las sábanas caminando a buen ritmo, sin darse prisa pero sin concederse tampoco ninguna pausa o vacilación. Mientras caminaba pudo constatar que efectivamente las sábanas volvían a flotar ligeramente, dejándose llevar por el caótico vaivén en el que las corrientes de aire las sumergían. Cuando hubo llegado al pie de la mojada colada, el agua no era lo único que chorreaba. Un rastro de fresca sangre de vaca que ella nunca llegaría a identificar goteaba ahora formando un pequeño charco que empapaba la vegetación.

Recordó una conversación que tuvo con Amy Waters en tercero. «¿Por qué crees entonces que son verdes y no blancos?», había preguntado Amy. Lucy pensó durante un rato y sólo acertó a responder que tal vez eran verdes los que eran verdes y blancos los que eran blancos. Quizás los habría rojos y amarillos ella lo ignoraba. Creía en definitiva que los colores de las batas de los cirujanos los dictaba la moda, como todo lo demás. ¿Qué otra explicación podría haber? «Es por la sangre, so mema», había revelado Amy por fin. «Si fuesen blancos, el contraste con la sangre habría sido horrible, y a mucha gente le habría dado un patatús al despertarse y ver su sangre esparcida por toda la bata de un matasanos. El verde disimula bastante bien el color de la sangre, ¿sabes?». Puede que eso fuera cierto en los hospitales, con todas esas lámparas y bombillas arrojando su luz difusa por todas partes, pero allí, en su jardín de Nueva Inglaterra, el rojo carmesí de aquel ignoto y pastoso líquido parecía contrastar muy bien con el verde de su césped.
 
Sintió arcadas. Se obligó a si misma a seguir allí de pie, presentando batalla a las válvulas y cierres de su estómago, que amenazaban con abandonar el barco y echarse a los botes salvavidas. Resistió y pudo contener el vómito. Cuando el control sobre si misma se hubo restituido se irguió y se dispuso a examinar en detalle el manchado juego de sábanas. La caligrafía parecía distinta a las veces anteriores, aunque sólo estaba elucubrando. Lo que desde luego sí era nuevo de esta vuelta eran las pequeñas manchas de sangre que pudo distinguir sobre las esquinas de las sábanas. Parecía como si alguien las hubiera sujetado deliberadamente por los extremos.


 ¡De eso se trataba! Alguien había sostenido las sábanas cuando había comenzado la sonata para campanitas número diecinueve en la mayor de Lucy Sullivan. Así que no lo había pillado por poco. Desde el salón no pudo haber visto al responsable porque éste se había escondido tras las sábanas. Pensó que si tal vez el frustrado pintor de basílicas había permanecido escondido mientras ella observaba las inmóviles sábanas, había tenido que huir precisamente cuando ella bajaba por las escaleras. Por tanto, debía haber todavía un rastro que delatase su presencia justo dónde ella se encontraba. Este reciente hallazgo detonó una explosión de júbilo y despreocupación en lo más profundo de su ánimo y sintió cómo las fuerzas volvían a ella. «No volváis a dejarme», pensó.

Comenzó a buscar alrededor de sus pies, de adentro a afuera y en espiral. La pista que andaba buscando no tardó en aparecer; se trataba de unas pisadas en la hierba, justo al lado de uno de los bordes de la sábana. Junto al hundido césped había unas ligeras manchas que sólo pudo contemplar bien al agacharse, pero que resultaban evidentes. Había gotas de sangre dentro de varias de las pisadas que logró identificar, lo cual demostraba que la persona que había estado jugando con sus sábanas las había pisado después de que cayera la sangre al césped.

Sólo unos metros bastaron para señalarle la dirección que había tomado el mezquino responsable de sus crispados nervios. Todo parecía indicar que se había dirigido hacia la casa de Philip y Sarah Pennyman. Sin embargo, lo que no tuvo tiempo a comprobar fue que las pisadas de ida habían traído también al misterioso pintor desde casa de los Pennyman, pero los sollozos de Terry la habían alejado para siempre de llegar a semejante conclusión. Se había hecho daño no sabía muy bien con qué, y aunque las explicaciones de Terry resultaron poco convincentes y esclarecedoras, pensó que tal vez por hoy había tenido bastante, y que estaba bien dejarlo por el momento.

Esa noche creyó haber resuelto el misterio. Philip Pennyman. Philip o Sarah Pennyman. Uno de los dos era el responsable. De eso parecía estar segura. Era poco creíble que alguien hubiese estado utilizando el jardín de sus vecinos para iniciar sus incursiones en el suyo propio sin que éstos, o al menos uno de los dos, no se hubieran dado cuenta. A menos claro que ambos estuviesen metidos en esto hasta las rodillas. Tal vez se habían estado turnando para llevar a cabo el ritual de los mensajitos, y no pudo evitar pensar que tal vez eso era amor, en una variante muy retorcida, desde luego, pero amor al fin y al cabo. Siguió con sus cavilaciones un rato más y por fin se quedó dormida.

Al día siguiente quiso llevar a Terry a la consulta del doctor Stevens para asegurarse de que no era importante que lo que le había ocurrido al chico el día anterior. El muchacho pareció haber olvidado que la había llamado a gritos, asegurando que se encontraba bien y que quería seguir con su colección de mariposas. Tras comprobar que el chico parecía estar ciertamente sano como una lechuga, le dio un beso tierno sobre le mejilla izquierda y dejó que se fuera a jugar al arroyo. Nada reseñable ocurrió ese día y Lucy Sullivan disfrutó de un agradable y apacible final de semana que no volvería a disfrutar durante mucho, mucho tiempo.

La nueva semana trajo consigo un ligero descenso de las temperaturas, y aunque el clima en esa parte del estado era bastante cambiante por esas fechas, Lucy no pudo evitar mostrar cierto pesar por el mal tiempo que se avecinaba. El verano era lo bastante aburrido sin su marido como para tener que soportar encima las inclemencias del tiempo. Se resignó y quiso aprovechar el que posiblemente sería el único día de la semana que no llovería, así que volvió a tender una nueva colada, antes de que se pusiera a llover durante los próximos días. Esa tarde Mike y ella pasarían la tarde juntos, ya que los técnicos de mantenimiento estaban instalando la nueva maquinaria y el señor Phelam había liberado de la jornada vespertina a Mike y a sus compañeros de turno.
 
Al caer el sol Lucy escuchó el repicar de las campanitas, y sobresaltada abandonó la cómoda postura que hasta entonces había encontrado en el pecho de su marido. Rápidamente bajó las escaleras y esta vez el rojo carmesí del repetitivo mensaje se hallaba escrito en las sábanas del muchacho. Miró furiosamente hacia el jardín de su vecino y no pudo encontrarlo. Siguió girando la cabeza y cerca del arroyo, al pie de un árbol pudo distinguir la silueta de su hijo, que suavemente rasgaba la línea del horizonte. Corrió hacia él apresuradamente, y al llegar a su lado, se agachó y lo abrazó fuertemente. Notó que al niño le faltaba la respiración y que luchaba incansablemente por recuperar el aliento, como si en lugar de haber estado apaciblemente sentado allí durante un buen rato, hubiese llegado junto al arroyo poco antes que ella.

Sus manos sostenían las del muchacho y lo aupó con delicadeza y con firmeza al mismo tiempo. No dijo nada y el muchacho pareció entender que se había hecho tarde y que su madre simplemente lo había ido a buscar para cenar. A medio camino el muchacho se soltó de la mano de su madre y corrió hacia la casa, con grácil paso. Al llegar al pie de la colada, Lucy sintió las manos pegajosas, se las miró y pudo ver cómo una sustancia carmesí, de densa consistencia se había adherido a ellas. Desgraciadamente pudo ver también como Philip Pennyman le obsequiaba con una de sus perturbadoras miradas. No hizo ni un solo gesto que pudiese delatar que le había prestado la menor atención. Giró sobre sus talones y entró en el garaje. Mientras se lavaba las manos pensó cómo había llegado a mancharse, y por muchas vueltas que le dio, siempre llegaba a la misma conclusión. Ella todavía no había tocado las sábanas cuando echó a correr al encuentro de Terry. Lo había abrazado. Lo había aupado. Había recorrido medio camino con el muchacho sosteniendo su mano, pero no había tocado las sábanas.


 El impacto en la mente de Lucy fue brutal. De repente todo su mundo estaba patas arriba; súbitamente tenía la sensación de que nada o nadie era real, de que ella misma debería estar seguramente loca de remate si pretendía creer que todo esto podía estar sucediendo de la forma en que se estaba desarrollando. «Las cosas son blancas o negras», se repetía una y otra vez. «Si es de día no puede ser de noche, y viceversa. No es posible que el Norte haya ganado la guerra y que ahora los blancos estén recogiendo el algodón de los negros». La mente de Lucy se encontraba en una encrucijada. Ahora más que nunca, luchaba una intestina batalla consigo misma que tal vez no podría ganar nunca.
 
Lucy Sullivan se mostró taciturna durante los días siguientes, descuidando sus tareas domésticas y llegando incluso a ignorar dónde o qué se encontraba haciendo Terry durante la mayor parte del día. Mike había vuelto al trabajo y ella y el muchacho se habían quedado solos, como había venido sucediendo durante todo el verano, y a la mujer se le hacía muy incómodo, a veces insoportable, compartir la misma habitación que el chico o sobrellevar incluso su propia presencia. Es por eso que volvió a dejarle comer en el salón, mientras veía la televisión, siempre y cuando no dijese nada a su padre. Terry así se lo había prometido, y aunque ahora mismo el muchacho formaba parte del saco de personas repugnantes que echaría a un río helado de Maine en invierno para ver cómo luchaban por evitar ahogarse, tenía la certeza de que el muchacho no hablaría. Que dios le perdonase, pero era cierto que había llegado a aborrecer al chico.

Aún con todo no pudo ni de lejos entrever su final. Este sobrevino varios días después, al mediodía de un soleado jueves. A Lucy Sullivan jamás se le habría ocurrido pensar que un día u otro tenía mejor o peor pinta para morir, pero de haber sido así, seguramente habría pensado que, en efecto, se trataba de un precioso día para morir. Mike se encontraba en el jardín, cortando leña. Pronto terminaría la época estival y una buena reserva de leña era indispensable para poder resistir el gélido invierno de Nueva Inglaterra y sus despiadados descensos de temperatura. Lucy había acabado de recoger los platos y los estaba fregando cuando oyó una vez más el estridente sonido de las campanitas. De haber comido en un restaurante chino esa misma mañana, Lucy habría recibido un mensaje muy parecido a éste en su galletita de la suerte: «Hoy de nuevo oirás las campanitas. Pero no temas, cariño. Serán las últimas.»

Bajó las escaleras gritando y chillando como nunca lo había hecho. Cuando llegó al pie de las sábanas, ni su marido ni el chico se hallaban cerca. Mike no había terminado su labor, había aún decenas de leños que estaban esperando ser descuartizados, y el hacha estaba clavada en un gran leño cortado por la mitad. Lo que si pudo encontrar fue de nuevo el carmesí mensaje escrito una vez más sobre sus pálidas sábanas. Al pie de las mismas, una bota de Mike se había quedado embarrada y se la había dejado atrás. Un poco de sangre había goteado desde la blancura mancillada de las sábanas hasta el empeine de su bota, silencioso testigo del viaje que Lucy estaba a punto de emprender. Ese último «Te Quiero» condujo a Lucy a locura y a su trágico final.

Subió lentamente las escaleras con la bota en sus manos, repasando mentalmente todo lo acontecido desde las últimas seis semanas. Contó las escaleras. Diecinueve. Mike y ella se habían casado un diecinueve de Junio, y un año y pocos meses después, en Octubre, había nacido Terry. Hoy era día diecisiete, pero se convenció a sí misma de que le resultaría imposible esperar. Lo haría hoy mismo. Dejó la bota perlada de sangre justo delante de la puerta del baño, cerró la puerta con llave y se abrió las venas con una cuchilla que su marido había estrenado esa misma mañana. Eso la reconfortó.






EPILOGO





Truman Boulder se había ido recostando poco a poco conforme escuchaba pacientemente y con cierto desinterés el relato de los acontecimientos. Ahora que había terminado, se dirigió a ella.

—Está bien señora Sullivan, ahora descanse. No se incorpore todavía, permanezca tumbada un rato más, si es tan amable —El doctor Boulder la volvió a mirar. Una extraña sensación de malestar recorría su espina dorsal—. Bien, puede levantarse ahora.

Lucy Sullivan comenzó lentamente a incorporarse. La cabeza le pesaba una tonelada y se sentía mareada. Un ligero zumbido se había instalado en su cabeza pero parecía irle bien. Finalmente adoptó una postura semi erguida y se sintió mejor. Por fin habló.

—Dígame, doctor Boulder, ¿estoy loca? —espetó con un sutil tono de reproche.

—Oh, no, querida. Usted no está loca —creyó mentir el facultativo—, sólo necesita un poco de ayuda, una puesta a punto, si me lo permite. Y creo conocer a quién puede proporcionársela.

Truman Boulder pulsó un botón e inmediatamente se accionó un mecanismo que descorrió una enorme cortina. Al otro lado de la misma, un diáfano cristal separaba la estancia de una pequeña sala de espera en la que pacientemente aguardaban Terry y Mike Sullivan. Lucy se puso de pie y miró al otro lado del cristal, pero no consiguió ver nada, de modo que se acercó un par de pasos e inclinó la cabeza, tras lo cual profirió un desgarrador grito que se introdujo en el cerebro del doctor Boulder como si un reactor hubiese despegado en sus propias narices.

—¡¡Dios mío, es él!! ¡¡Dios mío, no!! ¡¡Es él!! ¡¡Es él!!

—¡Tranquilícese, señora Sullivan! —corrió intentando asirla.

—¡Oh, no! ¡Es mi hijo! ¡Mi hijo Jamie!

viernes, 23 de septiembre de 2011

VIAJAR

Se hallaba conmovida. Una gran emoción recorría todo su ser y por primera vez, en toda su vida, haría un viaje. Tenía quince años y desconocía lo que uno siente al pasarse unas pocas horas en el asiento de un viejo coche, camino de la playa. 

Había visto películas, leido libros, hojeado revistas y, epistemológicamente hablando, conocía todos y cada uno de los aspectos que un viaje podría  ofrecerle, incluidas las codiciadas y enriquecedoras experiencias personales que tanto anhelaba, pero nunca se había movido de su casa.


Por encima de todo deseaba sentir el sol en sus pálidas mejillas; poder sentir la brisa del mar alborozando sus cabellos y caminar largas horas a la orilla del mar, junto a las bulliciosas gaviotas. Cada día suspiraba por vivir la inocente y flemática vida de la gente que se va de vacaciones. 

Cada día lo deseaba más y más. Hoy por fin daría comienzo su ansiado viaje. Unos pocos kilómetros separaban el hospital St. James de la casa que durante toda su vida había compartido con su secuestrador. Hoy por fin sería libre. Hoy viajaría...

SÁBANAS. SEGUNDA PARTE Y EPÍLOGO


SEGUNDA PARTE

La amenazadora conclusión a la que había llegado todavía la aturdía. Echó un último vistazo a las inmóviles sábanas, suplicando desesperadamente a un dios de bondad y de amor que las moviera por ella. Se conformaba con un ligero vaivén, aunque no le haría ascos a una suave brisa, algo que de forma casi imperceptible le ayudara a aferrarse al que parecía ser el último y recóndito escondite de la cordura de su mente. No sucedió nada.

Muy lentamente se incorporó —se había sentado sin percatarse siquiera de ello— y con gesto resignado salió del salón, bajando a continuación los diecinueve escalones que separaban la planta principal de la casa del sótano. Durante esos diecinueve escalones tuvo tiempo de serenarse un poco y reunir de nuevo todas las fuerzas que le restaban, que non eran demasiadas. Una vez se hubo encontrado cara a cara con la sábana que permanecía tendida delante de ella, alzó por fin la mirada y tuvo que contener un grito. Allí estaba. Una vez más encontró lo que andaba buscando, escrito en un rojo carmesí que a punto estuvo de lacerarle el cerebro. Quiso taparse la boca pero no llegó a tiempo y temió que Terry pudiese haberla oído. No fue así.

Su inmediata reacción fue golpear la sábana, en una mezcla de impotencia y desahogo. No le sorprendió lo que sucedió a continuación. Había cerrado ambos puños y sus antebrazos se mostraban ahora dispuestos para descargar el golpe, mientras sus brazos permanecían paralelos al suelo. Pero sus esfuerzos eran en vano. No podía moverse. Ahí estaba, de pie, con los brazos extendidos, dispuestos a descargar toda su ira contra una no tan impoluta sábana blanca y no era capaz ni siquiera de acercarse a menos de un palmo. La repentina inmovilidad hizo trizas su raciocinio y lo único lógico que acertó a pensar estaba relacionado con esos endiablados tebeos que leía su hijo, y que al parecer hablaban de telekinesia y de campos de fuerza que no podían ser franqueados por los mortales. 


«Ya ves, al final todos esos cuentos resultarán ser ciertos y terminarán por hacerse un hueco en nuestras vidas. Las reuniones de los domingos en casa de tía Martha no volverán a ser las mismas», rió ligeramente divertida. Comprobó que al dejar de pensar en las sábanas sus brazos se iban relajando poco a poco, mientras se iba separando paulatinamente de ellas. No tardó en cruzar por su cabeza la absurda idea de que las sábanas no dejarían que las maltratase y tendría que buscar su alivio en otra parte. Incapacitada para llevar a cabo su absurda venganza, y terriblemente frustrada, dio media vuelta y se fue por dónde había venido, con los nervios hechos añicos y la seguridad de que nunca más volvería a ser la misma.

El pavo sería lo único que acapararía toda la atención de Lucy Sullivan en lo que restaba de esa apacigua y tranquila mañana de verano. Terry desapareció por completo de su atenta vigilancia, ahora negligente. El muchacho estaba siendo bien educado y, como suele decirse, comenzaba a hacer acopio de bonitos y caros muebles que con el paso del tiempo iría aculando justo dos centímetros debajo de su preciosa cabellera. Más tarde ella llegaría a recordar ese día como el primer día en que había comenzado a distanciarse del chico.

 Mike Sullivan acostumbraba a llegar a casa un poco antes de la una y cuarto de la tarde y ese día no hizo una excepción. Terry caminaba junto a él y cargaba de buena gana con el pequeño bolso de su padre, cruzado sobre el pecho, y con su gorra de trabajo. Ambos parecían felices y recubiertos de una doble capa antioxidante que los protegía de las preocupaciones. Lucy pediría una de esas para Navidad.

El almuerzo transcurrió veloz, como de costumbre, y una vez dieron cuenta de un buen trozo de pavo cada uno, un poco de verdura y una buena porción de pastel —Terry tomó la más generosa de las tres, y habría repetido si le hubiesen dejado— Mike abrió la ventana del salón para no impregnar la casa con el humo de su pipa. El aroma del tabaco que Mike Sullivan fumaba era particularmente denso, con infinidad de fragancias que lo hacían delicioso e insoportable a un mismo tiempo, y que a muy pocas personas dejaba indiferente. Lucy se había acostumbrado al hediondo aroma del tabaco de su marido, pero hoy parecía mareada al respirarlo.
 
Advirtió que tanto Mike como Terry la miraban con cierto pasmo, y pudo darse cuenta de que se encontraba pálida, a pesar que ninguno de ellos dijo ni una sola palabra. Mentalmente pidió permiso para abandonar momentáneamente la unidad familiar, y ella misma se lo concedió. Los hombres no parecieron observar nada fuera de lo común. Una vez en el lavabo pudo comprobar que efectivamente su tez había palidecido ligeramente, pareciendo cobrar por momentos un aparatoso tono cetrino que pronto desapareció con el suave masaje de ambas manos enjabonadas sobre su enjuto rostro.

Se concedió unos segundos antes de volver al salón junto a los chicos, que aprovechó para auto sermonearse delante del espejo. Se reprochó su falta de aplomo y sus nervios de mantequilla. Revolvió la repisa del lavabo en busca de unas píldoras que tragó a duras penas, ayudándose de un poco de agua. Inmediatamente echó un nuevo vistazo a su rostro, en el que comenzaba a formarse una histriónica risa, y cerró de golpe la puertecilla de la repisa, al tiempo que vio, a través del espejo, el mensaje que había escrito en la puerta: «oreiuQ eT».

El shock que sufrió la mantuvo en cama durante las dos semanas siguientes. Mike tuvo que ausentarse del trabajo y el señor Phelam accedió finalmente a no echarlo de la fábrica. Todo el mundo en el pequeño pueblo de Humblog había oído decir que el doctor Stevens había sido el que había evitado que echasen a Mike. Y no había resultado tarea fácil, pues el señor Phelam ya tenía preparado un finiquito para Mike y su familia —una pequeña cantidad que resultaba poco más que limosna—, aconsejado por sus abogados, que consideraban inapropiada la falta de compromiso de Mike con la empresa en unas fechas que tachaban de cruciales para el futuro de la empresa. El señor Sullivan jamás tendría la oportunidad de devolverle el favor a Roger Stevens.

El día en que Lucy Sullivan se había desmayado, Mike la había llevado al piso de arriba, a la habitación que compartían. Jamás la había cargado en brazos con tanta facilidad, parecía como si de los cuarenta y ocho kilos que pesaba ella se hubiesen quedado la mitad por el camino. El niño había esperado todo el tiempo de pie, al lado de las escaleras. La grave expresión del rostro de su padre le confirmó de alguna manera que ahora sí podía entrar en el baño. Mientras tanto, su padre cruzó por su lado sin prestarle la menor atención y se dirigió al garaje, salió al jardín y recogió la ropa que empezaba ya a cuartearse. Con mucho cuidado había dejado las sábanas para el final, y dejando la ropa seca en una tina, introdujo las sábanas en la lavadora. Esa misma noche las tendería y volvería a recogerlas poco antes del amanecer, dejándolas en la misma tina que el resto de la colada; ahora, fregaba distraídamente sus manos manchadas de sangre.

Subió de nuevo las escaleras, pausadamente, pensativo y todavía con un gesto grave en su cara, que no se borraría en los próximos días. Miró al chico. Ahora era él quién se disponía a bajar al garaje para deshacerse del cubo y del paño que había utilizado para limpiar la puerta del baño en dónde su madre había sufrido una crisis nerviosa de la que nunca se recuperaría. Mike paseó la mano por la cabeza del niño, y finalmente embarulló el pelo del muchacho, que respondió a la caricia de su padre con una ligera sonrisa de complicidad.

 Durante los siguientes días Lucy se mostró incapaz de luchar contra su conmoción, sumiéndose por momentos más y más en un trance que la devoraba tanto física como síquicamente. Al sexto día pareció mejorar repentinamente y el doctor Stevens dejó por fin de temer por su seguridad. Dio instrucciones precisas a Mike de cómo cuidar de su esposa y le dijo al chico que tendría que portarse como un hombre y ayudar a su padre en todo lo necesario.  

La siguiente semana transcurrió con la misma rutina que transcurre cualquier semana de una familia americana media abocada al cuidado de un enfermo terminal o crónico. Al principio todo el mundo se siente un poco fuera de lugar y no sabe muy bien como ha de comportarse, incluido el enfermo, pero esa sensación termina por diluirse con el paso de los días y al final todos asumen su rol en el juego. Eso es lo que le estaba pasando a Mike y al pequeño Terry, que había resultado ser un cocinero de mucho cuidado.

El decimocuarto día de reposo de Lucy, los chicos le habían preparado unas tortitas para desayunar, un vaso de zumo de naranja recién exprimido y una buena taza de café, con mucho azúcar, como a ella le gustaba. Su aspecto era casi radiante. Le había sentado bien el descanso y había ganado algo de peso, cosa no muy común en la mayoría de las personas que se ven obligadas a quedarse encamadas un par de semanas. Mike la miró con ternura y sonrió al pensar que hoy quizás tendría que emplearse a fondo si decidía llevarla de nuevo sobre sus brazos.

Por la mañana permaneció todavía en cama, recostada sobre la almohada, mientras hojeaba unos viejos libros de historia europea, una de las pasiones de su juventud, pero tenía el firme propósito de levantarse esa misma tarde. En sus manos descansaba un volumen sobre Alejandro Magno, uno de sus personajes históricos predilectos. El sopor del mediodía la hizo arremolinarse a un lado de la cama, mientras se decía a si misma que sólo echaría una pequeña cabezadita. La humedad que sintió en su entrepierna la despertó bruscamente. Notó las sábanas impregnadas de un líquido demasiado viscoso para ser orina, pero se dispuso a cambiarlas de inmediato, no deseaba que ni Mike ni Terry se enterasen. Dio un pequeño respingo y salio de la cama deshaciéndola, dejando al descubierto un horrible mensaje escrito en un implacable rojo carmesí.

Mike Sullivan estaba cortando leña en el patio trasero de su casa, con Terry a su lado, que hojeaba satisfecho su nuevo álbum de mariposas, ¡ya tenía dos! Ambos oyeron un punzante y agudo grito que provenía de la habitación en la que había dormido Lucy las últimas dos semanas, levantando sus cabezas al tiempo que la ventana se rompía en mil pedazos y escupía a Lucy al vacío. El lacerante y persistente grito se prolongó hasta que el suelo recibió el cuerpo ya inerte de Lucy, con un último sonido amortiguado.


EPILOGO




Mike Sullivan acababa de salir de la consulta del doctor Fulton y éste estrechaba su mano con un marcado gesto paternal. Todavía con la mano de Mike entre la suya, se dirigió a su secretaria.

—Betty, ¿quieres dar cita al señor Sullivan para el próximo martes? —preguntó mientras enseñaba sus impolutos dientes, pagados con el dinero de los lunáticos a los que atendía.

—Claro, doctor Fulton. Venga por aquí, señor Sulllivan —a Mike la sonrisa de Betty no le parecía tan forzada como la de Peter Fulton.

El doctor Fulton salió a fumarse un cigarrillo y se encontró con Roger Stevens practicando el mismo sucio y repugnante vicio. Hablaron del tiempo, de la huelga de personal y por fin, de Mike Sullivan. Es mentira eso de que los médicos guardan el secreto acerca de sus pacientes. Y no quieran saber lo que hacen los curar con las confesiones que les hace la gente…

Peter Fulton se frotaba las manos. Mike Sullivan era una mina de oro, y eso que todavía estaba empezando con él. El martes vendría el chico y «Eso será de traca», le había dicho al doctor Stevens, que mascullaba algo entre dientes. El doctor Fulton seguía hablando y decía que creía conocer el origen de la locura de Lucy: Jamie, su hijo no nato. No paraba de repetir una y otra vez las teorías del comportamiento que había oído una y mil veces en la universidad, sin darse cuenta de la creciente palidez del doctor Stevens. Por fin Roger dijo algo que Peter pudo comprender, aunque hablaba entre sollozos.

—Pobre mujer. La hemos matado —había comenzado a decir, con toda la atención del doctor Fulton puesta en él—, sólo nosotros la hemos matado. Nunca debimos haberlo hecho, pero lo hicimos y ahora pagaremos por ello.

Fulton estaba estupefacto, pero sospechaba que el doctor Stevens no pararía de hablar hasta decir todo lo que necesitaba decir. Así que no abrió la boca y le dejó continuar.
 
—La cárcel no es castigo para un hombre como yo, de setenta y dos años, seguramente pueda evadirla, pero no podré escapar nunca de mi cruel destino —hizo una intrigante pausa, al tiempo que encendía un nuevo cigarrillo—…, el último, lo prometo.

Peter Fulton trató de darle un golpecito, como si se tratase de una televisión con una antena defectuosa, para que continuase. Definitivamente, el morbo y la sordidez eran parte del impulso vital que este hombre buscaba todos los días al levantarse por las mañanas.  El doctor Stevens apuró una última calada y prosiguió entre sollozos.

—¿Te han hablado alguna vez del hijo muerto de los Sullivan? Claro que si, este pueblo es pequeño y el deporte regional es el cotilleo. No les culpo.

—Sí, Roger. Pues claro —asintió con renovado interés.

—Pues debes saber que el chico no nació muerto —confesó al fin Roger Stevens—. Ni siquiera se murió al poco tiempo de nacer. Se lo entregamos a una familia que no podía tener hijos. No fue una buena idea, por supuesto, pero tampoco parecía mala con cinco de los grandes en cada uno de nuestros bolsillos —dijo al tiempo que encendía un nuevo cigarrillo y se adentraba con él en el hospital, ya todo le importaba una mierda.

—Cielos, Roger… —Peter Fulton acababa de echar el desayuno.

El doctor Fulton solicitó esa misma tarde poder echar un vistazo a unos viejos archivos del hospital, según él para documentarse para un trabajo que estaba haciendo el colaboración con una universidad del condado. Allí fue donde finalmente averiguó el nombre de la familia que se había llevado a Jamie. Lo que el doctor Fulton no pudo averiguar fue el trato que esa familia había dado a Jamie, el cual había permanecido la mayor parte de su vida recluido en el sótano de la casa de Philip y Sarah Pennyman con las cuerdas vocales extirpadas.

martes, 20 de septiembre de 2011

DESPERTAR

(Relato presentado al Primer Concurso de Relatos del Centro de Día "A Concordia", de Ribadeo. Septiembre de 2010. Cuarto Puesto)




UNO


Había estado caminando durante semanas y llevaba más de dos días sin beber. Tenía la garganta llena de supuratorias llagas que pronto acabarían con él si no encontraba agua en las próximas horas, y para colmo, encima de su cabeza, el implacable sol de mediodía servía de justo verdugo a todo aquel que hubiese osado permanecer más tiempo del indicado bajo sus despiadados rayos.

Casi al caer la tarde se encontró con un pequeño arroyo que fluía valle abajo con la delicada sinuosidad de aquellas cosas que se saben importantes y que no se dan prisa en sus quehaceres diarios, tal es el estatus que han alcanzado a lo largo de infinitas repeticiones a lo largo de los siglos. El arroyo se encontraba flanqueado por verdes hierbas acariciadas por la fresca brisa vespertina, lejos ya del alcance del sol, que había decidido retirarse —como venía haciendo cada día desde el principio de los tiempos— al otro lado de la colina, para tener su privado encuentro con la Luna, antes de que ésta entrase en su sideral circuito nocturno.


DOS


No recordaba su nombre y apenas podía decir si había hecho alguna cosa en su vida que no fuese caminar sin rumbo. Cada anochecer se recostaba sobre un árbol caído, una roca no demasiado sinuosa o tal vez al cobijo de alguna casa o establo abandonados al margen del camino que a su juicio había ya recorrido demasiadas veces y durante demasiados años; esa sensación era el único lúcido recuerdo que albergaba su maltrecha memoria.
Al cobijo de una buena encina se echó a descansar y a comenzar una vez más la invocación de sus recuerdos, que pronto olvidaría de nuevo, como cada noche, justo al romper el alba. Pronto se quedó dormido, cansado por los ya miles de kilómetros que a su parecer habían recorrido sus viejas y desgastadas piernas, extasiado con el lento y delicioso discurrir del arroyo. Durmió y soñó sus sueños.


TRES


En uno de sus sueños, repetitivo y recurrente, se encontraba al fondo del jardín de la residencia de Décimo Junio Bruto, en compañía de otros cuatro hombres —de los que desconocía su identidad— charlando, dejando que ellos mismos, influenciados por los efluvios de las pócimas y las bayas venenosas que previamente había mandado introducir en sus copas de vino, conspirasen sobre el asesinato de Cayo Julio César.

A él no le gustaba ser el protagonista, prefería verlo todo desde la grada, y no le importaba en absoluto el que tuviesen que pasar generaciones enteras, incluso eras, para ver el resultado de sus acciones, por lo general llevadas a cabo en la trastienda de la historia.



CUATRO


Durante muchos años había desconocido tanto el origen como el motivo de sus sueños, y el hecho de que por alguna extraña razón se viera a si mismo en las situaciones que su descanso nocturno le ofrecía no dejaba de resultarle inquietante y misterioso, al mismo tiempo que cada nuevo día ejecutaba una y otra vez el tedioso ejercicio de la interpretación de sus visiones, así como el intentar poner algo de orden en sus vastos y quizás ajenos recuerdos, que una vez más deberían diluirse y ser olvidados al amanecer, tal y como se habían diluido la mayoría de las supersticiones en la noche de los tiempos.

Al final de la noche, poco antes del alba, volvería a comprender —día tras día y durante posiblemente una eternidad— que tales sueños eran efectivamente sus recuerdos, que tal vez estaban siendo purgados noche tras noche, condenado a no recordar nada de su pasado, una vez que el astro rey volviese a vencer a las tinieblas que la gran madre había tejido sobre el escaparate nocturno del cielo.


CINCO


Las primeras luces del alba habían roto la noche, que perezosamente se retiraba a su diurno escondite, esperando de nuevo su oportunidad de ceñirse sobre el mundo, en un nuevo intento de sumir las mentes de los hombres en un profundo pesar. A la suave caricia del viento matinal responde el demacrado rostro del extraño sin edad, que una vez más deberá tratar de volver sobre sus propios pasos y averiguar qué lo ha estado guiando sin rumbo aparente durante quien sabe cuanto tiempo.

Pero hoy descubre que todo ha cambiado, hoy por fin recuerda al amanecer. Se ufana por recordar todos y cada uno de los capítulos de su vida, por conocer hasta el último de los recovecos de su distorsionada mente, que poco a poco ha de volverse tan lúcida y manipuladora como antaño solía serlo, se esfuerza por guardar definitivamente en su memoria todos y cada uno de los recuerdos que ha de evocar, ahora si, de una vez por todas.


SEIS


Recuerda haber nacido en un lugar llamado Antioquia, aunque desconoce si todavía existe o si, como mucho se teme, haya desaparecido hace ya muchos siglos. Recuerda haber incitado a millares de buenos hombres a alzarse en armas contra sus semejantes con el único propósito de aniquilar a generaciones enteras de pueblos ya extintos, recuerda haber tenido seguidores en todas y cada una de las más inútiles y aterradoras guerras de la humanidad, y recuerda haber estado al servicio del mal desde su más tierna infancia. Recuerda asimismo, haber escrito las más trágicas y estremecedoras páginas de sucesos de las más pobres y miserables regiones del mundo.

Pero lo que no recuerda —quizás ni él mismo se atreva a hacerlo— es el por qué ha hecho todo lo que ahora, por primera vez en su vida —o al menos en muchos años— parecen vívidos recuerdos de su pasado, recuerdos que harían estremecerse de terror al mismísimo diablo.


SIETE


Y es que por fin comprende. Al fin ha comprendido la esencia de su naturaleza, al fin sabe todo aquello que durante generaciones enteras ha tratado de identificar, y que durante miles de años ha tenido en la punta de la lengua, y que tan fácilmente se ha desvanecido con cada una de los cientos de miles de albas que sus eternos ojos han saludado. Al fin puede descansar tranquilamente, al fin puede dormir sin recuerdos. Un nuevo día comienza.

Había estado caminando durante semanas y llevaba más de dos días sin beber...

LA TRASTIENDA

(Relato escrito a modo de ejercicio como preparación de la "Wordslinger Moon", en Febrero de 2011. Tarde o temprano verá la luz un relato de largo aliento narrativo que se ha estado gestado desde entonces. Las ilustraciones corren a cargo del gran David Ribas.)

Pasaban quince minutos de las doce de la mañana cuando entró de golpe por la puerta de la tienda, haciendo tintinear los metálicos abalorios que colgaban sobre su cabeza, a la altura del marco de la puerta.

—Buenos días —dijo mientras se dirigía al pequeño mostrador de la tienda—, quizá pueda usted ayudarme.

—Eso espero —contestó el viejo y enclenque librero que había detrás de unas enormes gafas en proporción al tamaño del cráneo que las sostenía—, la verdad es que estoy aquí para eso mismo.

El viejo le recordaba al señor Davids, su profesor de teología egipcia de la Universidad. Había oído que durante la Segunda Gran Guerra se había alistado en los escuadrones itinerantes de los cuerpos de protección nazis. El bueno de Matt sin duda lo había hecho para poder ser destinado en Lybia, donde el tesoro de Juanito Valderrama se hallaba soterrado bajo las ruinas del palacio de la tercera dinastía de los moradores del desierto. Era una leyenda, pero sabía que Matt siempre había confiado en las viejas historias, y además tenía una corazonada.

—¿En qué podría ayudarle, señor…?

—Filaro, me llamo Rudin Filaro —respondió mientras dejaba que se evaporaran sus pensamientos, al mismo tiempo que tendía la mano al demacrado tendero—. Y usted es el señor…

—Mi nombre es Walther Dim, tanto gusto, señor Filaro —su apretón de manos era enérgico y eso gustaba a Rudin Filaro, un hombre con un buen apretón de manos le inspiraba mayor confianza que uno que no lo tuviera.

Al tiempo que estrechaba la mano de Rudin, el señor Dim pudo notar la cara seda de su camisa, así como el exquisito gusto que el señor Filaro había tenido a la hora de elegir sus preciosos gemelos, muy elegantes y masculinos. «Creo que podré sacar una buena tajada de este pardillo», pensó.

—Verá usted, señor Dim —comenzó a decir Rudin—, ando buscando una obra de cierto valor y me han dicho que la podría encontrar aquí —mintió al librero, pues a nadie conocía y con nadie mantenía relación.

—Usted dirá, ¿de qué se trata?

—Bueno, es que —pareció balbucear, aunque manteniendo una asombrosa y genial compostura—, verá usted, no estoy seguro de si…

—Puede usted hablar con toda la naturalidad del mundo —interrumpió el librero, mientras se aseguraba de que ningún curioso continuaba en la tienda—, a estas horas casi todo el mundo se ha ido ya a comer. Además entre semana la clientela no se prodiga haciéndome demasiadas visitas.

—De todas formas, y si a usted no le importa —dijo mientras le tendía un billete de 10 dólares—, y ya que no espera muchas visitas, tal vez podría usted echar el cerrojo a la puerta. Así me sentiría mucho más cómodo y a gusto —volvió a mentir.

—Está bien, en fin, como usted prefiera —dijo mientras apartaba de la vista del extraño los 10 dólares que tan amablemente le había tendido. «Este pardillo tal vez consiga que este mes me vayan bien las cosas», pareció pensar.

—Gracias, no sabe usted cuanto de lo agradezco —dijo mientras se apartaba del camino del librero, dejándole que con toda holgura echara el cerrojo y diera vuelta al cartel OPEN/CLOSED.


Echó un buen vistazo a la tienda, de no más de 30 m2, y pudo advertir que tal vez el viejo lo llevaría atrás, a la trastienda, ya que no le pareció haber distinguido gran cosa a la vista; las joyas de la corona no descansaban a ojos de los indecisos y fortuitos visitantes —la mayoría universitarios de los primeros cursos, se imaginaba— y mucho menos lo haría la obra que andaba buscando.

—Muy bien, señor Filaro, si es tan amable de acompañarme a la parte de atrás, quizá pueda ayudarle en lo que buenamente pueda —pareció mascullar entre dientes el tendero, mientras una vez más se frotaba mentalmente las manos, esperando poder sacar ventaja en su terreno, la trastienda.

—Mire usted —comenzó diciendo Rudin mientras declinaba con un gesto de su cabeza la oferta de asiento que le había ofrecido el tendero con una mano—, estoy realmente interesado en un cuaderno de notas de cierto valor, tanto monetario por supuesto, como simbólico.

—Bien, ¿de qué se trata?

—Estoy buscando el diario personal de Sir William Falcon —dijo secamente. Pudo advertir un ligero cambio en el semblante de Walther Dim, pero éste sin duda seguiría actuando como si nada.

—Lamento desconocer tal diario —embustió el tendero, que sabía muy bien de que estaba hablado Rudin—, no sé ni siquiera quien es el caballero que usted me ha mencionado.

—Oiga, señor Dim —sus palabras no mostraban ningún atisbo de impaciencia—, no juegue usted conmigo, pues sé muy bien que posee usted el diario.

—Le repito que no sé de qué me está usted hablando, es más, yo…

—Jack el Destripador, señor Dim. El diario pertenece a Jack el Destripador; o pertenecía, al menos. Ahora sé que lo tiene usted.

El rostro de Walther se había desencajado y no podría seguir manteniendo el papel de pobre viejo ignorante, Rudin no creía que le sentara bien. Durante un leve intervalo de tiempo, Walther advirtió que el rostro de Rudin no había mostrado ni el menor atisbo de expresividad en los últimos cinco minutos, justo cuando había entrado por la puerta de la tienda.

Luego de echar un parco vistazo a la trastienda, mientras dejaba tiempo a que los pensamientos de Walther se arremolinaran vertiginosamente, Rudin prosiguió diciendo:

—Escuche, Walther, sé perfectamente que no deseas desprenderte del diario, pero no me lo voy a llevar gratuitamente, pienso pagarte y muy bien.

—Suponiendo que obrara en mi poder el susodicho diario, no sería el dinero el que me moviese a venderlo, señor Filaro.

—Deje que le muestre algo, amigo —dijo el extraño mientras arqueaba una ceja y enreabría su boca, en un gesto que para nada tranquilizaba a Walther, que más bien lo interpretó como la puesta en escena de un loco chiflado.

Del bolsillo de su abrigo sacó un sobre del tamaño de una botella de cerveza, del cual Walther conocía de antemano su contenido.

—Señor Dim, puedo ofrecerle ahora mismo 200 000 $, y habrá más dinero para usted, una vez compruebe con mi gabinete la autenticidad del diario —volvió a mentir.

Durante un breve lapso de tiempo, que a Walther le parecieron eones interminables, su cabeza dejó volar su imaginación y fantaseó con toda esa cantidad de dinero, pensando en las caras de estupor —y de envidia, sobre todo envidia— que pondría la gente del barrio al verle a los mandos de su Mercury del ’58, con una neumática acompañante colgada de su bronceado cuello. Dejó de torturarse con sus ensoñaciones y volvió a dirigir la mirada hacia el señor Filaro.

—Es usted muy amable y muy generoso, señor, pero me temo que no  puedo vendérselo. Ni por un millón de dólares.

En cuanto hubo dicho sus últimas palabras, una extraña sensación le asaltó, seguida sin duda por la gélida mirada de su contertulio, que parecía mirarle ahora con una mezcla de desdén y desprecio.

—¿Va usted a matarme? —preguntó al fin.

—No sea usted ridículo. No voy a matarle, pero no me iré de esta tienda sin lo que he venido a buscar.

—Entiendo —su expresión resultaba ridícula e incluso graciosa—. Pero es que no sé…

—Es muy sencillo, Walther. En lugar de dinero, tendré que ofrecerte a cambio otra cosa, eso es todo.

—Sinceramente, señor Filaro, no veo que podría usted ofrecerme a cambio.

—Quizás te sorprenda, Walther —dijo al tiempo que metía su mano en la gabardina por segunda vez en esa misma mañana—, a lo mejor esto te hace cambiar de opinión.

Al mismo tiempo que entregaba al librero un pequeño volumen rústico, encuadernado con piel humana, echó mano a su espalda y acarició la sobaquera que ahora descansaba sobre sus riñones; dentro, la pistola del calibre ’45 que acabaría con la vida de Walther.

Walther echó un rápido vistazo al volumen y pudo constatar su autenticidad, era ni más ni menos que el tratado sobre vampirismo más antiguo del mundo, el Libro de Hoc. Durante interminables años había estado fantaseando con su existencia, y ahora, en el ocaso de su vida, lo tenía en las manos.


—Me parece que tiene usted en las manos algo que tal vez le interesa. ¿Puede por favor dejarme ver el diario secreto de Sir William? —preguntó Rudin al tiempo que  [teatreramente] daba un giro sobre sus talones que seguramente llenaría de confianza al decrépito librero.

—Por supuesto, aquí lo tiene.

El librero sacó de su viejo arcón un pequeño cuaderno de notas con aspecto de tener al menos un millón de años. Estaba tan mal conservado que el poco tacto con que Walther se lo ofreció casi sorprende y descoloca al señor Filaro —si tal cosa hubiera sido posible—, parecía que se desintegraría en sus manos.

Rudin bajó la vista para poder tomar el volumen que Walther le tendía, y ahora si, un brillo demencial colmó la órbita de sus ojos, dejando escapar un breve pero chirriante gemido.

—Muchas gracias, señor Dim, por fin mi búsqueda ha terminado —dijo mientras se hacía a su izquierda dejando espacio entre él y su acompañante, para poder descargar parte de la munición con la que esta misma mañana había recargado el arma.


Alzó la cabeza pero apenas tuvo tiempo de notar vacía la estancia a su derecha, mientras las uñas, garras más bien, de Walther se le hundían en el cuello, para luego desgarrarlo.

—Tiene usted razón, señor Filaro, por fin ha terminado la búsqueda. Por fin he recuperado mi manual —dijo al tiempo que el cuaderno de Sir William Falcon caía al suelo abriéndose por una página central. «Damero maldito» y «Palabras Cruzadas» era lo único que lograba distinguirse.

SÁBANAS. PRIMERA PARTE

PRIMERA PARTE

El primogénito de Mike Sullivan se encontraba en su cuarto, revisando su colección de mariposas disecadas. Este verano estaba siendo muy productivo y su pequeña cosecha, como a él mismo le encantaba referirse a sus inanimadas mariposas, estaba creciendo a buen ritmo, y pronto necesitaría que su padre le comprase un nuevo álbum para guardarlas. En el piso de abajo, Lucy se había recostado junto a su marido, que descansaba en el sofá antes de incorporarse a su trabajo en la fábrica de tapones del viejo Phelam, el único vestigio de industria de esa zona de Nueva Inglaterra. En la televisión ponían una reposición de una de esas viejas e interminables series de los ochenta; en esa ocasión, Ángela Channing hacía una inconfesable confidencia que muy poco interesaba al matrimonio Sullivan.

Mike se levantó despacio y con mucho cuidado, creyendo dormida a su esposa. Le dio un tierno beso en la frente y le apartó un mechón de su preciosa cabellera dorada, recogió sus llaves y un pequeño bolso de bandolera y se encaminó a la puerta, echando un último vistazo a la mujer de la que estaba locamente enamorado. Lucy deseaba besar a su marido pero el sopor en el que estaba sumida se lo impedía ligeramente; además, esta tarde su vecina Mary y la pequeña Mina vendrían a probarse el nuevo vestido de la niña y Lucy le tomaría el dobladillo. Antes debería recoger la ropa tendida detrás de la casa y le había prometido a Terry que echaría un vistazo a su colección de mariposas. Las mariposas le encantaban, las consideraba la más preciosa expresión de belleza de dios en la tierra, aunque le parecía horrible que Terry las disecara; pero prefería mil veces la nueva afición del chico en lugar del horrible pasatiempo que había tenido en el pasado. Odiaba los ratones, por mucho que fuesen blancos y domésticos, le parecían repugnantes y, bien pensado, las mariposas muertas eran mucho menos asquerosas que los ratones, ya estuviesen vivos o muertos.

Se desperezó sobre el sofá y lentamente se incorporó a su postura erguida. Se desplazó con paso lento y tembloroso por la sala de estar, encaminándose hacia la antigua radio Philco que descansaba sobre una estantería de la pared sur de la habitación. La encendió y escuchó una vieja canción de Deep Purple, “Pictures of Home”. Le fascinaba esa canción, la había cantado y bailado en cientos de bares de carretera a lo largo de los setenta. Había visto en directo a la banda inglesa en un par ocasiones, ambas antes de quedarse encinta de Jamie, el hermano no nato de Terry, pero no recordaba haberles escuchado nunca ese tema en concreto en ninguno de los dos conciertos a los que había acudido. Le encantaba la KBBL, era su emisora de radio favorita. Mary pronto llamaría a su timbre, pero decidió permanecer en la sala hasta que la canción terminase, luego iría arriba a ver la colección de insectos de su hijo y, si tenía tiempo, recogería la ropa seca del tendal.

No pudo completar el exhaustivo repaso a la colección de mariposas que Terry hubiera deseado. Al parecer Mary se había dado prisa esta tarde en fregar los platos y ella y Mina ya estaban llamando a su puerta. Lucy le dijo a Terry que más tarde ella misma y su padre volverían a subir a su cuarto y le darían un completo y concienzudo vistazo a sus bichitos, pero que ahora debía bajar y mostrarse atenta con las dos mujeres que ya se estaban impacientando y que ahora comenzaban a llamarla a voces. El chico dijo comprender a su madre, le dio un beso en la mejilla y carente de emoción le dijo que estaba bien. Lucy no pudo evitar enfadarse consigo misma, pero no se detuvo a darle mayores explicaciones, ni siquiera se dio media vuelta para ver el gesto de resignación de Terry.

La KBBL pinchaba ahora una de esas viejas canciones de Elvis que había escuchado miles de veces pero que ni por todo el dinero del mundo sabría decir su título. Era una canción fresca y alegre, eso era todo lo que necesitaba saber. Esperaba que durante el tiempo en que tardara en cogerle el dobladillo al vestido de la muchacha la KBBL pinchara buena música, necesitaba distraer de su cabeza un ligero conato de dolor de cabeza que de repente le había asaltado. ¡Pero que tontería, la KBBL siempre ponía buena música! «Despreocúpate de la radio, querida, y céntrate en el vestido de la muchacha. En cuanto termines podrás leer un poco antes de preparar la cena», se dijo. Cuando quiso darse cuenta, la niña y su madre se habían ido, satisfechas ambas con los arreglos que le había hecho al vestido. La niña parecía sentirse como una princesa, y eso, al fin y al cabo, la reconfortaba. Recordaba cuando ella también había sido una pequeña princesa...


No pudo ni por un sólo instante dejarse llevar por sus ensoñaciones, había empezado a chispear y la ropa se le iba a mojar. Tenía tiempo de sobra para volver a lavarla, pero las noches de Nueva Inglaterra eran demasiado frescas como para que la ropa se secase para la mañana siguiente, y Mike necesitaba su uniforme impoluto ese mismo jueves, a punto para la visita del inspector del condado. Echó a correr y pudo salvar de la lluvia la mayor parte de la colada, entre la que se encontraban el uniforme y la camisa blanca de Mike. Había dejado las sábanas para el final, al ser lo que menos prisa le corría y lo más aparatoso de recoger. Al tiempo que descolgaba las sábanas y aguantaba estoicamente la que ahora había pasado a llamarse lluvia por derecho propio, pudo ver cómo Philip la observaba en silencio al otro lado de la valla que separaba la parte trasera de ambas casas.

Durante un instante le pareció ver dibujada una extraña mueca en el rostro de su vecino, como si hubiese permanecido mucho tiempo observándola sin que ella se hubiese percatado de su presencia y ahora fuese incapaz simple y llanamente de apartar su lujuriosa mirada de ella. Se obligó a si misma a desechar semejante idea, al tiempo que respondía al saludo de Philip. Pudo oírle decir algo así como que si seguía allí de pie bajo la lluvia cogería un constipado de mil demonios. Phil siempre se refería a todo a través de cientos o miles de demonios, formaba parte de su peculiar forma de hablar, aunque ahora que lo pensaba, nunca lo había oído hablar así delante de los muchachos.

Dejó que Philip se mojase y se dio media vuelta, corriendo con las sábanas mojadas en su regazo. Las dejó al lado de la lavadora, tendría que volver a lavarlas. Se sentó durante un breve espacio de tiempo para recuperar el aliento y se contempló el tono carmesí de las manos. Se asustó. Echó un breve gritito sofocado por su falta de resuello y al fin pudo comprender que no se trabaja de sangre. No al menos de su sangre, ella no estaba herida. El cambio de tono carmesí a rosa de sus manos le hizo comprender que se había manchado al coger las sábanas mojadas. Se levantó de la silla y resueltamente se dispuso a extender las sábanas delante de sus estirados brazos. Ahí estaba. El rojo carmesí había llegado a sus manos por transferencia de una sustancia rojiza presente en las sábanas.

Al extender las sábanas pudo ver algo escrito en ellas. «Te quiero». No pudo evitar pensar en Philip y en aquella expresión que ahora sí, le aterrorizaba. Era una locura, ¿cómo habría podido Phil hacer algo semejante? Estaba felizmente casado con Laura y tenían dos hijas preciosas que lo adoraban. Él quería con locura a las tres y su vida era incluso más bucólica que la suya propia. Pensó en Terry, pero el no había salido de su cuarto en toda la tarde. No había bajado al menos por las escaleras y no lo creía capaz de servirse de las ramas de la encina para salir de su cuarto. Se estaba volviendo paranoica por momentos. ¡Por el amor de dios, se trataba de un niño de seis años!

No pudo evitar reprocharse sus pensamientos y pensó en lo que le estaba sucediendo. Dejó las sábanas a un lado y se acercó a la puerta que separaba el garaje del cuarto de la colada, echando desde la puerta una rápida y furtiva mirada hacia el jardín trasero de sus vecinos. Allí continuaba de pie Philip. Había dejado de llover y en su rostro creyó ver la misma vacua expresión que la había estremecido minutos antes. Cerró la puerta de golpe. Su corazón latía ahora a muchas más pulsaciones de lo que ella creía era su propio límite. La sangre le fluía atropelladamente por las venas del cuello hacia su cabeza y sintió de golpe como el dolor de cabeza que creía olvidado volvía ahora para quedarse durante un buen rato, quizás incluso durante parte de la noche.

Decidió no darle más importancia, aunque una extraña sensación le impelía a lavar de nuevo las sábanas antes de que Mike regresara. No le contaría nada por el momento, no merecía la pena preocuparle. Quizás fuese una chiquillada de una de las muchachas del barrio que pretendían llamar la atención de Terry, pues el muchacho era bien parecido y apuntaba las maneras del padre. Metió de nuevo las sábanas en la lavadora, llenó el cazo del detergente más de lo habitual y escogió un programa de lavado exhaustivo, no deseaba volver a ver esa mancha en sus sábanas...

Dos días más tarde, casi al atardecer, Mike todavía no había regresado del trabajo. Este mes ayudaría en la fábrica a turno partido y quizás dentro de unos meses el señor Phelam pensaría en él para ampliar la plantilla en Septiembre. Lucy miraba a través de la ventana, vigilando a Terry con jovial admiración, que correteaba por la colina con frenético entusiasmo. Apenas dos meses atrás en el tiempo se habían llevado un buen susto con el chico; se había caído en un viejo pozo abandonado y se había torcido el tobillo derecho. Había permanecido un par de horas a la intemperie y una extraña fiebre casi lo había llegado a consumir en las dos semanas siguientes al accidente. El muchacho era de naturaleza débil y enfermiza, y aunque el doctor Stevens les había dicho que no temieran en absoluto por Terry, Lucy no fue capaz de conciliar el sueño aquellas primeras noches de verano en las que permaneció despierta a su lado, mientras lo velaba. Los dos días siguientes habían sido los peores, con continuos vómitos del muchacho, pero ahora todo eso parecía demasiado lejano en el tiempo.

Cuando Mike surgió del otro lado de la colina por el camino que lo llevaría a casa, Terry lo abordó y se echó en sus brazos. Su padre dejó caer al suelo sus cosas y lo levantó por encima de sus hombros al tiempo que le daba vueltas y más vueltas e imitaba el sonido de un helicóptero. «¡Capitán, capitán! ¡Perdemos el control del helicóptero, nos vamos a estrellar!», gritaba mientras continuada dándole vueltas al niño. «¡No, papá! Yo puedo salvarlo», respondía Terry. «¿Cómo dices, soldado?», decía poniendo esa gutural voz que tanto le encantaba al chico. «Digo que yo puedo evitar que nos estrellemos, señor», proclamaba alegre y sonriente el pequeño Terry.

Lucy sonreía al contemplar la ternura de la escena; los quería tanto a los dos. Decidió que el chico estaría bien en los brazos de su padre y mientras ellos dos jugaban, ella pondría el fuego al mínimo y bajaría a recoger la colada. Hoy se había retrasado, se había dejado llevar por la lectura trepidante de su escritor favorito, que vivía en el estado de al lado. ¿No era increíble lo cerca que estaba? Nunca había pensado en hacerle una visita, pero tal vez algún día se atreviese... Mientras pensaba lo divertido que resultaba vivir a menos de unos cientos de millas de su autor favorito, bajó por las escaleras al garaje, atravesó la puerta que daba al jardín trasero con una gran tina en la mano y se dispuso a recoger la colada. Sin pensarlo echó un vistazo de reojo a la casa de atrás, en dónde esperaba ver a Philip, pero no lo vio. Lo que pudo ver fue una vez más la escritura carmesí en las blancas sábanas. De nuevo «Te quiero». Eso era todo.

Visiblemente sobresaltada terminó de recoger la ropa y se encaminó de nuevo al garaje, no sin antes echar un último vistazo al jardín de sus vecinos. No pudo distinguir nada, se había hecho de noche mientras recogía la ropa. Hoy por la noche le recordaría a Mike que por favor le instalase una luz en la parte trasera de la casa. Se las ingeniaría para no contarle nada acerca de las sábanas y de los misteriosos «Te quiero». Mike estaba trabajando duro y quizás lo hicieran fijo en la plantilla dentro de un par de meses, tal vez a finales de Octubre. En cualquier caso, las próximas navidades podrían ser maravillosas y desde luego no iba a decirle nada a Mike que pudiera trastornarlo o preocuparlo en sus horas de trabajo. Pero comenzaría a indagar por su cuenta. Antes de cerrar la puerta trasera del garaje creyó oír un ruido al otro lado de la vaya que reparaba su jardín del jardín de los vecinos, trató de escudriñar en la oscuridad y cerró la puerta al no conseguirlo. Esa noche no pudo conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada, pero Mike no se dio cuenta, cayó rendido en la cama y se durmió al poco tiempo.

Al día siguiente comenzaron las investigaciones de Lucy. Durante la mañana ideó mentalmente varios planes para conseguir dar caza al misterioso personaje que se estaba ocupando de destrozar sus nervios. La mayoría de ellos resultaron parecerle ridículos incluso a ella misma. Había pensado en contarle a Mike lo que estaba sucediendo, pero quizás él no comprendiese el asunto del todo. Cabía la posibilidad de que Mike pensase que alguno de los hombres de la zona estaba cortejando a su mujer, o peor aún, que ya lo había hecho. A buen seguro eso los alejaría para siempre del ansiado ascenso, sin mencionar las posibles consecuencias que podría tener en su matrimonio.

Pensó en un plan que acabó por parecerle bastante bueno. Se las arreglaría para poner unas campanitas a las cuerdas del tendal. De esta forma, el que se había estado dedicando a ensuciar las sábanas de la señora Sullivan sería cazado con las manos en la masa. O con las manos en la tinta, pensó. Lo cierto es que no se había parado ni a pensar con qué se habían escrito los mensajes. Casi prefería no saberlo.

A las once y media bajó al garaje con una tina no demasiado cargada de ropa, no era necesario, sólo tenía que llevar las sábanas y un par de prendas más para no levantar ningún tipo de sospecha acerca de la trampa que se disponía a preparar. No le resultó fácil colocar las dichosas campanitas, y en más de una ocasión tuvo que fingir un par de estornudos justo en el momento en que le habían temblado las manos y temió hacer ruido al colocar los pequeños timbres. Ya estaba. La trampa estaba colocada. Ahora sólo tenía que esperar.

Sin descuidar sus labores cotidianas en ningún momento se mantuvo en todo instante atenta al sonido de las campanitas. En el piso de arriba, justo en el salón, se podía gobernar con la vista la extensión de jardín en dónde el tendal estaba colocado. De ninguna manera se quedó mirando en la ventana, eso habría ahuyentado a cualquiera que se atreviera a internarse en el jardín. Pero si dejó abierta la ventana del salón, a través de la cual esperaba poder oír nítidamente las campanitas. Se dispuso a hacer la comida. Hoy no había tenido que ir al mercado y por tanto podía perfectamente vigilar a Terry a través de la ventana de la cocina mientras preparaba el almuerzo.

 Dejó de preocuparse por las sábanas, ya que era imposible que alguien pudiese solamente tocarlas sin que ella oyese el estruendo de las campanitas. Durante un buen rato se concentró en el pavo que se disponía a asar. La guarnición de verduras estaba también en buen camino y hoy a lo mejor prepararía además un buen pastel de manzana. Se había olvidado por completo de las campanitas cuando éstas sonaron estruendosamente a través de la ventana del salón. Cielos santo, pensó, parecía como si alguien se hubiera quedado atrapado en las sábanas y no fuese capaz de desenmarañarse.

Sólo dos o tres segundos separaron a Lucy de la cocina de la ventana del salón, y aunque la emoción embargaba la totalidad de su ser e hizo todo lo posible por llegar cuanto antes, no pudo ver absolutamente a nadie cerca de las sábanas. No era una gran distancia la que había que recorrer desde las sábanas hasta la verja de los vecinos de atrás, pero aún así creía que no podría haberse cubierto en menos de tres o cuatro segundos, para cuanto más alguien que acaba de ser pillado in fraganti y seguramente se haya puesto nervioso al ser descubierto.

Todavía estaba dándole vueltas al asunto cuando cayó en la cuenta de que a lo mejor el responsable de los mensajes no había echado a correr en dirección opuesta a la casa, sino hacia la misma casa, y en estos momentos se encontraba justo debajo de ella, fuera del alcance de su campo visual. Tal vez la habían observado colocar las campanitas o bien habían intuido su paso. Eso era quizás mucho más inquietante, pero no tan inquietante como el mero hecho que ahora se hacía patente ante sus ojos.

Con la exaltación propia del momento había dejado pasar desapercibido un detalle que ahora le carcomía las entrañas y que la llenaba de desasosiego. Justo cuando echó la vista sobre las sábanas, estas permanecían totalmente inmóviles, ni ellas ni el cable se habían movido lo más mínimo desde que ella había llegado a la ventana del salón. Eso era completamente imposible, pues segundos antes las campanitas habían estado sonando profusamente y su jocoso canto parecía haber cesado de repente. No prestó atención a este detalle en un principio, demasiado ocupada en buscar al culpable, pero estaba completamente segura de ello. No había oído ni el menor ruido ni había visto el menor movimiento en las sábanas.

ESCENA DÉCIMO CUARTA

Debías haber tomado una decisión en cuestión de unas pocas décimas de segundo, y al dejar transcurrir demasiado tiempo ahora estás a punto de pagar las consecuencias. Finalmente decides apoyar al grupo de tu derecha, aunque es ya demasiado tarde para ellos y para ti.

Mientras los soldados que pretendían sabotear el área de abastecimiento de energía, a tu izquierda, parecen haber conseguido su propósito, un artefacto explosivo hace detonación a menos de un metro de tu posición. La deflagración es curiosamente silenciosa, vista desde dentro. Todo parece transcurrir ahora a cámara lenta, y aunque puedes sentir cómo tus miembros se desprenden de ti y cómo la carne y el tejido se consumen, no pareces sentir dolor.



Estás muy cerca del final. Tu final. Contigo no sólo morirá un teniente que en el momento más crucial de una absurda guerra se ha tomado demasiado tiempo para meditar una decisión que nunca debiera haber sido reflexionada o especulada; contigo morirán además las esperanzas de una.... Bueno, eso ya no importa.

ESCENA DÉCIMO TERCERA

Pides a tus compañeros que permanezcan a tu lado, justo en el corazón del grupo central que ha de contener la feroz embestida de los soldados azules. Fielmente te siguen escoltando mientras abren fuego contra las hordas de soldados que salen del complejo. Ahora se está formando a tu alrededor un pequeño grupo de soldados merengues que incluso parecen estar configurando un pequeño batallón; un buen grupo de soldados afines que puedan formar una pequeña compañía siempre es de agradecer en situaciones como ésta.

La batalla se está tornando feroz, y mientras continúas abriendo fuego contra los soldados que tratan de oponer resistencia, eres consciente de la situación del resto de soldados con los que estás luchando codo con codo. A pesar de lo encarnizado de la batalla, y aunque el mayor número de bajas se está produciendo el en bando contrario, te das cuenta de que el grupo de la izquierda casi ha alcanzado su objetivo: los generadores que alimentan de energía el complejo.

Mientras el grupo de la derecha parece haber dado con la clave para bloquear la salida de los soldados azules al patio del complejo —se han situado tras una leve colina cuya curva interna les proporciona un excelente refugio contra las armas enemigas, desde donde lanzan artefactos explosivos, que de momento repelen la salida masiva de los zarcos soldados— el grupo del centro avanza cada vez más, situándose cada vez más próximo a las compuertas del complejo, por donde salen abruptamente las hordas que ferozmente combatís.

De repente una explosión se produce justo en el centro de las compuertas del complejo, causando numerosísimas bajas enemigas, no obstante no se trata de una buena noticia, o al menos no de las mejores, ya que ahora el perímetro que habéis de atacar es mucho mayor de lo que era anteriormente. Esa explosión puede haber complicado las cosas, y de qué manera…



Inmediatamente después de la explosión, se produce un repunte en el éxodo de los soldados del complejo, haciendo imposible la misión del grupo de la derecha sin apoyo alguno, ya que ahora pueden rodear la colina que les servía de amparo. El grupo central debe escindirse de nuevo y secundar la labor de un grupo que pronto quedará reducido a cenizas si no se le presta apoyo táctico. Mientras tanto, un mensaje difundido a través de los cascos que portáis todos los soldados de la ahora estrellada nave espacial os insta a secundar al grupo de la izquierda, ya que la toma de los generadores es inminente; una vez tomada y reducida el área que abastece de energía la planta, los soldados azules caerán como moscas ferozmente pulverizadas con un eficaz producto antiinsectos.

Deberás tomar una nueva decisión y optar por seguir las órdenes que se os han dado, dejando morir con casi toda seguridad a un nutrido grupo de un centenar de hombres, o bien acudir a una llamada de socorro que no se ha producido, pero no por eso innecesaria, arriesgando tal vez, quién sabe, una vez más tu rango y posición. Puedes también optar por supuesto por permanecer en tu sitio y hacer la guerra por tu cuenta. Escoge sabiamente y podremos volver a vernos al otro lado…

ESCENA DÉCIMO SEGUNDA

Tienes la extraña sensación de llevar unos cien días a bordo del transporte aéreo y la verdad es que te apetece un poco de acción, empiezas a estar hasta los cojones de la nave espacial. Decides pues echar mano del arma que te ofrecen los soldados, pareces satisfecho al reconocer en ellos una especie de respeto hacia tu persona y, si has de entrar de nuevo en combate, te gustaría tenerlos a tu lado, parecen buenos soldados.

—Señores —te diriges a ellos, tratando de que tu voz no denote el miedo que aún te posee—, han dicho que saben lo que me han hecho…

—¡Ahora no, Teniente Fannin! —Uno de ellos te interrumpe, mientras el otro te coge suave pero firmemente del brazo derecho— Dejemos las explicaciones para más tarde, quizá para cuando hayamos muerto, ¿quiere señor?

—Bien, caballeros —ahora tu voz es dura y no hay en ella atisbo de miedo o dudas, y casi puedes sentir como atruena en sus corazones—, si hemos de partir caras y patear culos, ¿qué les parece si me enseñan cómo demonios abrir fuego con este juguete?

—Deben de haber inhibido sus ondas omega, es casi seguro —responde el soldado que te ha estado agarrando por el brazo, mirando al otro y buscando un gesto que ratifique su hipótesis—, es lo que siempre hacen con los que intentan poner de su lado.

—Teniente, el arma está en modo automático y funciona con sus pensamientos, pero por lo visto al intentar convertirlo, han dejado esa parte de su cerebro dañada —comenta el soldado que pareció haber mantenido contigo una relación más personal—, pero no se preocupe, esta palanquita sirve para ponerla en modo manual.

Al parecer, no habías prestado la suficiente atención al arma, y según parece, su forma es sensible a la luz. Demonios, no te coge en la cabeza, pero así es, según su orientación puedes ver o no una serie de botones, palanquitas e incluso un saliente que identificas, ahora si, con un gatillo.

Ahora mismo estás accediendo a unas rampas por las cuales ya cientos de hombres descienden en cuerdas hacia el complejo del que te has escapado. Al contrario de lo que pueda parecer, no sientes una sensación de angustia por volver al sitio en dónde has comenzado tu aventura, es más, una especie de apetito por la venganza comienza a invadirte. Dejas que fluya, pues en lo profundo de tu ser sabes que la rabia es un gran combustible para el coraje.

Al vuelo alcanzas a recoger un casco que otro soldado te ha lanzado, antes de que te puedas colocar el arnés que ha de mantenerte junto a la cuerda durante el descenso. Echas un vistazo por una de las compuertas de la nave y ves que los combates son ya encarnizados en el complejo. No hay tiempo que perder, aún así, tienes tiempo para una nueva pregunta:

—Hay una especie de placa, una tarjeta que…

—Ya no está a bordo de la nave —te informa uno de los soldados—, ha sido enviada a la base de operaciones, en alfa-centauro. Ahora sólo debe importarnos la supervivencia.

Asientes con un golpe de tu cabeza y comienzas el descenso en medio de los dos soldados que al parecer se han convertido en tu pequeño escuadrón. Al llegar abajo todo se habrá acabado en unos pocos segundos o quizás tarde horas en librarse una cruda batalla, pero afrontas el reto con ánimo renovado, con una sensación que no habías tenido hasta ahora.

Mientras desciendes echas un vistazo al complejo y puedes ver que los hombres de la nave —ataviados todos con un inmaculado traje blanco— no tienen todavía el control del complejo, aunque el descenso de los hombres es seguro ya que los soldados azules del complejo aún no han ocupado ni una cuarta parte del mismo, y su posición sólo les permite abrir fuego hacia objetivos terrestres. Eso hace que vuestro descenso sea suave.

La batalla está a punto de comenzar. Las atronadoras alarmas del complejo rugen en tu oído interno, mientras la adrenalina fluye sin barreras por tu sistema nervioso.

Llegas al suelo y ansioso por probar tu arma abres fuego contra la multitud de soldados azules. Al principio te cuesta mantener el haz de luz de tu arma contra los objetivos, pero poco a poco vas cogiendo el tranquillo al asunto; no parece que vayas a tener mayores problemas para freír unos cientos de pequeños hijos de puta azules.


De un rápido vistazo puedes ver cuál es la estrategia de los soldados de la nave: mientras dos gruesos grupos de ellos inician las maniobras de escisión del grupo principal hacia los costados del complejo, un grupo más numeroso intenta retener el avance de los soldados del complejo; es una pequeña variante del clásico movimiento de pinza, piensas, mientras te alegras de recordar ciertas cosas que tal vez te puedan ayudar a salir victorioso de este sarao.

Rápidamente te explican que el grupo de tu derecha se dirige principalmente a retener la salida de los soldados del complejo, tratando de que el menor número posible de ellos salga a enfrentar a vuestras tropas. El segundo grupo, el de la izquierda, tiene como objetivo los generadores de energía, y su conquista pondría la balanza muy a vuestro favor. El grupo más numeroso, el del medio, simplemente tratará de resistir la embestida cada vez mayor de los zarcos soldados. Tendrás que escoger un grupo de soldados.

ESCENA DÉCIMO PRIMERA

Ataviado con tus dos bidones de sabroso, refrescante y energético líquido —que por cierto nunca llegarás a probar— te diriges a lo largo de lo que tu cabeza llama el pasillo norte, en dirección al cuarto en dónde te has incorporado. Sin duda en esa habitación podrás encontrar algo que sirva a tus propósitos —esperas poder encontrar alguna junta mal sellada, un panel de mandos al aire libre o algo que pueda provocar un cortocircuito una vez viertas sobre ello un poco del líquido que pesadamente transportas.

Flanqueas la puerta sin la menor oposición, ya que reconoce tu presencia y te permite el paso. Entras y de un rápido vistazo reconoces la cama sobre la que te encontrabas recostado, y más allá de una especie de biombo intuyes una mesa repleta de maquinaria ligera que sin duda está conectada a una red de alimentación que muy pronto se verá cortocircuitada. Avanzas con la intención de explorar esa zona de la estancia, cuya visión ahora te es impedida por la posición del biombo.

Casi extasiado puedes comprobar que al menos una veintena de aparatos están conectados a lo que supones es la red eléctrica interna propia de la nave. Buscas algo con lo que puedas practicar un agujero en uno de los bidones —el simple tapón desenroscado haría que el líquido vertido se derramara en un santiamén, imposibilitando el efecto ‘simultaneidad’ que pretendes dar en tu golpe— y crees haberlo encontrado cuando te haces con una especie de destornillador con el que poder practicar tu ansiado agujerito.

Una vez más repasas mentalmente tu plan: Perforarás ligeramente uno de los bidones que ahora descansan al pie de la cama, dejarás que gotee lentamente pero a buen ritmo  —no sabes el tiempo que necesitas ni el que puedes agotar antes de que eventualmente alguien te encuentre—, y cuando creas haber dejado correr suficiente líquido debajo de la mesa-parrilla que tienes ante ti, echarás el resto de la carne en el asador, dejando que el otro bidón fluya libremente sobre todo el panel de mandos de la sala de monitoreo que hay al otro lado del pasillo. Esperarás agachado en el cuarto en dónde has encontrado los bidones. Esperas por todos los dioses que nadie decida tomarse un descansito y regalarse un refrigerio en pleno incendio. No lo esperas, se lo imploras a la creación, ya que es posiblemente tu única esperanza…


Practicas una leve incisión en un bidón, recostándolo de forma que pueda gotear más de la mitad de su contenido antes de perder el equilibrio. Coges el otro con una mano y decides llevarte el ‘destornillador’ contigo, ya que es posible que lo vayas a necesitar. Sales al pasillo y te diriges a la sala de monitoreo, tras comprobar que nadie merodea por los alrededores. Entras a la sala en cuestión y compruebas que la discusión ha tomado ya un cáliz más tranquilo y que tal vez hayas llegado en el momento oportuno, tanto si han decidido ajusticiarte como si no, la calma no te favorece en absoluto.

Esperas un interminable minuto más, tras el cual salta la primera alarma de incendio. Al parecer el temporizador que has diseñado ha funcionado como un reloj. Sin perder tiempo y a la velocidad del rayo, abres el bidón que tienes contigo y lo viertes sobre todo el panel de mandos de la sala, provocando inmediatamente un cortocircuito que provoca de nuevo una nueva serie de chispazos y un diminuto incendio debajo de una de las placas de metal de la mesa principal.

No pretendes hacerte amigo del incendio ni avivarlo, debes alcanzar cuanto antes la segura posición del cuarto-cantina, todo tu plan se vendrá abajo si te descubren y no tienes ni la menor oportunidad de acceder a la sala de reprogramado neuronal. Como alma que lleva el diablo corres a través del pasillo y te acercas cada vez más a la puerta que ha de abrirse ante tus narices, en cuanto estés lo suficientemente cerca. No aminoras la marcha al llegar a la puerta colisionas de bruces con ella, haciéndote añicos la nariz.

Sin tiempo para quejarte comprendes amargamente que tal vez el sistema de seguridad de la nave haya bloqueado el sistema de apertura automática de las puertas, impidiendo la propagación del incendio a lo largo de la nave. Maldices todo lo que se te pasa por la cabeza, ahora si que estás perdido. En buen embrollo te has metido, has llamado al lobo a tu guarida, has quedado con él y le has preparado unas pastas, que sabiamente rechazará para poder hartarse bien comiéndote las tripas y tu precioso culo de gilipollas.

No puedes quedarte como un tonto a las puertas de ningún sitio, debes buscar cuanto antes un lugar en el que refugiarte. Piensas que lo más probable es que ambos cuartos con sendos incendios provocados por ti estén sellados a cal y canto, puede que el sistema informático sea una mierda —en el peor de los casos, no te engañes— pero crees que hasta un ciego podría ver ese movimiento. Echas a correr en sentido contrario, esperando que nadie se tope contigo, sobre todo alguien que te pueda freír las pelotas.

Sin tiempo a poder asimilarlo, te encuentras de frente con unos cuantos soldados ataviados con sus trajes de guerra y sendas armas exactamente iguales a la que habías sujetado —nunca has podido saber cómo cojones abrir fuego con uno de esos juguetes— en el bosque, y uno de ellos parece haberte reconocido y se dirige corriendo hacia ti.

—¡Teniente, me alegro de verle! —grita el soldado—, ¡no tenemos tiempo que perder, coja un arma!

Otro soldado que también parece haberte reconocido secunda al primero:

—¡Richard, por el amor de dios, la nave no responde! —vocifera mientras te cede su arma—, ¡estamos girando rumbo a su cuartel general!

—Teniente, por todos los dioses, ¡¡reaccione!! —grita de nuevo el primer soldado. Una explosión se oye al sur de la nave, o te has pasado con el fuego o alguien os está atacando—. No puede quedarse ahí parado, la Afiliación lo necesita. El mundo entero lo necesita, por el amor de dios, Mike, ¿quieres decirle algo?

—Richard, sabemos lo que te han hecho y entendemos que te puedas sentir confuso, pero ahora es el momento de luchar. Quizás todo lo demás no tenga sentido ya…

Una vez más te ves en la conjetura de decidir tu siguiente paso. No os daré opciones concretas, sino que os pediré que me indiquéis vagamente y sin lujo de detalles que os apetece que haga vuestro personaje. Podrá seguir a los soldados que tiene en frente, podrá dejarlos atrás y seguir buscando una entrada a la cámara de reprogramado neuronal, o tal vez tú hayas pensado que a lo mejor pueda…

ESCENA DÉCIMA

La sala de reprogramado neuronal es clave en todo este embrollo, estás convencid@ de ello, pero debes lograr acceder a ella sin perder la ventaja que tienes actualmente; ahora mismo nadie sabe dónde estás. Te parece muy bien, hasta ahora no te ha resultado grata la compañía.

Decides que la mejor forma de hacer saltar las alarmas es declarando un incendio, no uno de proporciones bíblicas, no se trata de morir por morir, pero una buena barbacoa será algo que te pueda venir muy bien; además, pocas cosas podrían resultar más desconcertantes que un incendio a bordo de una nave –ya sea espacial o no, eso no te incumbe. Por lo que a ti respecta pasarás a bordo el tiempo justo y necesario.

Se te ocurren varias formas de provocar un incendio, e incluso dentro del recinto cerrado y estanco que supones que es la nave, crees que sobrecargando el sistema energético del que se alimenta es más que probable que alguna chispa haga su trabajo para que puedas disfrutar de un precioso fuego calentito donde poner el culo de algún que otro hijo de puta dispuesto a incordiar en tu maniobra de distracción.

Sin embargo no es probable que tengas ni el tiempo suficiente ni la paciencia para poder dedicarte a buscar la mejor forma de sobrecargar un sistema del que por cierto nada sabes. Lo mejor será utilizar el viejo truco de boy scout consistente el echar algún tipo de líquido sobre algún panel de mandos desprotegido o alguna junta eléctrica mal sellada. El propio centro de mandos que habías visto anteriormente servirá.

Necesitarás encontrar agua –el más común y mortal de los líquidos, en sentido mitológico, por supuesto– y algún lugar donde verterla a tu gusto, a ser posible sobre algún entramado de cables desprotegido. Lo primero es lo primero, necesitas un contenedor para el agua, podrías usar tu propia orina, pero en este momento estás seguro de no poder echar ni gota.

Caminas un poco más a lo largo del pasillo hasta que te encuentras con otra puerta que se abre de forma automática, al detectar tu presencia. Se trata de una especie de comedor, es posible que hayas tenido suerte y te felicitas, con un poco de ayuda divina tal vez puedas llevar a cabo tu barbacoa, y quien sabe, quizás incluso puedas recuperar la tarjeta al fin y al cabo.


Entretenido en tu particular versión del cuento de la lechera buscas un recipiente que pueda servir a tus propósitos. ‘E voilà’, das con una jarra que sin duda es usada para refrescar los sedientos gaznates de los blancos soldaditos que te quieren cortar la cabeza; es normal, piensas, el instinto homicida deshidrata el cuerpo.

Sin tener que buscar mucho más encuentras abundante líquido en el interior de un nacarado armario empotrado en uno de los laterales de la estancia. Hay varios bidones de lo que supones es algún tipo de bebida energética, no sabes por qué pero lo sabes. Decides abrir uno de los bidones nuevos que ahora están frente a tu nariz –hay otros abiertos, pero no te dan la confianza suficiente; como si el veneno fresco no fuera a matarte o a hacerte daño…

Una nueva idea se te ocurre: decides dejar a un lado la jarra –que además es de un plástico poco rígido y ni siquiera podría servirte como arma– y llevarte dos bidones, uno en cada brazo, y usarlos como temporizadores. Practicarás un pequeño agujero en el primero y lo dejarás justo encima de un lugar que pueda servir a tus propósitos, tal como una junta mal sellada en alguna esquina de la nave. Dejarás que gotee de forma suficientemente lenta como para que te de tiempo de practicar otro agujero en el otro bidón y echarlo encima de los mandos de la habitación en dónde has sido testigo del debate del siglo: vida y muerte de un pobre teniente amnésico. Conmovedor.

Piensas que tu plan es perfecto, ¿por qué no habría de serlo? No sólo conseguirás –eso esperas al menos– provocar un incendio, sino dos, creando la sensación real de accidente a bordo de la nave, ya que no podrías estar a la vez en varios lugares de la misma. De repente se te ocurre que tal vez pudieras, y lo que es peor, que tal vez pueda hacerlo toda la tripulación. Desechas de inmediato tal idea, no por imposible ni absurda, sino porque no te apetece jugar un partido en el que sabes cuál será el resultado hagas lo que hagas. Te consuelas a ti mism@ diciéndote que lo que tenga que suceder, sucederá.

Ahí vamos…!

No os pediré en esta ocasión ni que decidáis ni que me deis un punto de partida con el que poder continuar la historia. Creo que hemos estado algún tiempo desconectados y estoy seguro de que todos necesitamos volver a engancharnos. Espero poder atraparos una vez más, sin vosotros no tiene sentido continuar, pero debemos estar enganchados. Espero por supuesto que aquellos de vosotros que sintáis el gusanillo del próximo paso dentro de vuestras cabezas, lo compartáis con todos nosotros, pues tal es la esencia de todo este ejercicio. Gracias a todos y a todas una vez más. Un fuerte abrazo.