jueves, 29 de noviembre de 2012

EL REGRESO

Inspirado en "Sobre lugares y libros", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/VCNE6khX

El vuelo 673 acumulaba ya dos horas de retraso y tenía toda la pinta de querer acumular unas cuantas más. Por enésima vez se repantingó en su incómodo asiento, y de nuevo echó una furtiva mirada, cargada de lascivia, a las tremendas piernas de la rubia de enfrente. La chica tendría veintipocos años, más cerca de los veinte que de los treinta, y correspondía a sus sigilosas miradas abriendo y cerrando muy lentamente sus sabrosos y húmedos labios, pintados de un rojo que la mayoría de los hombres consideraría coto privado de las prostitutas y que, sin embargo, la chica portaba con la misma naturalidad que mienten los políticos. Más allá de la puerta de embarque los empleados de la compañía aérea se relajaban fumando un cigarrillo tras otro. Cerró los ojos y se zambulló en sus pensamientos.

El año en que Belice obtenía su independencia del Reino Unido,  Milton Greene estrenaba su mayoría de edad y lo celebraba abandonando el pequeño país caribeño en busca de su propia fortuna. Su primer destino había sido una ruinosa ciudad de Carolina del Norte, en donde comenzó sus estudios de interpretación, que finalmente abandonaría poco tiempo después. A sus veintiún años vería publicada su ópera prima, inspirada en una inquietante historia que su abuelo materno acostumbraba a contarle durante las interminables noches de la temporada de huracanes. La intriga databa de los tiempos en que ingleses y españoles se peleaban a brazo partido por el oro del antiguo Imperio Maya. Los corsarios ingleses acosaban con sus cañones a los honrados españoles, que muy diligentemente saqueaban el oro local. Durante un terrible asedio inglés, una muy importante personalidad española vio truncados sus días en la pequeña población costera y el destacamento español destinado en la bahía de Honduras construyó un suntuoso sepulcro unas pocas millas tierra adentro para honrar la memoria de tan principal persona.

El sepulcro fue finalmente edificado muchos meses después, y del cadáver de la muy importante personalidad sólo quedaron sus huesos y ropas, que al fin pudieron recibir sepultura. Algunos años después, durante el dominio inglés de la zona, una comitiva de su graciosa majestad celebró exequias en memoria de uno de sus más respetados dirigentes. Se quebrantó el sello del panteón y el sarcófago del anciano español fue hallado abierto, con todos sus huesos esparcidos por el suelo de la sepultura. A todos los presentes extrañó que la tapa del ataúd, de piedra maciza, estuviera desplazada de su posición ordinaria.

El transcurso de los siglos ha visto cómo hasta en cuatro ocasiones más ha sido quebrantado el sello de la cámara mortuoria, y cómo en cada una de ellas todos los ataúdes han resultado abiertos, con las pesadas losas de piedra desplazadas de su original posición. Asimismo, los restos de cada féretro yacían indefectiblemente al pie de los ataúdes. Cientos de años después del primer enterramiento, un descendiente directo de aquel lord británico adquiere la propiedad del viejo mausoleo, gracias a las ventas millonarias que producen sus numerosas novelas.

Al abrir de nuevo los ojos se encuentra otra vez a la chica mirándolo, de hito en hito. Le sostiene la mirada durante un breve lapso de tiempo y finalmente decide dedicarle una sonrisa. Ella le corresponde con un precioso gesto, invitándolo a sentarse a su lado, pero antes de que pueda sentarse a su lado la megafonía del aeropuerto anuncia el embarque de su vuelo. Cordialmente se saludan con una breve inclinación y un ligero atisbo de sonrisa mientras se disponen a unirse a la doble fila de personas que forma delante de la puerta de embarque. Dentro del avión ella lo busca con la mirada y se sienta junto él.

—¿Puedo sentarme? —preguntó ella.

—Por supuesto. Apartó su vieja sudadera del Manchester United.

—Dígame. ¿Se quedará usted unos días en Ciudad de Belice? —Ellen hablaba con un tono cargado de sensualidad y Milton apenas era capaz de apartar los ojos de sus carnosos labios.

—Lamentablemente no —su voz aparentaba trémula, pero parecía estar siendo sincero—. He de coger un pasaje para el interior. Mi destino es Belmopán.

—Ah, ya veo —parecía decepcionada—. Bueno, tal vez en otra ocasión.

Milton no respondió. A duras penas logró despegar sus ojos de los labios de la chica. Se felicitó por ello y echó un último vistazo a la terminal del aeropuerto.

—¿Ya había estado en Belice? —Ellen parecía sostener todo el peso de la conversación.

—En realidad me he criado aquí. He vuelto para enterrar a mi madre.

—¡Oh, pobrecito! Es por eso que estás tan pálido, ¿eh? —su interés parecía real. Su mano pasó rozando el hombro de Milton, dudando si debía dejarla o no sobre su antebrazo. Finalmente la posó durante un breve instante.

—Sí, bueno... Es que no soporto los lugares cerrados.

jueves, 22 de noviembre de 2012

MIS AMIGOS SHAKESPEARE Y CERVANTES

Inspirado en "La tumba olvidada", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/DED3gLZd

Exceptuando a los muchos imbéciles e ignorantes que campan por España y por el mundo entero, si preguntáramos a cualquier persona con un poco de cultura —hablo de cultura de la buena, no de métricas baratas ni de erudición con respecto al personal que conforma el putiferio nacional— acerca de cuál (o cuáles) es la figura más importante de la literatura universal, una inmensa mayoría se tendría que debatir entre Don Miguel de Cervantes Saavedra y Mister William Shakespeare, según el encuestado peque más o menos de ser hijo de las Españas o de la Gran Bretaña. El resto de los encuestados entrarían en la categoría de gilipollas, sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar los 20.000 euros.

A estas alturas de la película a nadie tiene que extrañar que Cervantes y Shakespeare son considerados como los más grandes representantes de la literatura hispánica e inglesa, respectivamente, sino incluso universal. A ambos les tocó vivir durante la misma época y fue tanta la semejanza entre ellos que la muerte inclusive quiso llevarlos a los dos de la mano, dejando apenas un día de descanso entre los dos pasamientos. «El Bardo de Avon» introdujo en sus obras centenares de aforismos que desde entonces han ido abriéndose camino en el inglés, construyendo en buena parte lo que hoy en día llamamos «idioma de Shakespeare». Cervantes, por su parte, cogió la poca mierda que se hablaba y escribía por estos parajes y la convirtió, de la noche a la mañana, en lo que hoy hablamos cientos de millones de personas. Castellano o español. Lo mismo da.

Incluso al final de sus vidas ambos fueron enterrados en sendas iglesias y conventos. William descansa en el presbiterio de la iglesia de la Santísima Trinidad (Holy Trinity Church) de Stratford, mientras que Don Miguel reposa eternamente en el subsuelo del convento de las Trinitarias, en Madrid, en una puta fosa común, eso sí. Y es que las dos gotas de agua son distintas de cojones.

Shakespeare no descansa muy cerca del altar mayor de la iglesia de la Santísima Trinidad  por su cara bonita ni tampoco gracias a su fama o prestigio como dramaturgo (que los tuvo, todo hay que decirlo), sino debido a la más prosaica cifra de 440 libras. Que el lector escéptico eche cuentas acerca de lo que le costaría hoy en día sufragarse un entierro decente consistente en nicho y maceta, lo pase a libras y tenga en cuenta la inflación acumulada de 400 años, para acabar dándose cuenta de que a Shakespeare le costó un ojo de la cara poder enterrarse en tamaña iglesia. Y es que el talento se paga, señores. Y ciertamente Shakespeare se lo merecía, por supuesto.

Ahora bien, Don Miguel no huele en vida nada que pueda asemejarse ni a las migajas de lo que los isabelinos derrochaban con Shakespeare. Ve sin embargo como Felipe II firma una providencia que lo manda apresar, supuestamente por herir en duelo a un tal Antonio Sigura. Decide entonces pasar a Italia, en dónde lee apasionadamente las novelas caballerescas y se imbuye del arte y estilo italianos. A continuación se embarca con rumbo a Lepanto, para hacer frente al taimado turco en la famosa y a la postre inútil batalla. Años más tarde, a su regreso a España es apresado por una flotilla turca, junto con su hermano Rodrigo, permaneciendo cinco años cautivo en Argel.

Trata de escapar hasta en cuatro ocasiones, asumiendo en todas ellas la autoría de los planes de evasión, pagando únicamente él por sus intentos de fuga. Es aquí en donde conoce al ladino Juan Blanco de Paz, que tenía bastante poco de esto último. Los tres primeros intentos de evasión se frustrar o bien porque un moro abandonó a Miguel y a otros compañeros de fuga en el desierto, o bien por la delación de un cómplice traidor. Finalmente, en el cuarto y último intento de escape, Cervantes dispone de la fragata de un comerciante valenciano, lista para evacuar a sesenta cristianos, pero uno de ellos, el taimado y ladino Juan Blanco de Paz, se chiva (no me digáis porque, él también se iba a pirar) y echa por tierra las esperanzas del complutense. Después de este último intento de fuga, Cervantes sería trasladado a Constantinopla de donde la evasión sería imposible. Felizmente en 1580 los padres Trinitarios Antonio de la Bella y Juan Gil liberan a Cervantes, tras haber hecho una pequeña colecta en la zona.

Volvamos al hijoputa de Juan Blanco de Paz. Este dominico español no era trigo limpio en Argel, durante el cautiverio de Cervantes, pero tampoco lo era mucho tiempo atrás. Era descendiente de conversos, que gracias a cuatro duros bien pagados pudieron labrar al buen rapaz un puesto nada desdeñable en la época: comisario de la Inquisición, nada menos. Que nadie se me sobresalte si vuelvo a tildar de hijo de puta al amigo Blanco, y a todos los chulos de putas que han tenido algo que ver con la secular institución del Santo Oficio. Decía que Juan Blanco de Paz acababa de recibir su comisaría del Alto Tribunal, y regresaba de Roma cuando fue cautivo de los moros, en Argel. Cuando Juan Blanco delató los planes de Don Miguel de Cervantes, durante el famoso capítulo de la fragata valenciana, este vil personaje cobró un escudo de oro y una jarra de manteca por haberse hecho el valiente delante de Cervantes. El rescate de este pajarraco costó a las arcas españolas la sustanciosa cifra de mil escudos de oro. Cervantes fue liberado por la mitad, y sólo le costó al erario público 200 escudos de nada. Pasó por Roma el amigo Blanco, dejando otro buen pufo en Italia y, habiéndose presentado en España, le fue concedida una prebenda en la Colegial de Baza, Granada. Siempre han medrado los hijos de puta.

Sigamos con Cervantes y Shakespeare. Cervantes se relamía de las heridas de Lepanto, de las del cautiverio y de las que le había infringido el ladino ese en el alma, y comenzaba así su carrera como escritor y novelista, el primero que desempeñó tan bello oficio en las Españas. Gozó de prestigio entre las buenas gentes que eran capaces de apreciar su ingenio y sagacidad, que lo elevaron a los altares del «Príncipe de los Ingenios», más no tuvo cojones de cobrar como dios manda por su trabajo. Ya hemos dicho —y si no lo decimos ahora, no importa demasiado— que se nos fue Cervantes más pobre que las ratas, lleno de miseria y cobrando cuatro perras por sus geniales obras, todavía inalcanzables y a la altura del mayor de los ingenios de nuestras letras. Tan pobre que ha tenido que ser enterrado de prestado, en una asquerosa fosa común, en donde sus huesos se retuercen en busca de los huesos de ese maldito traidor llamado Juan Blanco de Paz. Hablo por mí.

Y mientras nuestro gran héroe de las letras se iba de este mundo lleno de miseria —los dos, Cervantes y el mundo—, el bardo inglés gozaba cada vez más de los placeres que sus contemporáneos le ofrecían a manos llenas. Incluso llegó a casarse con Anne Hathaway, que como sabe el escéptico lector es «Catwoman» en la celebrada tercera y última parte de la saga del «Caballero Oscuro», intitulada «The Dark Knight Rises». En serio, Shakespeare sabía deleitarse con los gozos y deleites que sus rebosantes arcas le permitían. Entre ellas, el alpiste. Era muy amigo de la bebida el inglés, ¿y quién no?.

Muchos grafólogos atribuyen a Shakespeare la firma «Sakspere» hallada en varios documentos mercantiles y judiciales, que a ojo de buen cubero —no sólo resultaba evidente para los grafólogos— denota un intelecto de nivel académico ciertamente insuficiente. ¿Se han hecho ya la pregunta? ¿Quieren que se la formule yo? Muy bien. Vamos allá. ¿Realmente fue Shakespeare el autor de todas esas obras inmortales? Veamos cómo dar respuesta a este enigma.

Mientras unos dicen que Sir Francis Bacon escribía muchas de las obras que el famoso e inmortal dramaturgo representaba, otros postulan, no sin ciertas interesantes evidencias, que el negro —sirva la expresión— que escribía para Shakespeare no era otro sino que el poeta Christopher Marlowe. Ambas teorías gozan de adeptos hoy en día, pero ambas son ciertamente conspiratorias. Mientras los seguidores de Bacon como autor de las obras postulan un poético trasfondo masónico, los que sustentan la tesis de Marlowe parecen demasiado obsesionados con la conspiración. La respuesta hay que buscarla en otro lugar, en el decimoséptimo conde de Oxford, Edward de Vere.

Edward de Vere, al contrario que Shakespeare, era un reputado poeta y escritor, perfecto para ejercer el papel de dramaturgo en la sombra. El tal conde de Oxford no podía hacer pública la autoría de sus obras o vería como la Reina Isabel I le cancelaría su renta anual de 1.000 libras, en concepto de mantenimiento y representación nobiliaria. Tampoco era el amigo de Vere muy adicto a la fama, si no a las pilinguis y al derroche, hecho que finalmente provocó las represalias de la monarca por su mala gestión del patrimonio. Llegó incluso a ceder ciertos derechos a la compañía Chamberlain, de lo que logró aprovecharse el propio Shakespeare.

Ya ven, es lo de siempre, «unos cardan la lana y otros se llevan la fama». Pero a fin de cuentas da lo mismo que Shakespeare o Marlowe, Bacon o de Vere hayan escrito las obras que han hecho inmortal al más famoso de los bardos. Lo realmente importante aquí es que, mientras los ingleses apreciaban y recompensaban el ingenio y buen hacer de sus súbditos (esto ha sido una constante a lo largo de la historia), los obtusos españoles dejamos pasar sin pena ni gloria (bueno, penas aún tuvo Cervantes que llevarse unas cuantas a la tumba) al mejor de los ingenios de todos los tiempos, escatimándole los cuatro duros que por justicia le hubieran correspondido. Es lo de todos los días, somos y hemos sido el hazmerreír de la Europa civilizada y culta. Si no es por una cosa es por la otra. Eso si, ¿han visto como al vil e infame siempre le damos los cuartos y las nominaciones?

miércoles, 14 de noviembre de 2012

UNA DE SHERLOCK HOLMES

Inspirado en "El tornillo del Graf Spee", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/4xIburU2

—¡Watson! ¡Corra! ¡Venga aquí, pronto!

El buen doctor despegó furibundamente sus ojos de las crónicas de sucesos de «The Times» y trotó a través de la estancia que hacía las veces de salón en las dependencias que compartía con el mejor y más famoso detective de todos los tiempos, Sherlock Holmes. El médico se había licenciado del ejército de su graciosa majestad hacía ya unos cuantos años, y desde entonces se había ido a vivir junto con el excéntrico investigador, colaborando en los gastos de las habitaciones que compartían en el 221B de Baker Street.

Al fin ingresó en la habitación de su amigo. El aspecto de la dependencia era lamentable, como de costumbre. Sherlock Holmes se había encerrado en su cuarto un indeterminado día de la pasada semana, aprovechando el viaje que el doctor Watson había realizado al sur del condado de Kent, con motivo de una visita de cortesía. Desde entonces sólo la señora Hudson se había atrevido a entrar en las habitaciones del detective y, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera se había permitido pasar más allá del quicio de la puerta. Ahora Watson entraba a tropel en el improvisado laboratorio del genio londinense.

—¡Holmes! Dígame, por favor. ¿Qué ha sucedido? —preguntó sin aliento.

—No se alarme, mi buen amigo —Sherlock Holmes estaba de pie sobre una sucia y húmeda alfombra, con gesto triunfal—. Al fin he podido extraer algo de provecho de mi investigación.

John Watson miraba receloso al tenaz alquimista que, ataviado con su habitual batín y acompañado de unas extrañas gafas de cristal, que cubrían una amplia superficie de su cara, le acercaba una silla al tiempo que le tendía cordialmente una mano para que tomase asiento. El tupé del detective permanecía sorprendentemente tieso, como si un resorte lo hubiese dejado en semejante postura. Su apariencia tenía además el mismo aspecto que el pavo asado de las pasadas navidades, que el propio Sherlock Holmes se había empeñado en preparar con la intención de sorprender al buen doctor, que se había limitado a decir «Lo ha conseguido, Holmes. Me ha sorprendido».

—¿Quiere hacerme el favor, doctor? ¿Le importaría probar esto? —Sherlock Holmes colocó delante del médico un plato de postre con alguna suerte de souffle cremoso, poco apetitoso, a juzgar por el aspecto del mismo. Ante la vacilona mirada de Watson, Sherlock Holmes aclaró el motivo de su petición— Verá, Watson. Creo que he inventado una nueva salsa. Deliciosa, como usted podrá comprobar de inmediato.

—Es que... —Watson trató de negarse pero le faltó convicción— Está bien. ¿Usted la ha probado, Holmes? No es que no me fíe, pero...

—¡Oh! Vamos, Watson. No sea usted gallina. Pruébelo sin miedo, sea buen chico.

Por fin se decidió a probar el soufflé, adornado con la misteriosa salsa, que parecía estar compuesta por dos salsas distintas mezcladas, tal y como se podía colegir de los tonos amarillento y verdoso de la misma. El doctor quedó prendado con el resultado y en su rostro se dibujó la misma expresión de satisfacción, perplejidad y orgullo que acostumbraba a mostrar cada vez que su compañero esgrimía sus lógicas y sesudas explicaciones, esclareciendo los múltiples enigmas e incógnitas que componían cada uno de sus casos, que sólo el genio de Sherlock Holmes era capaz de desentrañar.

—¡Bravo, Holmes! Es maravilloso. ¿Cómo lo ha logrado?

—Casi me da vergüenza admitirlo, pero el mérito es todo de la señora Hudson. Fue ella quien, negligentemente, me hizo tropezar mientras recogía parte de la vajilla con la que me ha estado sitiando durante los últimos días —Watson asistía perplejo al discurso de su amigo.

—Al parecer, amigo mío, su torpeza ha provocado que yo mezclase una sal de azufre con un reactivo bastante peligroso. Mi habilidad y destreza, junto con la rapidez de mis movimientos, han evitado un pequeño y engorroso desastre.

—No comprendo, Holmes, qué relación tiene todo eso con el sabrosísimo adobo que acabo de probar —el doctor Watson se había levantado por fin de la mesa. Sherlock Holmes continuó con su disertación.

—El caso es que he expulsado de inmediato a nuestra patrona y ella ha dejado toda la vajilla apilada en esa mesa auxiliar de la que usted acaba de levantarse —el doctor Watson permanecía atento, jugueteando con su bigote—. Como bien sabe, doctor, hoy la señora Hudson ha preparado una excelente «caldeirada» de abadejo, condimentada únicamente con un excelente aceite de oliva virgen extra. Traído de España, por supuesto. Esos bárbaros desconocen muchas de las veleidades de nuestro tiempo, pero ¡vive Dios que saben cocinar!

—No querrá decir que ha mezclado usted el aceite de oliva —Watson ya había identificado uno de los dos ingredientes de la exquisita salsa holmesiana— con algo dulce; tal es el regusto que ha dejado en mi paladar.

—Bravo, doctor. Le felicito. Se trata de miel. Miel española, para más señas.

—¿Me deja usted probar de nuevo, Holmes?

—Podrá usted hartarse cuando hayamos atendido a nuestro cliente, Watson. Sin duda se trata de algo verdaderamente urgente, a juzgar por los sofocados pasos que lo acercan a nosotros.

Unos pocos segundos más tarde se presentaba ante la extraña pareja un pequeño hombrecillo de cetrino aspecto, recortadas facciones y oscuro y descuidado cabello. El detective le ofreció asiento y le sugirió que tomase un par de bocanadas de aire antes de comenzar con el relato de su problema.

William Pearson, que así se llamaba el visitante de sus dependencias, era un simple mercader de objetos antiguos, un anticuario, en palabras más modernas. Al parecer, se había hecho con un cargamento que había arribado a Londres unos días antes, repleto de jugosas materias y elementos. Ofreció varios de ellos al detective privado, que rápidamente rehusó por carecer de interés para sus investigaciones y tratados.

Sherlock Holmes lamentó no poder servirle de ayuda e invitó a su visitante a abandonar la estancia, agradeciendo cortésmente la visita que les había dispensado. El menudo invitado pidió antes poder acudir al lavabo, alegando una repentina indisposición. Desapareció apresuradamente ante la atónita mirada del doctor Watson, que apenas tuvo tiempo de comunicarle a su  enigmática visita que él mismo podía atenderlo, en calidad de médico doctor.

Un par de minutos más tarde el señor Pearson salía del lavabo con renovados ánimos. Una vez estuvo de nuevo frente a Sherlock Holmes volvió a ofrecerle algo que el detective juzgó de inmediato como algo prodigioso, mostrando en esta ocasión toda su atención e interés. William Pearson apenas tuvo tiempo para abrir la boca y ofrecer al sabueso el nuevo objeto cuando éste atajó sus intenciones y le ofreció veinte guineas de oro por la mercancía. Desapareció entre los trastos de su cuarto y regresó contando un gran puñado de monedas relucientes, que descuidadamente depositó sobre la mesa del salón, al tiempo que arrebataba el valioso objeto de las manos de Mister Pearson. A continuación dió las buenas tardes a su invitado y cerró tras de él la puerta de las habitaciones.

—Rápido, Watson. Haga su equipaje. Nos vamos. Diga a la señora Hudson que nos llame un simón. Debemos ponernos en marcha cuanto antes.
—Holmes, ¿a qué viene tanta prisa? —el doctor contemplaba confiado e ignorante el objeto que Sherlock Holmes todavía sostenía entre sus delgados dedos de experto violinista—. ¿Es que se ha vuelto usted loco, amigo mío?

—Para nada, mi buen doctor, estoy muy cuerdo.

—¿A dónde piensa dirigirse tan precipitadamente?

—A Suiza, por supuesto. Es mi deseo cerrar un episodio del pasado. Si tenemos éxito en esta arriesgada empresa, tal vez pueda usted regalar al mundo el relato del más épico y peligroso de mis casos; en el supuesto de que salgamos victoriosos. Debemos enfrentarnos una vez más con el  «Napoleón del Crimen».

El doctor Watson quedó asombrado al escuchar de nuevo, tantos años después, una mención al profesor James Moriarty. El propio Holmes había regresado, literalmente, de la muerte en aquellas cataratas de Reichenbach. Pero el eminente matemático y genio criminal había perecido en ellas, estaba seguro.

—Holmes, amigo mío. ¿Quiere usted decir que...?

—Observe bien este objeto que he adquirido recientemente por veinte guineas de oro, Watson. ¿No le trae recuerdos a la memoria? Vamos, haga un pequeño esfuerzo, mi buen amigo. ¿Se acuerda ya?

El rostro de John H. Watson era un poema para Sherlock Holmes, que escrutó perfectamente, dándose perfecta cuenta de que el buen doctor había caído por fin en la cuenta.

—Perfectamente, doctor. ¡A la aventura, Watson!

jueves, 8 de noviembre de 2012

THE EYES OF A CHILD — « »

Inspirado en "Un joven con un violín", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/z7ZheXyq

El joven violinista rasgaba una y otra vez las cuerdas del vetusto instrumento con la ayuda del desgastado arco, que parecía mucho más viejo que el propio violín. Poco a poco el centenar de cuerdas original que conformaban el arco había ido perdiendo, paulatinamente, algunos de sus córdeos inquilinos. Con todo, el sonido que el bermejo intérprete arrancaba a las cuatro cuerdas resultaba embriagador, y pocos eran los que se resistían a aminorar el agitado paso de camino a sus trabajos y ocupaciones. Sin embargo su pequeña hacienda, consistente en unas pocas monedas desparramadas sobre el interior de la funda del «Guarnerius», no crecía al mismo ritmo que los entusiasmados transeúntes que se detenían y festejaban en silencio el goce que les producían las hermosas melodías del solista.

Un pequeño rapaz había permanecido atento a su recital, deleitándose con cada una de las notas que extraía del violín, pero su corta edad lo hacía pulular nerviosamente de un lado a otro; el pequeño zagal hacía ímprobos esfuerzos por mantenerse atento al espontáneo concierto. Consciente de ello se dirigió al pequeño y le preguntó si le gustaría sentarse durante un rato en su taburete. El chico pareció escrutar algo en su rostro y finalmente asintió con una leve inclinación de su cabeza y se sentó a unos pocos pasos del virtuoso músico, que veía como poco a poco se congregaba a su alrededor una pequeña pero silenciosa multitud. Al igual que el pequeño mozalbete la muchedumbre disfrutaba también del gratuito recital de violín y, al igual que él, tampoco había reparado en la necesidad de contribuir con unas pocas monedas al mermado erario del músico. Harto de tanto caradura, nuestro joven amigo decidió poner fin a tanto descaro.

El hábil violinista terminó brillantemente de ejecutar una preciosa pieza compuesta por él mismo. El gentío allí congregado vibró desde la primera hasta la última nota, y una gran mayoría ardía en deseos de aplaudir el gran talento del violinista y acercarse a saludar al experto músico pero, algunos por vergüenza, otros por no tener que desprenderse del vil metal, permanecieron en sus puestos, atentos al siguiente fragmento del concierto. Ninguno reparó en los hábiles movimientos del joven intérprete, que repentinamente afinó el instrumento musical no en por intervalos de quintas, sino de cuartas. Desplazó además un diminuto émbolo que acortaba ligeramente el volumen de la cavidad de resonancia del violín y  finalmente volvió a afinar el instrumento en intervalos de cuartas, justo después de desenrollar una de las sujeciones del clavijero, lo que dividió la cuerda afinada en «sol» en dos, aunque sólo a un tercio de la altura del violín.

Volvió a dirigirse al joven muchacho, que permanecía expectante, repantigado sobre el taburete que minutos antes le había cedido. Con gesto grave le preguntó si nadie lo andaba buscando, si nadie se habría percatado de su ausencia, pero el pequeño muchacho volvió a concentrarse de nuevo en su pálido rostro, dejándose transportar por la armonía de sus palabras, y se limitó a menear la cabeza de un lado a otro, a modo de respuesta. Con gran pesar en su corazón volvió a tocar de nuevo.

El rubio intérprete tocó una vez más las piezas que habían sonado en la plaza unos minutos antes, o eso al menos sería lo que el oído de cualquiera de nosotros sería capaz de percibir. Lo cierto es que las extrañas modificaciones que emprendió en su instrumento, junto con la novedosa afinación en intervalos de cuartas, había creado un extraño compendio de sonidos, y el violinista era ahora capaz de interpretar dos melodías de forma simultánea, superpuestas. Una de ellas resultaría casi imperceptible incluso para el mejor de los aparatos sonoros modernos, pero se alzó manifiestamente responsable de lo que a continuación sucedió.

Arrebatada por un extraño y colectivo colapso, la multitud congregada alrededor del solista comenzó a agitarse violentamente y uno tras otro cayeron los cuerpos del convulso gentío, exudando sangre por sus oídos. El niño contemplaba horrorizado como sus semejantes se retorcían de dolor. No pudo contener la náusea y vomitó. Frente a él, el violinista no daba crédito a la resistencia del muchacho, que ahora lo miraba profundamente impresionado, al borde de la demencia. Se quedó mirándolo durante un rato más, visiblemente trastornado, sin dejar de tocar la espantosa y endeble melodía.

El pequeño logró finalmente hacer acopio de fuerzas y se alejó a toda prisa del maremágnum de cadáveres que el joven y apuesto violinista había dejado tras de sí al término de su último recital. El chaval corría calle arriba, sin prestar atención al tráfico que circulaba por la calzada, ajeno al autobús que también circulaba calle arriba. El joven intérprete trató de alertar al zagal con un clamoroso grito, pero el chico siguió corriendo, sin inmutarse. El conductor del autocar trató de disuadir al mozalbete, haciendo rugir el claxon del vehículo, pero ni el violinista ni el chófer lograron desanimar al muchacho en su empeño por cruzar la calle. Terminó dando con sus huesos debajo del autobús y el violinista comprendió finalmente la causa de la inusitada resistencia del muchacho a su insidiosa rapsodia, así como el motivo de tanto meneo de cabeza y el descaro del muchacho al mirarlo de hito en hito.