viernes, 21 de septiembre de 2012

EL AULLIDO DE LA CARACOLA


Inspirado en "La caracola del Culip IV", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/mzbdEwMv

Cuentan los arqueólogos que la han descubierto que se trata de una caracola excesivamente grande, desproporcionada. Su tamaño alcanza los dos palmos y medio y ambos lados de la misma presentan sendas perforaciones, tal vez anclajes de una correa utilizada por un marino para llevar la caracola al cuello, con el fin de comunicarse con tierra o bien para prevenir a la tripulación de un abordaje; algo parecido a lo que los marinos de hoy día designan como bocina de niebla. La han encontrado a unos veinticinco metros de profundidad, entre las maravillas sumergidas que transportaba en su barriga una embarcación romana hace mucho tiempo, en otro mundo —veinte siglos dan para que el mundo dé muchas vueltas.

La labor de interpretación de los restos arqueológicos resulta casi tan importante como la propia exhumación de las pruebas que los descubridores rescatan de las entrañas del tiempo, y así, todo el equipo se reúne en torno de la ya famosa caracola y conjeturan tanto de sus posibles usos como acerca de la causa del naufragio del navío. El jefe de la expedición parece mantenerse a propósito en un segundo plano, dejando que sus pupilos sean los que conciban y rebatan sus propias teorías. Pronto llegan a la conclusión de que la causa más plausible del hundimiento haya sido un terrible golpe de mar, producido por una inesperada tormenta, habiendo resultado fatal en las proximidades de la costa.

De vuelta a su cuartel general, los arqueólogos comunican sus descubrimientos a Íñigo, un joven estudiante impedido por su invalidez física, que rara vez es testigo directo de los hallazgos de sus compañeros. Su labor se limita al campo de la exploración teórica y documental de las conquistas del resto de la expedición. Después de documentar gráficamente el objeto rescatado, se dispone a estudiarlo con la ayuda de una herramienta infográfica que el propio instituto para el que trabaja ha diseñado, en colaboración con una prestigiosa universidad extranjera. Si se aplica durante la noche y se esfuerza lo suficiente tal vez pueda encontrar algo que resulte de ayuda a sus compañeros, así que abre su programa favorito de música, carga una playlist con más de cuarenta horas de música de los años setenta y se sirve una taza de café recién hecho. Va a ser una noche muy larga.

Al día siguiente un par de muchachos acompañan a Íñigo en su reclusión académica, aunque sólo uno de ellos permanece todo el tiempo junto al joven investigador. El otro, con la caracola debajo del brazo y una autorización del director del departamento, se dirige a una universidad vecina en donde le espera un experto forense en modelación facial, que colabora habitualmente con los arqueólogos. Con la ayuda de este moderno genio escultor pretenden dar forma a una boquilla que les permita, veinte siglos después, hacer sonar la misteriosa caracola. Entre los miembros del safari marino se encuentra un antiguo aprendiz de trompeta, que ha aceptado encantado la filarmónica propuesta.

Las semanas van transcurriendo y poco a poco aumenta el botín que la expedición consigue rescatar de la hundida embarcación. Al mismo tiempo, los progresos del forense terminan por dar sus frutos y la boquilla que ha de hacer sonar de nuevo la vetusta caracola es ya una realidad. Íñigo, sin embargo, se ha perdido en una maraña casi interminable de documentos antiguos, viejos y nuevos tratados sobre navegación y costumbres romanas, fenicias y de un sinfín de culturas mediterráneas. Pero sus éxitos han sido escasos y sólo ha podido determinar con seguridad que los dos orificios producidos a ambos lados de la caracola no pretendían servir de enganche de la misma, tal y como había conjeturado en un principio, sino que se habían practicado con el fin de producir dos sonidos totalmente distintos. La naturaleza de los mismos era todavía objeto de estudio para el tenaz estudiante.

De vuelta en el cabo de Creus, el grueso de la expedición permanece expectante a los meneos del trompetista, que exagera sus movimientos, consciente del momento de gloria que le toca protagonizar. Extrae ceremoniosamente la caracola de la maleta que la protege de golpes y arañazos y muy lentamente se dispone a introducir parte de la boquilla fabricada para la ocasión. Varios intentos fallidos de hacerla sonar no dan al traste con las esperanzas del muchacho, que de una y mil maneras sopla buscando el huidizo sonido, que ha permanecido oculto durante casi dos mil años. Finalmente se le ocurre tapar uno de los agujeros con un sobrante de arcilla plástica, muy común en el equipo de campo de toda expedición arqueológica. Ahora si, la caracola resucita y sale de su largo letargo, emitiendo un débil y desmayado sonido. No contento con la enclenque sinfonía, y herido en su orgullo, el frustrado trompetista decide obturar el otro agujero y volver a intentarlo.

Harto de documentos e interpretaciones ortodoxas, Íñigo decide dar un vuelco a su investigación y echar mano de otros escritos más heterodoxos, apócrifos tal vez. Entre ellos encuentra un viejo manuscrito de un conocido cronista romano, que había narrado célebres acontecimientos de la época, como el incendio de Roma a manos de Nerón o la erupción del Vesubio. El estilo animado y novelesco del autor sin duda ha contribuido al menosprecio de su obra, y por lo general nadie lo suele tener en cuenta en sus investigaciones. 

El tratado que ahora ocupa toda la atención de Íñigo relata con sumo detalle ciertas leyendas marítimas acerca de un monstruo cefalópodo, y describe ciertas armas y artilugios que habrían de mantenerlo a raya, tales como la propia Torre de Hércules o determinados artefactos resonantes. Entre éstos últimos figura una especie de caracola, cuya procedencia se restringe a las profundidades de la costa de Creta, y que puede ser articulada mediante la obturación de dos perforaciones practicadas en sendos lados de la concha. Según se obstruya uno u otro agujero, la caracola emitirá un sonido de reclamo o de espanto, que habrá de mantener a raya o convocar al monstruo descrito en el pergamino como un pulpo de más de cuarenta brazas de longitud.

Por fin logra obturar el otro agujero y de nuevo se dispone a soplar el aire dentro de la caracola. Su minuto de fama se ha convertido en un cuarto de hora. Sonríe a la congregación y sopla animadamente, esperando la más bella de las sinfonías. El aullido que logra arrancar de la caracola hiela el corazón de todos los presentes.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LEGITIMA DEFENSA

Inspirado en "La juez, el fiscal y el Gorrinín", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/eRbzSrtl

Allison apenas había tocado el primer plato y creía que el segundo tenía mejor pinta, así que se dispuso a probar el rulo de carne con guarnición, aunque sin demasiado entusiasmo. El agente Mallone tampoco parecía tener mucha hambre y ahora encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. Su nerviosismo era evidente. Una vez más balbuceó unas pocas palabras ininteligibles. Allison lo miraba con gesto grave y su ansiedad acababa de dar paso a la exasperación. “¿Quieres dejarlo ya? Puede que esto no sea Times Square, pero en este pueblo todo el mundo nos conoce. Haz el favor de hablar más bajo”.

Los poco más de treinta mil habitantes de la pequeña ciudad situada al noroeste del estado de Maine se habían estremecido días atrás por el asesinato de un ayudante del sheriff, supuestamente producido a manos de unos maleantes de la zona. Sin tiempo para reponerse, dos días más tarde, algunos de estos facinerosos serían acribillados a balazos a la salida de un pub local, liquidados por compañeros del agente fallecido. Nadie había visto nada y nadie quiso hacer declaración alguna. Faltaría más. Cómo nadie podría haber visto nada aquel sábado por la noche, con medio pueblo golpeándose en el aparcamiento de los bares de moteros y los drive-in.

Todo había comenzado unos meses atrás cuando Sam Cortigan, el difunto ayudante del sheriff, había perseguido y dado caza, junto con varios compañeros, a los dos compinches que minutos antes habían sustraído varias pertenencias de su coche patrulla, entre las que se encontraban su cartera y el sistema GPS del vehículo. Cortigan se disponía a esposar a uno de los cómplices cuando éste sacó una navaja y le propinó varios cortes en la pantorrilla, haciéndole sangrar profusamente. Mallone intentó mediar en la refriega y también recibió lo suyo, llevándose dos grandes incisiones en el antebrazo; un par de tajos adornaban desde entonces su pómulo izquierdo.

Despojado de toda paciencia Mallone desenfundó su arma, echó a Sam a un lado y se cargó al malvado rufián a sangre fría. El otro bellaco ni siquiera tuvo tiempo de decir “Esta boca es mía”, alguien le había hundido una rodilla en la nuca. Su cuerpo pareció echarse a tierra y hacerse el muerto, como si el agente Mallone fuese uno de esos enormes oso Kodiak de los documentales.

Alguien había visto en el asesinato de James Bidou la oportunidad perfecta para joder a Mallone y a sus chicos, y un gran sector del pueblo se volcó con el juicio del agente, que si bien es cierto que ostentaba la hoja de servicio con más detenciones de todo el condado, no era menos verdad que solía excederse en su cometido, aplicando demasiado celo en el cumplimiento de su deber. Pocas semanas más tarde tuvo lugar la vista oral, y la fecha del juicio quedó establecida pocos meses después.

Todo el proceso resultó ser una farsa, y aunque el juicio se celebraría con un jurado popular, pronto quedó claro que la mayor parte de sus miembros estaba comprada o coaccionada, y que los restantes preferían no meterse en líos en un pueblo en donde los jueces, fiscales y miembros de la policía no pernoctaban con los bajos fondos en un burdo intento por intentar guardar las apariencias. Unas apariencias que se habían perdido hacía bastante tiempo.

El juicio quedó visto para sentencia mucho antes de lo previsto. Ninguno de los agentes que había presenciado la ejecución de Bidou dio a entender que el agente Mallone había abusado de la fuerza ni aprovechado su ventajosa posición, y que la lamentable muerte de James Bidou, un emigrante haitiano sin empleo, tuerto de un ojo, había sido tristemente ocasionada durante un ejercicio de defensa propia, ya que según el criterio de los agentes, Mallone habría muerto de no haberse defendido.

Robert Mallone pagó la cuenta del restaurante y encendió un nuevo cigarrillo. Allison y él habían sido novios durante el instituto, cuando Mallone era un prometedor quarterback y ella soñaba con cambiar el mundo detrás de un púlpito como el que solía utilizar en el club de debate del High Corner Institute. Casi veinte años después el seguía pegando buenas patadas, mientras que ella había renunciado por completo a cambiar nada del mundo que la rodeaba. Su rostro reflejaba una expresión grave y seria, aunque la tierna mirada que le dirigía indicaba que todavía sentía algo por él.

—Acuéstate temprano, Bob. Y afeitate. No querrás presentarte...

—Descuida, lo haré —la interrumpió posando un dedo en sus labios—. Me portaré bien. Ella dejó que mantuviese el dedo sobre sus labios un rato más.

—Y nada de beber. Hoy será mejor que no te pases por el Frampton’s.

—Sólo un trago. Mañana es mi gran día.

Robert Mallone llegó a su casa muy tarde, de madrugada. Se acostó vestido y apenas durmió un par de horas; tenía el tiempo justo para afeitarse y presentarse en el juzgado con unos veinte minutos de antelación, para causar buena impresión. De camino al baño echó un vistazo a su viejo traje de policía, el que había llevado el día de su graduación en la Academia de Boston. Se presentaría ante todos como un agente modelo, para que todo el mundo pudiese ver el daño que le habían hecho todos los rumores y habladurías que se habían vertido sobre él durante los meses que había durado todo el proceso, y durante el cual se había visto despojado no sólo de empleo y sueldo, sino de todo el respeto de la comunidad. Hoy recuperaría ese respeto. Lo recuperaría con creces. No pensaba perdonarles ni un sólo ápice del mismo. Lo tomaría a manos llenas, como en los viejos tiempos.

Salió del cuarto de baño en calzoncillos, recién afeitado, y tras ponerse los pantalones y anudarse la corbata, se enfundó en la chaqueta del uniforme. Se quedó perplejo cuando vio el lamentable estado en que se encontraba una de las mangas de la americana, completamente ajada y llena de tajos aquí y allá. Un profundo dolor recorrió su antebrazo, como si algo lo hubiese seccionado limpiamente. La sangre comenzó a brotar. Estupefacto logró despojarse de la chaqueta, y con horror pudo contemplar cómo la blanca camisa se teñía ahora de un rojo escarlata, empapando su brazo. A tirones fue capaz de desasirse de la camisa, y desconcertado pudo contemplar cómo las viejas cicatrices de su brazo se abrían ahora como la mantecosa carne de un cochino al que abren en canal.

Volvió apresuradamente al cuarto de baño y un grito de horror se ahogó en su garganta cuando presenció cómo las cicatrices de su cara se abrían, lacerando su rostro de forma macabra. Ahora no sólo sangraba por sus viejas heridas, sino que otras más recientes se hendían en su temblorosa carne. Un nuevo tajo le mutiló parte del ojo derecho, que comenzó a supurar un gelatinoso líquido, de aspecto insalubre y pútrido. El ojo parecía ahora un funesto e infecto caramelo relleno de blandiblú. Mallone era ahora presa de un insoportable dolor que recorría todo su cuerpo por las sanguinolentas autopistas que luchaban por desmembrarlo. Incapaz de soportar semejante tortura se arrojó a la calle, deseando terminar sus días con el cráneo aplastado.

Una pequeña multitud comenzaba a amontonarse alrededor del cuerpo del agente Mallone, todavía con vida. El horror fue apoderándose poco a poco de los presentes, que espantados eran testigos de cómo el sanguinolento amasijo de carne que yacía a sus pies se estremecía en busca de un descanso que no le era concedido, helando sus corazones. Finalmente cesó todo movimiento. Durante unos instantes todos se miraban unos a otros perplejos, escudriñando atónitamente cuáles podrían haber sido las causas de tal desgracia.

Al otro lado de la calle, en el parque, un espigado hombre de color se levantaba lentamente de un banco, ignorando el periódico de la mañana, en el que se había filtrado la noticia de la absolución del agente Mallone: “Robert Mallone absuelto. La juez McNutter resuelve legítima defensa. El jurado, clave en el proceso”. El hombre de color atravesó parsimoniosamente la carretera, y echó un vistazo por encima, con su ojo bueno. El otro era de cristal. Con gesto cansado abandonó la improvisada charcutería, arrojando a una papelera cercana un pequeño muñeco vestido de policía, con varios cortes en las mangas y completamente teñido de salsa de tomate.

jueves, 6 de septiembre de 2012

MANOLO Y LA VALKIRIA (Y EL VERDEROL)


Inspirado en "Manolo y la valkiria", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/JdN0NTGL

No podía quitarle el ojo de encima. La escultural rubia descansaba sobre uno de sus costados, ofreciéndole los generosos senos, y aunque unas cien yardas separaban ambas embarcaciones, Manolo sabía que la valkiria interpretaba los sensuales movimientos de su sinfonía para él sólo. Permanecía incluso ajena a las atenciones que su acompañante le dispensaba, haciendo un grosero ademán al cóctel que el mancebo le ofrecía, como queriéndole decir «¡Pero hombre, déjame un poco tranquila! ¡No ves que le estoy enseñando las tetas al señor!».

Manolo se descojonaba en su fuero interno. «Será calzonazos el tío». Aunque él, Manolo Frutos Sánchez, también tenía lo suyo. Tenía bastante dónde rascar, como suele decirse. Y tanto que sí. Su mujer no sólo no estaba tan buena como la hermosa noruega, ¡qué va!, sino que la gruesa cintura y su volumétrica figura habían fagocitado todo el encanto y atractivo de los que había hecho gala en su juventud. No obstante  Rosa —que así se llamaba la respetable—, conservaba esa gracia sevillana que hacía de ella una mujer jovial y alegre, aunque totalmente carente de paciencia, a juicio del propio seguidor bético. En estas reflexiones se encontraba Manolo cuando volvió a recibir una reprimenda de su mujer.

—¡Quillooo! ¡Espabila, hombre! Que me estás echando crema en el pelo…

Manolo balbuceó una disculpa, siempre pendiente del embriagador vaivén de los senos de la valkiria. Rosa censuró de nuevo su actitud y le sugirió que echase un nuevo lance. Manolo le obedeció y, tras matar de un largo sorbo su caliente cerveza, recogió el sedal y puso un poco de caballa en el anzuelo. Largó distante el sedal y su vista se perdió en el manso Mediterráneo, imaginándose una vez más cómo serían al tacto esas bronceadas y generosas tetas.

Le fue bien la pesca. Logró capturar cinco peces en media hora. Ahora su mujer se estaba bañando en las tibias aguas de la cala mallorquín y Manolo recogía de nuevo el sedal, preñado con un hermoso verderol, tal vez demasiado grande para su especie. Al intentar retirar el anzuelo del pesado verderol tropezó con el cubo y fue trastabillando hasta el borde de la embarcación, arrojando involuntariamente por la borda el resto de la carnada. Manolo miró furioso al pescado. «Estarás contento», le espetó, intentando desembarazarse de la exasperación que lo embargaba. «Ha sido por tu culpa». Le respondió el verderol que lo sentía y le pidió perdón. Manolo aceptó sus disculpas y el pez le pidió un favor a Manolo.

La vikinga seguía a lo suyo, tostándose al sol. Mostraba ahora a Manolo su precioso culo en pompa, tan apetecible. Minutos antes se había quedado sola en la cubierta de la lancha, como solo estaba ahora Manolo, que oía trastear bajo sus pies a su inquieta señora, que seguramente se estaba cambiando. Era pudorosa la andaluza, no como la noruega, que enseñaba sus encantos a todo aquel que quisiera admirarse de ellos. En ese ambiente casi íntimo preguntó Manolo al verderol qué favor quería que le hiciese y qué podría el pescado darle a cambio. El verderol sólo pedía la libertad de su padre, cautivo en el cubo de Manolo.

A cambio prometía entregarle un pequeño tesoro, consistente en decenas de monedas de oro, procedentes de un pequeño bergantín hundido a pocas yardas de allí. El velero había partido de Cartagena cientos de años atrás, preñado de doblones de oro con destino a Génova. Los cañones de una embarcación morisca habían puesto fin a su viaje de forma prematura. Para dar fe de su historia el verderol regurgitó una verdosa y rancia moneda de oro, y prometió a Manolo muchas más como aquella. Manolo atendió a las razones que se le daban y liberó no sólo al padre del verderol, sino a todos y cada uno de los forzosos inquilinos de su cubo de pesca.

Finalmente el verderol también fue devuelto al agua y Manolo mantuvo la vista fija en la mar durante un buen rato, con el corazón henchido de esperanza. Pasaron los minutos e incluso habrían pasado las horas si Rosa no lo hubiera exhortado para que volviesen a tierra, al puerto de Palmanova. Manolo no supo inventarse una historia convincente que contarle a su mujer, que encerrara un pretexto que lo motivara a regresar al mar. «Vas a volver para recrearte en esa guarra, ¿no es verdad?». «Si no te vienes ahora mismo conmigo, no volverás a verme, Manolo. Te lo juro».

Manolo ignoró las palabras de su mujer. Rosa estaba segura de que Manolo volvería a hacerse a la mar para verle las tetas a la puerca nórdica, pero lo cierto es que Manolo nunca volvió a ver a Anneka, que así se llamaba la graciosa escandinava, como tampoco jamás volvió a ver al verderol, que resultó ser un embustero, pues ningún bergantín se había hundido en las proximidades de Palmanova. Manolo pronto descubriría que el doblón de oro no era más que una modesta aleación de latón, aunque nunca tendría la oportunidad de contárselo a su mujer, pues Rosa, a diferencia del verderol, sí tenía palabra.