miércoles, 26 de octubre de 2011

SOMBRAS DEL PASADO


Faltaba muy poco para el amanecer y nadie transitaba todavía por las mojadas calles de Boston. Entró por la puerta de atrás y se quitó el abrigo, unos dos kilos más pesado que cuando se lo había puesto por la mañana; dobló y guardó una capucha de poliester y sus viejos guantes de cuero, lavó concienzudamente el sanguinolento cuchillo, y se fue directamente a la cama. Durmió unas dos horas y a las nueve y media fue despertado por la sirvienta, que como cada sábado se había ido a pasar la noche con su novio, en el East End. Robert Brammer se tomó dos huevos duros para desayunar, un par de tostadas de mermelada de arándanos y una buena taza de café.


Dió la mañana libre a Susan y se lió un apestoso cigarrillo que se fumó mientras bajaba hacia el centro, por la bulliciosa calle Gloucester. Hacía muchos años que odiaba esa marca de tabaco en concreto, pero le sentaba bien después de haber comido los indigestos huevos que Susan le preparaba a diario; la fuerza de la costumbre había aportado también su granito de arena, así que continuaba fumando el asqueroso tabaco. Las conversaciones de la multitud parecían mucho más atropelladas y exaltadas que de costumbre, y salvo unas cuantas palabras sueltas, por lo general carentes de sentido y con cierto tono de amargura, no pudo entender absolutamente nada. Por fin llegó al 123 de Flak Street.

En la puerta le estaba esperando Seamus, el viejo pastor belga. Dejó que el cánido le acompañase por las escaleras, y antes de que Robert se dispusiera a tocar el timbre, una voz al otro lado de las escaleras atrajo su atención. Mary estaba preparando la tierra para plantar unos bulbos que le habían traído desde el viejo continente. Ella decía continuamente que no echaba de menos Inglaterra, pero Robert era mucho más observador de lo que Ewan pudiera serlo nunca, y los tristes ojos de la mujer contaban una historia diferente.

Fue hacia ella y se saludaron cordialmente, con menos efusividad que en otras ocasiones. Su aventura se había terminado hacía mucho, mucho tiempo. Entraron juntos en la casa y Mary, tras dejar sus herramientas en una pequeña estancia justo al lado del recibidor, se lavó las manos mientras informaba a su marido de la llegada de Robert. Los tres habían sido siempre muy buenos amigos, e incluso después de la muerte de Irene, los lazos que los unían se habían mantenido firmes y en su sitio. Era su amistad sincera y deliciosamente afectuosa.

Después del almuerzo Ewan y Robert se quedaron a solas mientras Mary preparaba el café. Eran ingleses pero se habían adaptado al café con gran rapidez y entusiasmo. Ewan aprovechó la ausencia de la mujer para poner al corriente a Robert del suceso de la noche anterior, que esa mañana parecía ser la comidilla de todo el mundo, con la excepción de Robert y tal vez algún que otro despistado de la vida social de Boston. Ewan le contó que esa mañana temprano, poco después del amanecer, una chica había sido encontrada muerta, degollada por dos finos tajos hechos posiblemente con un afilado cuchillo. Habían extraído el riñón derecho de la víctima y desparramado sus intestinos por todo el callejón en dónde Julia Writer había encontrado su atroz final.

Cuando Mary entró con la bandeja de las pastas y el café, advirtió de inmediato el cambio que se había perfilado en el rostro de Robert. Ewan se lo había contado, y a juzgar por la pálida expresión de su cara, no se había ahorrado ni el menor de los detalles. Estaba furiosa, y no porque su marido hubiese incumplido su palabra —lamentablemente, en los últimos tiempos, lo hacía con quizás demasiada frecuencia—, sino por lo trastornado que se veía Robert. 

Durante la investigación de la muerte de Annie Chapman y las otras cuatro prostitutas, Robert se había visto acosado por la prensa y salpicado por la investigación policial. Durante varios años tuvo que sufrir en el domicilio familiar las idas y venidas de infinidad de agentes de la ley, provocando el lamentable estado mental de su madre, que finalmente había muerto, aquejada de una terrible fiebre. Una vez absuelto y libre de toda sospecha, cedió a la presión de su padre y se instaló en la hacienda que su viejo tío Milius tenía en Boston, recibiendo para ello parte de su herencia por adelantado.



Varios años más tarde el destino depararía a Robert el grato reencuentro con sus viejos amigos, que acompañados de Irene y Peter Norton, se habían unido a él en el Nuevo Mundo. Peter encontraría una prematura muerte a manos de Irene y, aunque nunca se había podido demostrar nada, Robert siempre supo que ella se había librado de Peter para poder estar con él, tal y como sugería el hecho de haberse casado de nuevo sólo unos pocos meses después de haber enviudado. Hoy el viudo era él y los viejos fantasmas de la persecución policial, la prensa y las habladurías volvían de nuevo a su vida, y la larga sombra de Jack se cernía sobre su apesadumbrado ánimo.

Dos nuevos asesinatos fueron perpetrados en Boston en el escaso periodo de un mes, con las mismas características que el que había acabado con la vida de la joven Julia Writer, y por supuesto, de igual forma que se habían cometido los asesinatos de la calle Whitechapel, en Londres. De nuevo la gente hablaba a espaldas de Robert. Todos conocían el carácter afable del inmigrante inglés y pocos eran los que no disfrutaban con su grata compañía, aunque una mayoría ignoraba cómo se ganaba la vida, ya que, a pesar de haber disfrutado años de la generosa parte de la herencia de su tío Milius, muchos creían que ésta se había consumido ya. Niños y mayores eran tratados de forma exquisita por Robert, que ahora veía como el recelo y la desconfianza se instalaban una vez más en sus vecinos y conocidos.

La investigación oficial no dio frutos y Robert nunca fue formalmente acusado por los asesinatos, pero una investigación paralela, llevada a cabo por el sargento David Jones, a raíz de unas declaraciones de Susan Fincher, arrojó algo de luz sobre el caso del destripador de Boston, sobrenombre por el cual empezaba a conocerse al responsable de las muertes de las jóvenes. Al parecer, en una ocasión, Susan se había peleado con su novio un sábado por la tarde. Un problema de celos, felizmente resuelto, según palabras de la sirvienta. El caso es que esa noche la muchacha se había quedado a dormir en la hacienda de Robert Brammer —siendo éste ajeno a los planes de Susan—, relatando al sargento Jones cómo su patrón había vuelto a casa poco antes del amanecer, entrando por la puerta trasera de la finca, con lo que le pareció un cuchillo en una mano y una especie de capucha en la otra.

No tardó en esclarecerse que Robert Brammer era el verdugo de una institución penitenciaria de Weymouth, una localidad costera próxima a Boston. Brammer dijo haber necesitado el cuchillo para quitar la vida de un moribundo perro atropellado por su carruaje, y al parecer satisfizo la curiosidad del sargento Jones, que le pidió disculpas con quizás demasiad efusividad, al tiempo que agradecía la colaboración cuidadana de la señorita Fincher. Robert acogió con bondad las disculpas del sargento y se mostró comprensivo con la actitud de Susan.

Lo que nunca llegó a saber la opinión pública, ni pudo esclarecer investigación alguna, fue que la misma enfermedad que había acabado con la madre de Robert Brammer, galopaba ahora sin riendas por la sique de su hijo. La esquizofrenia que Robert sufría había sido el silencioso cómplice que había tomado el mando de su voluntad, y sería la misma que esa preciosa noche de octubre acabaría con la vida de Susan Fincher, tras haberle seccionado el cuello, degollándola con dos finos tajos.