miércoles, 31 de octubre de 2012

UNO DE LOS NUESTROS


Inspirado en "El francotirador precoz", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/EcBXEWbv


Si estás leyendo esto, es que estoy muerto, así que me importa una mierda lo que puedas pensar de mi. A pesar de todo voy a contarte mi historia, no porque piense que necesite contarla antes de dejar este mundo de mierda, ni tampoco porque crea que si no la cuento yo, nadie se hará cargo de ella. ¡Que vá, hombre! Te la voy a contar porque no tengo otra cosa mejor que hacer hasta que llegue el amanecer, cuando sea sumariamente ejecutado por un pelotón de fusilamiento que yo mismo he escogido, hombre por hombre. No es que haya ido casa por casa eligiendo uno por uno a mis asesinos; más bien han sido ellos los que me han escogido a mi, con motivo de mis acciones. Ellos son los hermanos y padres de muchos a los que he ido dejando por el camino.

Digo que no tengo nada mejor que hacer porque no voy a poder dormir. No es que no pueda dormir la noche antes de mi propia ejecución, ni mucho menos. He dormido como un niño pequeño cuando asesiné a mi propio padre, momentos después de que él mismo matase a mi madre con sus propias manos. ¡Que puto barbaro! Yo al menos utilicé la culata de mi fusil. Lo dejé terminar porque yo ya sabía lo frustrante que puede resultar que te interrumpan mientras cometes el más puro acto de humanidad. Matar.

Pero vaya, se me está yendo el tiempo y me temo que no soy muy buen narrador. Soy consciente de que el trance en el que estoy sumergido tampoco ayuda mucho a que os presente mis ideas de forma clara y ordenada. En fin, ya es algo tarde para remediarlo. Como iba diciendo, escribo esta nota porque no voy a poder dormir. Padezco de insomnio. Siempre lo he padecido, desde que era pequeño. La verdad es que mi primera muerte fue producto de una de esas interminables noches de verano. Adjunto a esta nota he dejado escrita una lista de todas las muertes de las que me considero responsable, directa o indirectamente. La cifra total asciende a ciento veinticinco.

Si alguien me pidiese que escogiese una entre todas, sin duda me quedaría con aquel alférez imbécil que un par de muchachos y yo matamos hace dos años, en Durango. El muy gilipollas sólo pretendía ayudar a unas señoras a cruzar un pequeño riachuelo. Una de las mujeres estaba embarazada y a ella también la matamos. La violamos hasta matarla, y también a la vieja. El alférez se había liado a tiros con nosotros nada más asomarnos por el camino. Nosotros ni siquiera los habíamos visto, pero se conoce que él nos había estado vigilando, seguramente rezando para que no lo viésemos, ni a él ni a las mujeres. El caso es que le hicimos muchas perrerías. Lo atamos a las ruedas de un carro y le dimos un par de vueltas por el lecho del río. Lo follamos por el culo con nuestras bayonetas y le hicimos pasar un carro por encima. Casi podías oír cómo le crujían los huesos. Finalmente lo echamos de nuevo al río, para que se ahogara. No creo que se haya salvado.

Coño, menuda mierda es esto de escribir. Se te va el tiempo volando. No debe de faltar mucho tiempo para que amanezca, ni para que a mi se me salgan las tripas por la boca. Cuando un pelotón de fusilamiento de estos cabrones de mierda mata a un hijo de puta como yo, no suele dispararle a la cabeza, ni tampoco al corazón. Le dispara a los huevos, a la barriga y a las piernas. Quieren que sufra. Total, al final acabarán pegándome un tiro en la cabeza para certificar la muerte. No me da miedo. Sé que no me queda mucho tiempo, pero eso es lo bueno. Al menos no voy a sufrir. No tanto como algunos de los que me he llevado por delante.

No os lo vais a creer. Hace escasos minutos han bombardeado el cuartel y también los calabozos. He oído un par de pepinazos y múltiples detonaciones. Luego las escopetas y fusiles se han puesto a escupir balas y un poco más tarde un grupo de soldados (los reconozco, no son voluntarios) se ha presentado en mi celda y ha comenzado a hablar en italiano. No entiendo mucho de lo que me han dicho, pero han sido muy amables, me han dejado seguir escribiendo, para que termine mi historia. Pero creo que todavía no termina aquí. Me han dicho que me necesitan en el sur, que muchos maricones pretenden huir en barco y que les iría bien alguien como yo, alguien que les echase una mano.

Me levanto y me pongo mi abrigo. Sé que a mediodía tendré que quitármelo, estamos a finales de marzo y el calorcito se va notando ya, pero a estas horas se agradece llevar algo puesto sobre los hombros. Termino de escribir estas líneas y prendo fuego a la nota en dónde he anotado mis ciento y pico víctimas. He olvidado el número exacto. Debe de ser la excitación de la promesa de una lista mucho más numerosa. Salgo al patio del cuartel y me dirijo a uno de los oficiales italianos. «Andiamo».

martes, 23 de octubre de 2012

FRANCO Y HITLER: ESOS LOCOS BAJITOS

Inspirado en "Dunkerke y Melilla (por ejemplo)", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/C8XkyerP

Tal día como hoy, el 23 de Octubre de 1940, se reunían en Hendaya, en la estación de trenes de la localidad fronteriza francesa, dos pequeños pero matones dictadores. Dos grandísimos hijos de puta, oiga. Dos pobres hombres que habían venido a este cruel mundo con un solo cojón y, claro, aprovechaban cualquier ocasión para que el personal no se percatase de su falta de huevos.

Aquella reunión de Hendaya no sirvió para nada. Cada uno de ellos se subió al famoso vagón del «Erika» —en el que había llegado Adolfo desde París, unos minutos antes de que se presentase el Generalísimo— con un monólogo preparado y de ahí no hubo dios que bajase de la burra a ninguno de los angelitos. Y eso que días antes habían mandado a sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Súñer y Joachim von Ribbentrop, el mismo que un año antes había firmado con su homónimo ruso el famoso Pacto Ribbentrop-Molotov. Famoso por ser un pacto de mentirijillas, ya se sabe.

Para simplificar mucho la cosa diremos que Hitler pretendía que Franco diera al Tercer Reich el visto bueno para invadir la estratégica Gibraltar (planeada para el 10 de enero de 1941) y que cediese una isla en Canarias y otra en Guinea Ecuatorial, por eso de la supremacía naval. Quería también establecer una o dos bases militares en territorio español. Franco, por su parte, se tiró de la moto e imploró al führer que le cediese media África septentrional y un cachito de Francia. Si más tarde Hitler se hacía con Gibraltar, Franco también se la pedía.

Franco sabía que Gran Bretaña no estaba vencida y que Estados Unidos pronto entraría en la contienda, así que echó para atrás el deseo de Hitler de tomar el Peñón. El führer, por su parte, no quería enemistarse con Petain ni con Mussolini, así que lo de ceder los citados terrotorios a España, como que no. Lo cierto es que Hitler habría podido darle a Paco lo que el Generalísimo le hubiera pedido, sin temer para nada lo que por un lado el traidor de Petain o el teatrero de Mussolini —ya os hablaré de este pájaro en otra ocasión, que da para mucho el tío— dijeran o dejaran de decir. Porque hay que ver lo inútiles que salieron los muchachos.

El gabacho ya se había bajado los pantalones ante Hitler unos meses antes, en el mismo vagón en el que Alemania había firmado los armisticios de 1918. Durante años los franceses anduvieron paseando el vagón por todo París, pavoneándose del amaño que habían hecho firmar a von Hindenburg, para dejarlo en 1927 en un museo. Hitler lo mandó quitar del museo y allí firmaron el armisticio de 1940 él y el amigo Petain. Acto seguido mandó volar el vagón. Luego Petain condenaría a muerte a Charles de Gaulle, emigrado a Inglaterra, aunque ya se sabe, luego De Gaulle volvió triunfal a Francia e incluso perdonó la vida de Petain, condenado a muerte por alta traición. Hoy De Gaulle tiene un aeropuerto y el Petain sigue sin tener vergüenza.

Hitler también quiso encontrarse con Winston Churchill y proponerle un apaño bastante guapo, en palabras del bigotudo. Hitler dejaría a Inglaterra y a su Commonwealth que piratease por los mares de todo el mundo (bueno, por el Mar del Norte y poco más) siempre y cuando el formidable gordito dejara que Hitler campase a sus anchas por toda Europa, algo que ya casi pudo hacer el solito. Churchill tubo que soportar ver como ardía su querida Londres, noche tras noche, durante 86 interminables jornadas. Y es que Hitler sabía como presionar a la peña.

Franco terminó por mandar a la famosa División Azul a luchar contra el enemigo comunista aunque, eso sí, los disfraces y los juguetes los ponía Alemania. Mussolini acabó colgado por las patas de atrás, junto con su última amante, en una gasolinera de Milán. Le dieron tantas hostias que al final se le hinchó la cara como una pelota de baloncesto. En cuanto a Churchill, mandó a tomar por el culo a Hitler y guió a los aliados a la victoria. Más tarde recibió el Nobel de Literatura por contarnos cómo había sido eso de la Segunda Guerra Mundial, exactamente por "su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos". No dejen, si tienen ocasión, de acercarse a la obra de Sir Winston Leonard Spencer-Churchill. Merece la pena.

sábado, 20 de octubre de 2012

UNA HISTORIA VERDADERA

Inspirado en "Aquel malvado y digno Drácula", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/LUgnjc6i

Querido lector, es para mi un placer volver a verte por estas páginas. Una vez más te invito a que goces con las maravillas que se esconden tras estos párrafos, a que te estremezcas con los horrores que te he preparado y, ¿por qué no?, a que reflexiones durante el breve e intenso instante que te ocupe leer estas modestas líneas que, de alguna manera, son tuyas y mías a un mismo tiempo.

Como bien has podido ojear al principio de la narración, la historia que hoy te acerco es un relato veraz, aunque provenga del mismo lugar que todas las otras historias que hemos compartido hasta el momento: de mi imaginación. No ignoro, querido lector, que te percatas de la estrecha similitud que existe entre una persona mentirosa y un creador de historias, y lo cierto es que ambas especialidades se sustentan sobre la misma base. A saber, la complicidad de una tercera persona. Uno no puede mentirle a alguien que no esté dispuesto a tragarse el anzuelo y tampoco se puede pretender escribir una historia si nadie se va a tomar la molestia de leerla. Es por esto que hoy no sólo te traigo una historia verdadera, sino que además te voy a mostrar cómo se construye.

Pueden contarte mil cosas acerca de cómo se escribe un cuento o un relato, una novela o un ensayo, pero lo cierto es que sólo existen dos formas de hacerlo. Totalmente opuestas, tal y como yo lo veo. Por un lado tenemos al artesano, que planea todos y cada uno de sus movimientos, como si de un ajedrecista se tratase, y por otro lado tenemos al artista, que tiene más que suficiente con un golpe de su varita mágica (las musas, la inspiración, ...) para escribir de corrido relatos, ensayos, novelas e incluso colecciones completas. Ambos son virtuosos y deben ser considerados como tal, pues tanto el artista como el artesano comparten objetivo y objeto de ser: el arte de narrar historias.

Este humilde servidor tuyo trata de hacer las dos cosas, en la medida en que le resulta posible, si bien tiene mucha más tendencia al artista que al artesano. Me he propuesto muchas veces, demasiadas, trabajar de forma habitual y cotidiana, aunque jamás lo he podido lograr. Sigo prometiéndome a mi mismo que algún día seré capaz de confeccionar un horario de trabajo, más o menos razonable, que pueda cumplir con el paso del tiempo. De momento tendré que contentarme con escribir a rachas, como he venido haciendo desde que nos citamos de cuando en vez en estas páginas.

El mayor problema que uno tiene que afrontar al escribir por rachas es que depende enormemente de sus sensaciones, llegando en numerosas ocasiones a verse esclavo de ellas. Las emociones te imposibilitan, te impiden escribir y no sólo te interrumpen la concentración, sino que coartan tu capacidad de inventiva. Acaban por anularte y te mentiría si te dijera que he aprendido a vivir con ello. Es horrible. Así, si uno tiene un mal día, como el que he tenido yo hoy, es muy difícil que logre sacar algo bueno de su sesera. Uno acaba siendo consciente, a través de la experiencia, que es mejor no darle vueltas. Sal a dar un paseo, hazte una paja o lee algo. Cualquier cosa, pero ni se te ocurra pensar en que puedas escribir algo. Estás condenado miserablemente al fracaso.

Aunque tenga cierta tendencia a un determinado tipo de relato, o a un tipo concreto de personaje, no pretendo escribir siempre sobre lo mismo, y me gustaría que diferentes lectores como tú, con diferentes y variadas expectativas, se pudiesen encontrar en estas páginas tuyas/mías los más variados temas y situaciones. La razón es simple. Imagina que en tu casa recibes visitas muy a menudo. No estaría bien que siempre invitases a tus visitas a pastas o a ganchitos. Sería una buena idea que tuvieses a mano unas birras, unas patatas, un par de chorizos, un poco de pan, …, tú ya me entiendes. De la misma forma que sería una buena idea no sólo tener música negra de los años veinte en tu iTunes. Bájate un par de discos variados y podrás comprobar cómo tus visitas te lo agradecen. Es lo que yo llamo el ejemplo de la caja de galletas «Surtido Cuétara». Se tiene que dar muy mal la cosa para que a uno de tus invitados no le guste ni una sola de las galletas del surtido.

Por todo ello la historia que os relato hoy es la siguiente:

«Edahul el Grande reinaba sobre todos los mundos y sobre todas las eras, pero una profecía perturbó la paz universal, prolongada durante miles de millones de años. El oráculo había predicho que Kalithi, el hijo que Edahul había engendrado con una hembra mortal, moriría a manos de su propio hermano, el tétrico señor de las tinieblas Mibarck. La muerte de Kalithi desencadenaría una guerra que traería consigo el ocaso de la sagrada orden del Fanganor, cuyo paladín era Edahul el Grande.

»Cuando Kalithi hubo cumplido los veintitrés años su padre se le apareció al mozo y a su madre, preveniéndoles de las malvadas intenciones del pérfido Mibarck. Edahul agasajó al hermoso Kalithi con una espada de oro y lo envió tras los pasos de su hermano, a través de los helados pasos del norte de Debanen. Kalithi persiguió con empeño y persistencia a Mirbarck durante más de dos ciclos, pero las huellas de su hermano sobre la nieve rara vez eran recientes y muchas veces tuvo que volver sobre sus propios pasos, temiendo perder la pista de su presa.

»Viendo cada vez más cerca su declive, Edahul concedió a Kalithi el dominio del tiempo, mientras que a cambio otorgaba a Mirbarck el don de la invisibilidad. Finalmente Kalithi acortó la distancia que lo separaba de su hermano y al fin pudo verlo a lo lejos, en medio de una tormenta de hielo. Se acercó a él con su espada desenvainada, rápido como el trueno, y lo atravesó de parte a parte. La sangre del joven Kalithi se desparramaba sobre el blanco manto de nieve, sustrayendo la poca vida que quedaba en sus entrañas.

»La muerte del bello Kalithi no desencadenó guerra alguna, aunque la cabeza del oráculo rodó por el suelo del palacio de Edahul el Grande. Tras ella rodó también la cabeza del paladín de Fanganor, cortada con una dorada espada, empuñada por el nuevo señor de los tiempos y de las eras, el maquiavélico Mibarck. Desde entonces el hombre ha dejado de creer en dioses y en sus benéficas atenciones. Desde entonces reina el mal en el mundo de los hombres.

lunes, 8 de octubre de 2012

EL MAYOR GOL DE LA HISTORIA


Inspirado en "Cuartos de final en Goes", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/GPtDcHwA

Aprovechando la coyuntura de un nuevo «partido del siglo» —y ya van unos cuantos— entre el Fútbol Club Barcelona y el Real Madrid Club de Fútbol me permito hoy desempolvar un viejo capítulo de nuestra historia, recordándoles un soberbio gol. Tal vez no haya sido un tanto de la más bella de las facturas, pero eso sí, está considerado como el mayor gol de la historia. No hablo del emotivo gol de don Andrés Iniesta en Johannesburgo, que hizo campeón al equipo español, ni de aquel majestuoso zapatazo de Zinedine Zidane en la final de aquella Copa de Europa del 2002, la Novena de los madridistas. Ni siquiera voy a hablarles del gol de Dios, aquel que le marcó Diego Maradona a los perros de Albión, eso sí, con la manita. Aunque tengan mucho que ver los ingleses en esta historia. Pasen y vean.

Corría el año 1700 cuando se moría, el día de todos los santos, el último miembro de la rama española de los Austrias, Carlos II, hijo de Felipe IV. El tal Carlos fue llamado el «Hechizado», aunque un apodo menos condescendiente y más ajustado a la realidad hubiese sido «memo» o, directamente, «mentecato». Lo cierto es que el pobre hombre no tuvo la culpa de que sus antepasados con lazos de consanguinidad se hubiesen pasado los años fornicando entre sí, obteniendo como resultado al malpocado regente que, por cierto, era más feo que un pecado. A decir verdad, hasta aquí no hay mayor problema. Que se muere Carlos II, pues que ocupe el trono su hijo y santas pascuas. Ah, que no tuvo hijos. Bueno, entonces que lo ocupe un miembro de la casa real austríaca y todos contentos —por aquella época ni siquiera existían aspiraciones republicanas como tal, aunque el respetable ya llevaba tiempo con los cojones hinchados de tanto rey hijo de la grandísima puta—. Pues tampoco, porque Carlitos decide nombrar como sucesor a un sobrino-nieto suyo, un franchute que pronto sería conocido como Felipe V. Ya la tenemos liada.

No se me pierdan, que ahora viene lo bueno. El trono de España es reclamado por austríacos y franceses, que gozan del apoyo de parte de las tropas españolas, los fieles a Felipe V. Como los galos siempre se han llevado de pena con todo dios, entre las filas fieles al archiduque Carlos se encuentran Portugal, el Reino de Gran Bretaña, Saboya, el Sacro Imperio, Prusia y las Provincias Unidas (hoy Holanda). La Guerra de Sucesión Española estaba servida, y no vería su fin hasta que en 1713 se firma el archiconocido Tratado de Utrecht.

Los dos bandos se dieron de hostias en tres frentes: en Flandes y el Rin, en el frente italiano y por supuesto en la península ibérica. De la campaña española data la toma de Gibraltar por parte de los ingleses. El 4 de Agosto de 1704 arribó a la bahía de Algeciras una flota de navíos ingleses y holandeses compuesta por unos 12.000 hombres y 1.500 cañones, que debieron hacer frente a los casi 80 soldados borbónicos, 300 milicianos mal preparados y 120 cañones, 40 de ellos inservibles. Aún así, Gibraltar aguantó unas cinco horas de bombardeos, hasta que un batallón de 350 soldados catalanes, hartos de tanta bomba y tanta hostia, saltaron de los barcos e iniciaron el asalto terrestre. Desde entonces se conoce a la playita en donde desembarcaron como «Catalan Bay».

La trifulca se termina, como hemos dicho, con la firma del Tratado de Utrecht, en 1713. Todos ganan. Austria obtuvo parte de los Países Bajos católicos y varias posesiones en Italia, a cambio de renunciar al trono español. Francia gana el trono de España para Felipe V, que se convierte así en el primer Borbón español, aunque pierde importantes posesiones en favor de Inglaterra, que se hace con Terranova, la Acadia, la isla de San Cristóbal en las Antillas y la bahía de Hudson. Inglaterra es la gran vencedora, que obtiene de España no sólo Gibraltar sino también Menorca, confirmando así su supremacía en el Mediterráneo y en las rutas de comercio, gracias a sus privilegios en el mercado de esclavos, mediante el «derecho de asiento».

España también ganó. Ganó a un acérrimo monarca, que entre sus grandes virtudes contaba con la mayor de las destrezas negociadoras. Vean si no. Los ingleses, años después de lo de Utrecht permitieron recobrar Gibraltar. Jorge I de Inglaterra propuso a Felipe V recuperar el Peñón, siempre y cuando el obstinado Borbón interrumpiera el asedio de Sicilia. El regente con el reinado más longevo de España insistió en Sicilia y declinó la oferta del primer monarca de la casa de Hanover de Inglaterra e Irlanda.

Pero aún hay más. El Príncipe-Elector del Sacro Imperio Romano Germánico propuso de nuevo al monarca Borbón recuperar la soberanía de Gibraltar a cambio de parte de la isla española de Santo Domingo. Otra vez nones. El monarca español (francés, no lo olvidemos) dijo que antes muerto, que de eso nada. Se tuvo que tragar sus palabras cuando fueron los propios franceses los que arrebataron Santo Domingo a la corona española. Al final ni una cosa ni otra. En Sicilia se habla italiano y en Gibraltar español. ¡Ah, no! ¡Que se habla inglés, tú!

Lo dicho, que a los españoles nos han colado un buen gol. Y ahora espérate a que la UEFA (con otro gabacho al frente) no nos cuele otro y acceda a conceder a Gibraltar permiso para jugar competiciones europeas. A más de uno iba a darle la risa. Otros en cambio estarían muy orgullosos al ver eso de Gibraltar - Español. Aunque el mayor gol de la historia nada ha tenido que ver con Gibraltar ni con su soberanía, sino con las reales posaderas del Borbón, que ya lleva entre nosotros 300 años. Y decir que no ha salido ni uno bueno.

sábado, 6 de octubre de 2012

LA BIBLIOTECA DE DON EDUARDO

Inspirado en "Mezclado, no agitado", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/AYoTxkpr

UNO

Recuerdo perfectamente que sucedió en el mes de Octubre, aunque ignoro el año. Yo debía de tener unos doce o trece años y por aquel entonces estaba internado en uno de los muchos colegios que el Estado tenía concertados con la curia. He olvidado si se trataba de un colegio de maristas, dominicos, de hermanitas descalzas o de cualquier otra casa de putas, eso me trae sin cuidado ahora mismo. Lo único relevante del tema es que yo me pasaba los años más dulces de mi infancia en esa maldita prisión del alma, en ese turbio desierto de la imaginación y, aunque ahora mire atrás con cierta indiferencia y sin animadversión, lo cierto es que de pequeño pensaba para mis adentros que bien se los podía haber llevado el diablo a todos. Especialmente al hermano Juan.

Mi padre murió en extrañas circunstancias unos dos años antes y al poco tiempo mi madre rehizo su vida al lado de un caballero llamado don Eduardo Tristán, que había hecho fortuna trabajando codo con codo con mi difunto padre. Mi hermana era unos cuantos años mayor que yo y pronto fue cortejada por el hijo de un millonario, que la desposó y se la llevó muy lejos de la casa familiar. En cuanto a mi, Florian, heredé sin más pudor el apellido de mi padre postizo. He de ser justo con don Eduardo —nunca se me ha ocurrido dirigirme a él como padrastro, y mucho menos como padre o papá— y reconocerlo como un gran caballero y un buen tutor, a pesar de los pesares. Yo no ignoraba que suya había sido la idea de internarme en ese mugriento colegio, pero el viejo (tendría unos diez o doce años más que mi padre y quince más que mi madre) era lo que se dice un tío con un par. Y bien puestos que los tenía.

Veréis, yo me pasé casi todo el primer año de internado en una continua guerra encubierta con el hermano Juan. A mi no me caía bien y resultaba obvio que yo a él tampoco y, aunque procuraba no darle muchas razones para espolear su antipatía hacia mi, siempre se las arreglaba para castigarme por esta u otra chiquillada. Me tenía frito, la verdad, pero nunca dí muestras de desfallecer y jamás he tratado de socavar ayuda ajena ni anexionar a nadie a mi causa, pues era para mi todo un reto enfrentarme al infame cura. Aquella tarde de Octubre fue cuando el hermano Juan me pilló leyendo a escondidas una novela prohibida. No creáis que existía una lista con dos tipos de novelas, por un lado las permitidas y por otro lado las vedadas. Ni mucho menos. Todas las novelas estaban prohibidas, vaya usted a saber el porqué, aunque en este caso resulta obvio el motivo de la prohibición, ya que se trataba de «La piel del tambor», de Arturo Pérez-Reverte. Yo me sentía tan atraído por Macarena como por el padre Quart, al que deseaba tener como maestro y no al cenizo del hermano Juan.

Los internos que vivíamos relativamente cerca del colegio teníamos la oportunidad de pasar los largos fines de semana en casa, y recuerdo bien que aquel año la festividad de la Hispanidad nos permitió unas pequeñas vacaciones de cuatro días. El hermano Juan se había molestado en acompañarme a casa aquella tarde de miércoles y pretendía poner a don Eduardo al corriente de mis díscolas lecturas, apuntándose así un tanto en el marcador de nuestra particular guerra sucia. Subimos al piso de arriba y encontramos a mi padrastro en su estudio. El religioso mostró a don Eduardo la novela que me había requisado y, con un repulsivo gesto triunfal que pausadamente dirigió hacia mí, pareció invitar allí mismo a que mi tutor me azotara. O a que me meara encima; no pude escrutar bien esa nauseabunda mirada. El caso es que mi padrastro se portó cojonudamente aquel día de Octubre y quiso dejarle dos cosas muy claras al hermano Juan. En primer lugar le dijo que la novela era suya y no mía, así que más valía que se la devolviese. En segundo lugar le comunicó muy tranquilamente, como si le estuviese diciendo al peluquero cómo deseaba el corte de pelo, que volvería a prestármela, pues el estar internado en un colegio religioso no era motivo suficiente para que yo hiciera la vista gorda al resto del mundo. Eso era cosa de los curas, no de su hijo.

El hermano Juan no pareció encajar muy bien la reacción de don Eduardo y pronto se enzarzaron en una pequeña disputa. Mi madre solía descansar en una habitación contigua, aquejada de terribles jaquecas que la asediaban día y noche, aunque había aprendido a convivir con ellas. Mi padrastro no lo ignoraba y tomó del brazo al hermano Juan y se lo llevó escaleras abajo, sacándolo al jardín. Me dejó así el camino libre para introducirme en su estudio, en el que nunca había estado a solas. A través de las ventanas podía oírlos discutir más nítidamente y, con mi madre seguramente recostada, no corría peligro de que me descubrieran.

La disposición del estudio era ligeramente distinta que en tiempos de mi padre, que sólo estaba interesado en tratados navales. En cambio, la biblioteca de don Eduardo era mucho más amplia, aunque todos los volúmenes parecían iguales, como si sólo se tratase de cientos de tomos idénticos de una misma enciclopedia, tal y como sucede con los libros de contabilidad. No andaba descaminado en mis reflexiones, pues tomando un libro cualquiera pude ver que se trataba de una especie de diario, aunque no del todo escrito del modo usual. Lo hojeé distraídamente durante un rato, deteniéndome cada poco tiempo a escuchar una discusión que pronto dejaría paso al insulto limpio. Pude comprobar que las anotaciones que contenía el volumen que sostenía en mis manos databan de unos cinco años atrás, así que decidí coger uno más reciente.

El siguiente tomo que cogí en mis manos estaba lleno de anotaciones en color rojo —el resto del volumen y el anterior estaba escrito con tinta negra— y todas ellas llevaban consigo una fecha. Me detuve un instante para leer una en concreto y topé con el nombre de un hombre que había muerto en la fábrica de mi padre, en tiempos en los que don Eduardo aún no era su socio. Yo había oído contar su triste historia cientos de veces. Al parecer el mecanismo de una máquina se había trabado, el hombre había intentado desatascar el engranaje y la máquina se lo había tragado, destrozándolo. Tuvieron que enterrarlo en efigie, poco menos, al estilo de los pocos afortunados que el Santo Oficio quemaba en rebeldía, al no poder chamuscar in situ.

Continué pasando las hojas y me aterró ver escrito el nombre de mi padre. Una de las anotaciones hechas en color rojo correspondía a la fecha en que había muerto, y justo debajo figuraba el nombre de mi padre, «K. Friedel». A su lado sólo podía leerse una escueta nota, «Muerto en extrañas circunstancias». Dejé el volumen en su sitio y me dirigí hacia el tomo que reposaba sobre la mesa de roble de mi padrastro, abierto por la mitad, y aterrado pude comprobar que los más recientes registros relataban con todo lujo de detalle cómo el hermano Juan me había descubierto leyendo «La piel del tambor» y, más impactante aún, daba cuenta de las palabras exactas que mi padre y el cura se habían dirigido.

Aunque eso no fue nada comparado con lo que leí a continuación,  que perforó la cubierta de mi sentido común, haciéndolo explosionar con una ensordecedora detonación. Don Eduardo había descrito con cirujana precisión mi intromisión en su despacho, hojeando inocentemente varios de los volúmenes, encontrando finalmente el que se refería a mi padre, así como al inconcluso volumen. De repente me percaté de que ya no escuchaba discutir a nadie en el jardín y comprendí que debía abandonar cuanto antes el estudio, aunque durante una fracción de segundo dudé si continuar leyendo las últimas anotaciones del diario. Decidí que mi integridad física era más importante y abandoné a toda velocidad la estancia, jurando volver.



DOS

Han pasado dos meses desde que me he introducido furtivamente en el despacho de mi padre y aunque no he vuelto a verlo, debo esperar de él que su actitud hacia mí haya cambiado. La mía ha cambiado mucho, a pesar de no entender muy bien qué significa todo lo que he podido ver y leer en su despacho. No ha dejado de enviarme libros al internado, y ahora, además de terminar «La piel del tambor», he leído también «El Club Dumas» y «La tabla de Flandes», que me han encantado. Don Eduardo me ha hecho llegar otros libros pero no los he disfrutado tanto, aunque hay uno por encima de todos que me ha dejado fascinado. Se trata de..., bueno, creo que me estoy distanciando un poco del hilo argumental de la historia que he venido a contarle. Lo cierto es que desde aquella tarde de Octubre me siento mucho más disperso que de costumbre. Perdone usted el paréntesis. Sigamos con lo que he venido a relatarle.

Decía que no he vuelto a casa desde hace dos meses y, aprovechando el puente de la Constitución, he regresado por unos días. En casa sólo he encontrado a mi madre. Don Eduardo se ha ausentado unos días del hogar. No se lo había dicho hasta ahora, pero se ha metido en política y un nuevo partido ha solicitado su presencia en la capital. Tengo entendido que volverá mañana, así que tengo el firme propósito de volver a su despacho en busca de su siniestro diario. Creo que mi madre guarda una copia de las llaves de todas las cerraduras de la casa, y mi intención es franquear el estudio de don Eduardo mientras mi madre se echa en sus habitaciones, intentando aplacar la migraña vespertina.

Finalmente entro en la funesta habitación en la que pasa el tiempo mi padrastro. Nada hay sobre el escritorio así que recorro con la vista los estantes en donde descansa el último volumen de la macabra enciclopedia de don Eduardo. Lo extraigo despacio de su lugar de reposo y lo deposito suavemente, con una especie de caricia, en la desierta mesa de roble. No pierdo el tiempo y lo abro por la última página escrita. Lo estudio detenidamente y reconozco al instante que la penúltima entrada relata su marcha a la capital, mi vuelta a la casa y una nueva intromisión en su feudo privado.

Ya no me dejo sorprender, aunque no puedo evitar inquietarme al leer la última de las anotaciones hechas por mi padrastro. Está escrita con tinta roja y mi nombre figura en ella, «F. Tristán». Junto a mi nombre asiste impasible la fecha del día de hoy y la tétrica inscripción «Muerto en extrañas circunstancias». Permanezco impávido durante un largo instante, tras el cual decido actuar. Extraigo una pequeña navaja del bolsillo de mi chaqueta y recogo la manga de la camisa. Inmediatamente me practico un corte no demasiado profundo, con la esperanza de que todo acabe lo antes posible.


EPILOGO

El doctor Etxeberría terminó de leer el relato en silencio. Sus ojos buscaron las frías e inexpresivas retinas de Florian y éstas se le clavaron como dos trozos de pedernal. El facultativo dejó sobre su mesa el relato que el muchacho había escrito la noche anterior. Se quitó los anteojos y se dirigió al chico.

—Florian, hijo. Es una historia muy bonita, pero difícil de creer.

—Lo sé, señor. Por eso se la he enseñado a usted. Nadie más la ha leído.

—Entiendo —el gesto receloso del doctor no pasaba inadvertido para Florian—. Aunque no comprendo cómo es posible que, bueno, que...

El joven que el doctor Etxeberría tenía delante era muy espabilado y el matasanos no sabía si abordar directamente ciertas cuestiones sobre la imaginación del muchacho. Florian no le dio demasiado tiempo para pensarlo.

—¿Que siga vivo? ¿Es eso lo que no entiende, doctor?

—Es muy sencillo —continuó relatando el joven Florian—. Saqué mi navaja y me hice un corte, no muy profundo. Con la punta de la hoja humedecida en mi propia sangre completé mi nombre, «F. Tristán», con una rayita horizontal, convirtiéndolo en el nombre de mi propio padrastro, «E. Tristán».

miércoles, 3 de octubre de 2012

CARTAS AL DIRECTOR

Inspirado en "El cáncer de la gilipollez", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/7uTFWcug

David y yo solíamos vernos una vez por semana. Nos tomábamos un par de copas y a continuación pedíamos algo para comer. Casi siempre se trataba de unas raciones de esto, un pincho de lo otro, pero nunca nos decidíamos por el menú del día ni por un plato combinado, aunque el bar en el que quedásemos se tratase de un local de comidas o un restaurante, de los que abundan en la capital.

Habíamos tenido la idea de quedar siempre en una boca de metro distinta. Desde ella, buscaríamos un local en el que permaneceríamos las siguientes tres o cuatro horas y durante las cuales nos contaríamos que tal nos había ido la semana. Al principio decidimos quedar en Abrantes y luego continuar alfabéticamente, hasta agotar todas las paradas de metro, pero pronto decidimos que sería más divertido y estimulante que cada uno escogiese una estación un par de horas antes de la hora de la cita.

Yo siempre tenía muchos chascarrillos que detallar, ya que dirijo la sección de “Cartas al director” de una revista de publicación semanal, aunque en los últimos tiempos, mis historias languidecían al confrontarlas con las anécdotas que David protagonizaba de semana en semana. Yo tenía la ligera impresión de ser el amigo que asiste impávido a las aventuras de su viejo compañero de fatigas. No era extraño que yo me sintiese como el viejo doctor Watson cuando veía y oía las mismas cosas que Sherlock Holmes siendo por completo incapaz de transitar por los lógicos caminos de la observación que su compañero de habitaciones de Baker Street, y mucho menos llegar a las mismas conclusiones. Las historias que a veces me contaba David rozan lo inverosímil y la histeria, y de no haberse tratado de mi amigo, al cual conozco desde hace muchos y buenos años, yo no hubiese creído ni una sola de las palabras que me contaba.

Una vez me contó que lo habían seleccionado para un concurso televisivo, uno de esos en los que varios aspirantes se juegan conjuntamente una gran suma, y en el que se debe escoger entre cuatro opciones que el presentador pone a disposición de los participantes. Todos los concursantes jugaban en la misma partida, por turnos, y si uno fallaba, entraba el siguiente, que automáticamente participaba con la misma cantidad de dinero que había ganado el siguiente, aunque la cifra total se veía reducida. Pues bien, David concursó en tercer lugar y ya no abandonó el sillón hasta la última pregunta. Fue acertando todas y cada una de las preguntas hasta que llegó a la pregunta final, momento en el que decidió pasar y dejar el turno al siguiente rival, que estupefacto, no lograba entender por qué David no se había arriesgado a continuar. No tenía nada que perder y quince mil euros que ganar. El nuevo concursante acertó la pregunta y se llevó el dinero.

Sin ir más lejos, la semana pasada me sorprendió con una revelación que con gran esfuerzo he tenido que aceptar como verdadera, debido al indiscutible peso de las pruebas. Pero no adelantemos acontecimientos. Lo encontré a la salida de la boca de metro, como siempre. Su aspecto estaba muy desatendido y apenas sí podía distinguirse a mi amigo de entre las sucias y descuidadas vestimentas que llevaba. A pesar de hacer un par de comentarios acerca de su apariencia, David no pareció darle demasiada importancia y casi a empujones me introdujo en el primer bar que encontramos. Nos dirigimos hacia una esquina, ocupando un par de sillas alrededor de una mugrienta mesa, justo debajo de un enorme y obsoleto aparato de televisión de unos trescientos años de antigüedad. Ahora parecía prestarme algo más de atención que unos minutos antes, pero no paraba de mirar a su alrededor, una y otra vez, con sus ojos saltones e intranquilos. Finalmente se decidió a hablar.

Al fin comprendí cuál era el motivo de su extraño comportamiento y de su negligente higiene personal, pues una vez sentados el uno frente al otro, su terrible olor corporal parecía arremolinarse alrededor de la mesa como uno más. Dejamos que la camarera nos tomara nota —por primera vez en muchos años hicimos una comida juntos a base de ginebra y cola en mi caso y de whisky sólo en el caso de David— y por fin me lo dijo. No quiso darle un nombre concreto, pero aseguró poder predecir acontecimientos futuros. Dijo que siempre había tenido extrañas sensaciones, de esas que todos tenemos y que llamamos “deja-vu”, aunque las suyas parecían ser extrañamente vívidas y reales. Entre copa y copa me fue relatando toda clase de vaticinios, pronósticos y predicciones que había hecho durante los últimos tiempos. Mi amigo me relató cómo siempre había sido propenso a toda suerte de adivinación, aunque hasta ese momento lo hubiese relacionado más bien con la suerte y el azar y no con una especie de sentido extra, denominación que utilizamos desde entonces. Así se explicaba ahora su asombrosa capacidad para ganar las porras de los partidos, para prever siempre con pasmosa exactitud el tiempo que haría en sus viajes —evitando así el engorroso equipaje de más— e incluso comenzamos a pensar que tal vez su nueva capacidad pudiese estar detrás de su extraordinario ojo para escoger siempre el más delicioso de los pinchos, el más fresco de los vinos y la más sabrosa de las mujeres, si se me lo permite.

Durante las casi dos horas que duró su intervención yo me limité a asentir educadamente cada cierto tiempo, tratando de no interrumpir su disertación. David supo apreciar mi postura en un segundo plano, y cuando hubo terminado, debió ver mi semblante cubierto por una nube de escepticismo, lo cual supo transmitirme con exquisito tacto. Yo le comenté que le creía, es decir, que pensaba que lo que él creía era cierto. Ahora bien, que yo creyera que de buenas a primeras David había sido ungido con el don de la adivinación y la clarividencia distaba ciertamente de lo que estaba dispuesto a aceptar. Él sabía que yo reaccionaría así, y se propuso revelarme tres hechos que, según he tenido que concederle, no eran susceptibles de ser adivinados fácilmente, y que según David, ocurrirían en los próximos días. Me habló de unas terribles inundaciones en el sur de España, de la dimisión de un alto cargo político de la capital y de la victoria deportiva de un equipo por el que nadie apostaría ni un sólo céntimo. Tras formular estas predicciones se despidió de mi hasta la semana siguiente.

Jamás he vuelto a ver a mi amigo. Ustedes no van a creerme si les digo que lo que David había vaticinado acabó por cumplirse. Tal vez crean que en lo tocante al equipo desahuciado es muy posible que alguien lo haya podido prever, y que incluso haya apostado a su favor, para sacarse un dinerillo. Yo también lo creo así. Ahora bien, ¿cómo podemos explicarnos que haya predicho la dimisión de un alto cargo de la política madrileña y unas inundaciones en el sur de España? Ustedes conocen tan bien como yo la respuesta. No podemos explicarlo. Aunque tal vez pueda servirnos de ayuda lo que me resta por contarles.

Me enteré de la muerte de David por una misiva dirigida a la sección “Cartas al Director” de una conocida revista semanal, de la cual soy el máximo responsable, y de la que ya les he hablado. En realidad no me enteré de la muerte de mi amigo a través de la mencionada epístola, sino que en ella se me adelantaba el funesto acontecimiento. La carta no venía firmada y por no venir, ni siquiera había llegado a mi por los canales habituales. Simplemente apareció un buen día sobre mi escritorio. Fue inútil interrogar a mis subordinados. Nadie tenía ni la más remota idea de cómo había llegado el pliego a mi mesa. Como digo, en ella se me daba a conocer (con macabra antelación) la muerte de mi amigo.

El tono de la carta daba a entender que había sido redactada por una mujer carente de cultura y educación, a juzgar por el lamentable lenguaje y la deficiente escritura de la misma. En síntesis pregonaba mi amistad con el difunto, que le había sido referida a la mujer por nuestro común amigo. La señora decíase conocedora no sólo de la buenaventura de David sino de la mía propia, y solicitaba mis servicios, que deberían consistir en devolverle cierto colgante que ella misma le había regalado a David. Me sugería —aunque noté cierto ímpetu taxativo en sus palabras— que no tocase el amuleto con mis propias manos, ya que era muy antiguo y delicado, y que me sirviese de un paño o guante para introducirlo en la caja de madera que a buen seguro encontraría junto al colgante. Aseguró que David moriría en cuanto yo terminase de leer la carta y se citaba conmigo unos días después, en un concurrido acceso del más famoso de los parques locales.

Inmediatamente descolgué el teléfono y llamé a mi amigo. No obtuve respuesta al llamar a su casa así que lo intenté con el teléfono móvil. Mi ansiedad iba in crescendo y al terminar los siete u ocho tonos de llamada, mi corazón latía desbocado. Abandoné mi despacho a toda prisa, con la gabardina en una mano y la carta de la vieja agorera en la otra. Al abrirse las puertas del ascensor mi sorpresa fue mayúscula, pues mi mano derecha sólo sostenía un doblado y amarillento papel en blanco.

EPILOGO

Después del funeral de mi amigo David me las ingenié para acompañar a su viuda a casa, y con un absurdo pretexto, mientras ella me preparaba una taza de té, sustraje del estudio de mi difunto compañero una pequeña caja de madera, que todavía reposa en mis temblorosas manos. He intentado reunir las fuerzas necesarias que me permitan vencer el terror que ahora mismo experimento hacia este pequeño trozo de madera. Llevo dos días sin dormir y hoy por fin me he decidido a abrir la caja.