martes, 28 de agosto de 2012

EL CASO DE LA ROPA DE NIÑA

Inspirado en "Ropa de Niña", de Arturo Pérez-Reverte, 
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/aEZBjGjO



Todos teníamos una copia de la ya famosa fotografía, que formaba parte del nutrido y macabro dossier del caso. Varios de mis compañeros y yo mismo creíamos que se habían producido demasiadas desapariciones como para considerarlo un solo y único caso, aunque ese era el deseo del capitán Fernández, así que desde un principio todos lo tratamos como El Caso de la Ropa de Niña. Como decía, todos teníamos una copia de la última instantánea, la que había cobrado cierta relevancia en los medios, gracias al bombo y difusión que se le habían dado en las prósperas redes sociales, y ya eran siete las fotografías tomadas a sendas vetustas señoras y a sus maletas caídas en desuso. Lo cierto es que nunca se trataba de la misma maleta, aunque la señora parecía ser indiscutiblemente la misma en todos los retratos. Esto lo había estado ignorando la opinión pública desde el principio de la investigación, que se remontaba a mayo del 2007, cuando había desaparecido esa pequeña de ojos manchados.

La gente ignora lo mucho que las autoridades violan su intimidad al exponerse pública e inconscientemente en las redes sociales, mientras cuelga fotos suyas y de sus amigos tomando el sol en cualquier destino de playa, cual lagartijas panzas arriba, o cuando exhibe a los más beodos de la pandilla al público escarnio de las malas lenguas, tras haber contemplado la enésima cogorza del borracho de turno o la no menos vergonzosa pose de la fulana enseña-bragas. Y es gracias a esta ignorancia que la policía puede dar con pistas que de otra forma se perderían para siempre en incontables carretes de fotos, tarjetas de memoria y otros dispositivos afines. Hoy en día todos nosotros llevamos dentro un periodista dentro, capaz de hacer la mejor de las fotografías mucho antes de que se personen en el escenario del crimen los medios acreditados. ¿Saben cuántas nuevas especies se descubren cada año gracias a las fotografías colgadas en las redes sociales? Sólo les diré que muchas menos que pistas nos proporcionan la misma cantidad de fotografías.

La rápida difusión que se había dado a esta nueva fotografía nos había permitido por fin situar a nuestro objetivo en una zona concreta, dentro de unos márgenes temporales que hasta entonces sólo habíamos conocido en las más optimistas predicciones. El grueso del grupo se desplazó a Gijón por carretera, no era plan espantar a la perdiz haciendo gala de todo el poderío aéreo del que disponíamos. Además, parte de la delegación se quedaría en León, mientras que otros dos grupos se dirigirían al este hacia Santander y al oeste hacia Ribadeo, desde dónde se acercarían paulatinamente el uno al otro, en busca de nuestro trofeo. Yo viajaba en el grupo más numeroso, el que se dirigía directamente a Gijón. Allí nos instalamos en un céntrico hotel, en dónde recibimos la autorización —¿necesito aclarar que no se trataba de una autorización oficial?— de intervenir todos y cada uno de los dispositivos conectados a internet en un radio de veinte kilómetros.

Dedicamos las pocas horas que quedaban del día a patrullar las calles de Gijón, discretamente ataviados con un sencillo uniforme consistente en un pantalón chino color café con leche y una camisa blanca de manga corta. Cada uno calzaba a su antojo; yo había optado por unas cómodas sandalias que no me impedirían correr si fuese necesario. Por la noche encargamos ingentes cantidades de comida y café al servicio de habitaciones y estuvimos estudiando minuciosamente una por una todas las fotografías que habíamos recopilado por el día, con la ayuda de nuestras antenas instaladas en el interior de las camionetas que se habían paseado por Ribadeo, León, Santander y algunas otras localidades vecinas, incluyendo por supuesto a Gijón. El escrutinio de las imágenes no arrojó nada nuevo a nuestra investigación, salvo un par de delitos menores perpetrados durante la toma de las fotografías, que no serán reflejados aquí.
Fue el segundo día el que nos puso de nuevo tras la pista de la sospechosa número uno en el Caso de La Ropa de Niña. Uno de nuestros agentes apostados en Ribadeo había salido a dar un paseo matutino, muy de mañana, tal y como tenía por costumbre. Tras abandonar el Hotel Eo, en dónde se estaba alojando con otros cuatro agentes, tomó dirección al centro de la villa, encontrándose en la Plaza de España. Allí aminoró la marcha y contempló fascinado la decrépita torre que en otros tiempos había sido orgullo y divisa de la ciudad. Se recreó durante un breve instante, recordando los muchos veranos que había pasado en el vecino Ayuntamiento de Barreiros, aunque conocía bien la villa Ribadense. Continuó su paseo hacia la calle de San Roque, a la que llegó después de atravesar una de sus favoritas rúas, como las llaman en Galicia, aunque desconocía su nombre. Sólo recordaba los puestos de los hippies y un bar llamado La Lira, en dónde gustaba de saborear la siempre bien tirada caña y sus excelentes tapas, extraordinariamente generosas y elaboradas.
Cruzó distraídamente San Roque, mientras se dejaba llevar por el sueño de poseer algún día un inmueble en dicha calle. De forma reflexiva torció a la izquierda, a la altura de una vieja capilla y continuó por una corta y concurrida calle, en dónde se apiñaban ya numerosas y destartaladas furgonetas repletas de mercancías que sus dueños esperaban no tener que empaquetar de nuevo al final del día. Lentamente fue esquivando uno tras otro los puestos de los vendedores, la mayoría aún en proceso de ensamblaje, mientras mostraba la mejor de sus sonrisas, esa que nos habían enseñado en la academia. Tras unos pocos pasos más la encontró. Casi tropieza con ella y al principio quiso esgrimir de nuevo su corporativa sonrisa y pareció intentar esbozar una sincera disculpa, pero siguió adelante, de forma automática. Echó la mirada atrás en una sólo ocasión, en la que se aseguró de reconocer a la anciana que casi un centenar de agentes perseguía, ataviada con las mismas ropas que tanto habían sido estudiadas en los últimos dos días. No había duda, era ella.

Sus compañeros atravesaron el pueblo en tiempo record y se reunieron con él, lo que no les llevó más de cinco minutos. Al fin tomaron posiciones alrededor de la anciana, que seguía sentada junto a su maleta cerrada, aunque decidieron solamente custodiarla, impedir que se pudiera marchar. Al fin y al cabo no iría a ninguna parte sin que ellos se lo permitiesen. Dieron aviso al grupo de Gijón, que esta vez sí, hizo alarde de toda su fuerza y señorío y se desplazó al lugar en helicóptero en menos de veinte minutos. El aparato bien podría haber aterrizado en un campo de fútbol cercano pero el agente al mando entendió que no había tiempo que perder —ciento y pico metros separaban al campo de fútbol del mercadillo— y dio orden de tomar tierra en la finca contigua, levantando una incómoda y confusa nube de polvo que hubo de desintegrarse al mismo tiempo que veinte agentes más hacían acto de presencia en la pequeña calle, entre ellos el capitán Fernández.

Yo me acerqué a la anciana por su izquierda, formando parte del grupo de agentes que habían entrado en la pequeña calle del mercadillo a través de la calle San Roque. El capitán en cambio había penetrado en la estrecha y corta rúa a través de la calle principal del pueblo, por la misma por la que habían acudido los agentes que media hora antes dormían placenteramente en el Hotel Eo. Desde mi posición pude ver la cara del capitán, que reflejaba mayúscula sorpresa al comprobar que la anciana que era centro de todas las miradas no era la misma que habíamos estado buscando. El capitán Fernández buscó los ojos del agente que había dado aviso, pidiendo explicaciones. El agente juró repetidas veces que se trataba de la mujer que perseguían, pero que no era la que ahora mismo los miraba distraída y algo divertida. La anciana llamó a su lado al capitán, que se arrodilló frente a ella, “Ha dejado esto para usted”, dijo mientras abría la maleta. “Ha dicho que no se preocupe, que pronto tendrá noticias suyas”. El capitán echó un vistazo dentro. La maleta no contenía ropa de niña. Si había en cambio ropas de vieja, una peluca gris y una horrible y arrugada careta.