miércoles, 13 de marzo de 2013

EL ARCHIENEMIGO DE HITLER



Si les digo que fue un 13 de marzo, tal día como hoy, se quedarán igual que si les digo que sucedió un sábado de hace 70 años. Ahora bien, si les hablo de Tom Cruise y de la Operación Valquiria la cosa cambia, ¿no? Seguro que a muchos ya les suena ahora el complot para quitar de en medio a Adolf Hitler. Pues lo que sucedió el 13 de marzo de 1943, hace hoy setenta años, fue un pequeño ensayo (de los muchos que se acabarían sucediendo) de aquella peliculera «Ansatz Valkyrie». Y es que al Führer no había manera de quitárselo de encima, si no era a base de tiros. Descerrajados por su propia arma y por su propia mano, eso sí.

El gran responsable de los confabulados, y el que había urdido la mayor parte de las conspiraciones contra el canciller —ya veremos que hay unas cuantas— atendía por Herrmann Karl Robert "Henning" von Tresckow, y desconozco si es o no el personaje que interpretaba Cruise, ya que no veo muchas películas de Tom. El caso es que todo comenzó aquel esperanzador 13 de marzo. Hitler se había desplazado a Smolensk para pasar revista a sus tropas y para arengarlas en el asalto final a la Unión Soviética. Allá por la primavera de 1943 la Wehrmacht acabada de perder su primera gran batalla, Stalingrado. El plan inicial era pegarle cuatro tiros al enano de bigote, así por la patilla, y confiar en que el ejército se uniera a la chispa golpista. El problema de quitarse a Hitler de un plumazo era Himmler —a día de hoy todavía nos preguntamos quién estaba más loco de los dos—, que no había viajado con el «sonrisas».  Los instigadores temían por tanto una posible guerra civil entre las Waffen-SS (comandadas por Himmler) y el ejército regular. Se enfundaron las pistolas y pasaron al Plan B. Lo que harían sería volar al Führer por los aires.

El plan B consistía en colocar cargas explosivas en el avión que llevaría de vuelta a Hitler a su cuartel general de Prusia Oriental. Pero meterle cuatro petardos por el culo a Hitler no era coser y cantar y se las tuvieron que ingeniar muy pero que muy bien. Vean sino lo que hicieron. La cosa tiene su gracia porque intervinieron británicos, franceses y alemanes. Tresckow preguntó al coronel Heinz Brandt si podía hacer entrega de una botella de Cointreau al también coronel Helmuth Stieff, que por aquella época todavía no se había pasado al bando conspirador, como pago de una apuesta. El coronel Brandt aceptó gustoso y así fue cómo el explosivo subió a bordo, en forma de botella. ¿Qué había dentro? Pues la suficiente cantidad de «Plastic C» para mandar a Hitler al infierno, envuelto en una preciosa carcasa magnética, ambos de fabricación británica. El temporizador incorporado en la bomba debió haber detonado treinta minutos después de iniciarse el vuelo, pero las bajas temperaturas del maletero sin calefacción congelaron el artilugio y el pequeño cabrón salió ileso. Fabian von Schlabrendorff, que consiguió vivir hasta 1980, recuperó la dichosa botella y todos tan contentos. Habría que echar mano del Plan C si querían quitarse de encima a Adolfito. Y del D también. Y del F. Y del G…

Sólo una semana después los conspiradores volvieron a frotarse las manos. Se había informado de que el Führer planeaba acudir a la inauguración de una sala de exposiciones en un museo de Berlín. ¡Qué culto el cabrón! No se engañen. En esa sala sólo se expondrían las banderas y armas soviéticas capturadas en el frente. Para el caso daba lo mismo. La sala estaría repleta de bombas preparadas para detonar con temporizadores de 10 minutos. La visita del canciller estaba programada para una media hora escasa, pero a última hora se redujo a unos ocho minutos. Nuestros conspiradores no se lo podían creer. Debieron flipar cuando Hitler llegó al museo, inauguró la sala, hizo un breve recorrido, dio un efímero discurso y salió por las puertas del museo ¡en menos de dos minutos! A los implicados les faltó el tiempo para desactivar las bombas y quitárselas de encima, pero pudieron arreglárselas de nuevo haciéndose los tontos y silbando distraídamente.

A partir de entonces la cosa se ponía cruda para los conchabados contra Hitler, ya que al Führer dejó de vérsele por los campos de batalla de toda Europa y los cabecillas de la conspiración carecían de privilegios de acceso a las zonas reservadas del canciller. Entre ellas, la famosa Guarida del Lobo. Ése sería el escenario, un año más tarde, de la famosa y mencionada Operación Valquiria. Pero eso es harina de otro costal, y ya hablaremos de ella en otra ocasión. Les adelanto, sin embargo, que la cosa no llegó a buen término (a no ser para el hijo de puta, se entiende) y el amigo Tresckow acabó suicidándose un día después del fallido atentado. Sirvan sus postreras palabras, dirigidas a von Schlabrendorff, como sentido homenaje a un gran hombre que intentó quitarnos de en medio a uno de los peores hijos de puta de toda la historia:

"El mundo entero nos vilipendia ahora, pero todavía estoy totalmente convencido de que hicimos lo correcto. Hitler es el archienemigo no sólo de Alemania, sino del mundo. Cuando, en el tiempo de algunas horas, me vaya ante Dios para dar cuenta de lo que he hecho y dejado de hacer, sé que voy a ser capaz de justificar lo que hice en la lucha contra Hitler. Dios prometió a Abraham que no destruiría Sodoma si se podía encontrar a sólo diez hombres justos en la ciudad, por lo que espero que Dios no destruirá Alemania. Ninguno de nosotros puede quejarse acerca de la muerte, quien se unió a nuestras filas cuando nos enfundamos la camisa de Neso. El valor moral del hombre sólo se establece en el punto en que está dispuesto a dar su vida en defensa de sus convicciones".

jueves, 7 de marzo de 2013

EL HIJO DE LA REVOLUCIÓN



Inspirado en "El misterio del 'Castillo Montealegre'", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/nBDIDsj4Ye
Inspirado en "La consejera y la catedrática", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/PP9MosPPxh


Sentado en su viejo escritorio, el que había usado casi veinte años atrás, el pistolero aporreaba incesantemente las gastadas teclas de su viejo portátil. Su astigmática vista le sugería irse a hacer puñetas delante del televisor o a leer el libro de la Conconstrina, pero no le recomendaba seguir con la tecla. El libro de marras era el segundo que leía de Nieves y, junto con Juan Eslava, la mujer era una de las autoras más refrescantes que se había echado a la cara en los últimos años. Dejó volar un rato más su imaginación y volvió a fijar su atención en lo que estaba haciendo: escribir el relato semanal inspirado en el artículo de Pérez-Reverte. Recordó lo que una chica le había preguntado durante un delicioso encuentro que había mantenido el lunes por la tarde con unos muchachos de instituto: “¿Por qué siempre escribes sobre Reverte?”. Había respondido a esa y a otras preguntas con total sinceridad. No escribía sobre Reverte. Cogía una idea, una palabra, un objeto de los artículos del maestro y a partir de ahí, creaba su propio mundo, su relato semanal. A veces también le daba por los ensayos. Con alguno se divertía bastante y su faceta de aleccionador, de pedante profesor de andar por casa, se vía satisfecha durante unos cuantos días. A veces no le duraba ni un par de horas, pero casi siempre se entretenía escribiendo esas pequeñas y divertidas historias.

Esta semana le tocaba escribir sobre un naufragio, sobre un desalmado que había ordenado torpedear una embarcación neutral. Nazi tenía que ser, se dijo. Estuvo toda la semana dándole vueltas al asunto, pero no se le ocurría nada fresco, novedoso. ¿Acaso se estaba apagando el sol que tan fulgurosamente había brillado en su interior durante los últimos meses? Y la verdad es que ya había escrito sobre naufragios, sobre nazis y sobre personas desalmadas, como si una cosa no fuese indisolublemente ligada con la otra. Echó mano entonces del ignoto artículo de la semana siguiente. Una nueva historia sobre lo mal estructurada que estaba España. Un nuevo ejemplo de la necedad colectiva y de la individual. Le encantaba leer cosas así en los artículos de Reverte pero por desgracia también había escrito sobre ello y temía no sólo volver sobre sus pasos, sino no aprender nada de ello. Así que decidió darse un pequeño respiro e improvisar. Tal vez Chávez pudiera resultar un gran tema sobre el que escribir. ¿Quién sabe? A lo mejor el personal estaba receptivo y se podría meter entre pecho y espalda una perorata sobre Bolívar, Pizarro o alguno de los genocidas que camparon a sus anchas por Sudamérica en esos primeros años de cristianización del continente americano, en busca de la gloria del impero y de la suya personal, incansables tras el mítico Dorado.

¿Qué contar de Chávez? Algunos amigos suyos elogiaban su persona, lo lloraban e incluso echaban de menos la figura de un Chávez local. El pistolero pasaba. Le daba lo mismo. Ahora estaba muerto y pronto sería polvo. Es ley de vida. A los muertos es mejor dejarlos tranquilos, pero el pistolero era incapaz de dejarlo estar, al menos en su fuero interno. El debate había comenzado en sus entrañas y las cartas estaban todas sobre la mesa, aunque todavía nadie se hubiese molestado en darles la vuelta. El difunto encajaba perfectamente en el perfil populista que tanto gusta a los socialistas, ya sean de verdad o de boquilla. El comandante había quitado de la pobreza a muchos compatriotas y había nacionalizado en tiempo récord gran cantidad de los recursos naturales y económicos de su país, lo que, nos guste o no, es siempre algo positivo. Había plantado cara al gigante norteamericano y eso también había sido meritorio. Hugo incluso había llegado a ganarse la tirria del Borbón y también eso era de admirar, aunque no resultaba suficiente. No al menos para los criterios del pistolero. No por haber luchado contra Hitler era uno buena persona. Ese era el problema (uno de los muchos) de los acérrimos comunistas. Stalin había sido tan genocida o más que el propio Adolfo pero, como son las cosas, mucha gente sigue llevando chapas y llaveros del infame Joseph sin que nadie se atreva a procesarlos. Y eso que su sucesor, el amigo Kruschev (o Jrushchov, como ustedes prefieran), se encargó de llamarle de todo menos bonito en aquel famoso discurso del sesenta y tres.

Antes de continuar, el pistolero echó un vistazo por la ventana y se sorprendió al ver que la lluvia había remitido, y de inmediato volvió a depositar toda su atención en el procesador de textos. En el reproductor de audio sonaba Queen. La famosa canción de la aspiradora. ¿Recuerdan? Un último vistazo por la ventana y al tema. Habíamos dejado al pistolero pensando en Chávez, Stalin y Kruschev, aunque fuese Hitler el que había llevado una existencia más paralela a la del comandante. Para empezar ambos habían tratado de sentar sus posaderas en el trono presidencial mediante la sana costumbre del golpe de estado. Ambos se habían pasado por la cárcel, condenados a dos añitos de reflexión, tras los cuales se dieron cuenta de que la violencia no era el camino. No al menos a la vista de todo quisqui. Huguito y Adolfito, Adolfito y Huguito salieron de la trena con cara de buenos niños, prometiendo portarse bien. Nada más lejos de la realidad. En cuanto pudieron (ambos tardaron más o menos lo mismo, unos seis años; otro dato curioso, ¿verdad?) se alistaron en el partido subversivo de turno y asaltaron el poder, de forma más o menos ordenada, legal y, digámoslo todo, con el apoyo de las urnas. Ya los tenemos mandando.

Ahora Hugo y Adolfo mandan en sus respectivos. Ambos habían atacado la república pero ambos supieron aprovecharse del sistema y consiguieron sentar sus, ahora sí, felices traseros en el rojo terciopelo de los sillones presidenciales. Pero lo jodido viene ahora. Gobernar. Ambos prometieron pan al hambriento y ambos cumplieron su promesa. Ambos acabaron también con las libertades individuales de sus pueblos. Y es que ni a Chávez ni a Hitler le molaba mucho la oposición ni los medios de la misma. No seamos ahora más papistas que el Papa al decir que tanto uno como otro acabó ordenando su nochecita de los cuchillos largos, ya que en el caso del venezolano apenas se han podido constatar los hechos ni hay literatura fiable al respecto. Pero sigamos. Habíamos dejado a nuestros amigos dando pan a los pobres y coartando las libertades individuales del personal. ¿Periódicos disidentes? Fuera. ¿Radios poco o nada afines al régimen? A hacer gárgaras. ¿Queréis sindicatos? A la porra con ellos. Y mientras tanto la moneda de unos y de los otros no vale ni para limpiarse el culo, la inflación subiendo como la espuma y cada vez los discursos más encendidos, contra el culpable judío uno y contra el pertinaz capitalista el otro que, aunque ambos con cierta razón, no era para ponerse así, hombre.

A la mente del pistolero volvió la idea de los polos opuestos. De las energías encontradas, de las posiciones irreconciliables. De nuevo pensó en Hitler, en Stalin, en Franco y en la madre que los parió a todos. Pensó en lo curioso que resulta la visión que tiene la gente y la historia de uno u otro líder político, guerrillero o mesías de turno según esté de uno y otro lado. A veces, se dijo, resulta incluso fácil. Miren sino el caso de Mussolini. No cree el pistolero que haya nadie que se haga estampitas con la figura del Duce, por muy descerebrado que sea. Le sorprende, sin embargo, lo bien parado que ha salido de la historia el hijo puta de Stalin (al menos eso sucede a veces cuando alguien saca el tema) y lo mal parado y escocido que ha salido de la misma uno de sus grandes hijos, Napoleón Bonaparte. El corso, pensó el pistolero, tuvo muy mala suerte al mantener a su lado a gentuza como Murat o al infame hijo de puta de Talleyrand. El resto, lo hizo todo de puta madre. ¿No están de acuerdo? Echen un vistazo a los semáforos, a la arqueología, al numerado de las calles, divididas en números pares e impares según la acera de la misma, a la mayoría de las constituciones europeas (basadas en el código Napoleónico), a la separación de iglesia y estado, la aconfesionalidad de Francia, a la Academia de Ciencias francesa y a toda la porrada de progreso que ha traído el pequeño corso. La madre que lo parió, pensarán muchos. Gente que no se ha leído un libro en su puta vida, pensarán otros.

El pistolero abandonó de golpe sus pensamientos. Tenía mucho trabajo pendiente y aún tenía que pensar en algo que poder ofrecerles a los Erizos del club de lectura. Les había propuesto escribir una historia en común pero lo cierto es que estaba completamente desubicado. Tal vez lo más sensato sería dejar que los muchachos le propusiesen un tema sobre el que escribir y a partir de ahí tirar millas. No, se dijo. Voy a sorprenderlos. Creo que lo mejor será regalarles algo en forma de relato. Tal vez… Sí. Ya lo tenía. Echó un nuevo vistazo por la ventana y un esplendoroso rayo de sol le cruzó el rostro. Se puso a escribir de inmediato.