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"Carteristas, atracadores y semáforos", de Arturo
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"Cuando John Ford era facha", de Arturo
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El buque
espacial Lymossth-327 orbitaba ya atraído por la gravedad artificial de la
estación internacional Kappa-4. Ponía así fin a su habitual trayecto entre el
planeta Marte y el segundo satélite más grande de Saturno, después de una breve
y desacostumbrada estancia en Titán. Su mermada tripulación se disponía una vez
más a descansar de su agotador viaje interplanetario, poniéndose a cobijo de
las tormentas solares, que habían alcanzado su cota superior de virulencia
durante los últimos años. Los trece tripulantes del navío espacial se apresuraron
a aligerar la carga que transportaban en la bodega y la Lymossth-327 pronto
quedó completamente vacía, a excepción de sus vitales reservas de oxígeno y
combustible. Después de dejar el transbordador bajo custodia de las autoridades
locales, se dirigieron a la cantina de la estación espacial. Con un poco de
suerte todavía estarían a tiempo de tomarse un buen filete de krhon mientras se
trasegaban una jarra de blintsz tras otra.
La
comida nunca había gozado de buena fama en las lunas de Saturno, de hecho casi
nadie recomendaba tomarse un filete de krhon más allá de la influencia
gravitatoria de la Tierra, pero aún así había servido para llenar sus arrugados
estómagos, tal vez demasiado acostumbrados ya a la bazofia proteica que
ingerían durante las maratonianas travesías que los llevaban de un lado a otro
de la galaxia. El blintsz sin embargo era excelente, o al menos así se lo había
parecido a todos ellos, sin excepción. Se habían bebido cuarenta y cinco jarras
entre todos, lo cual no representaba ni mucho menos una mala media. Cuando el
capitán Horckstafter se dispuso a pagar con el dinero expedido por la
Federación Interestelar de Comercio, la negativa del encargado de la cantina no
pudo menos que sorprenderle.
—Sus créditos no valen aquí, compañero —le dijo.
—Pero… —balbuceó el capitán Horckstafter—, si
son nuevos.
—No lo dudo, amigo. Pero aquí no sirven.
—Debe de haber algún malentendido —intervino el sobrecargo Williams,
adelantándose.
—Está bien, Williams —aclaró el capitán—. Yo me encargo.
Percival Williams era el miembro de la dotación de la Lymossth-327 de más edad y se decía de él que había sido sincronizado más de mil
veces y, aunque su aspecto no lo sugería, muy pocos ponían en duda semejante
afirmación. Ni siquiera el viejo Matthis, dueño de la nave de
abastecimiento y ahora retirado, guardaba recuerdo del día en que Percival
Williams se había hecho las pruebas de aptitud, necesarias para la obtención de
su permiso de tripulante del buque espacial Lymossth-327. Matthis
creía firmemente que el propio Williams venía incluido en la nave, como si de
un extra más se tratase, a pesar de que la Lymossth-327 había sido
concebida originalmente para evadir las patrullas interplanetarias y el
equipamiento suplementario no había figurado entre las exigencias del equipo de
diseño que lo había proyectado. De hecho había sido obtenido por la empresa de
transporte Milleage 2000 a través de una subasta del Departamento de Justicia,
poco después de haber sido confiscada a sus antiguos patrones, unos traficantes
de mercancías muy poco espabilados. El sobrecargo Williams volvió a dejar libre el espacio entre el
capitán y el encargado de la cantina. Éste dijo de nuevo:
—No es que no sirvan. Es que no valen una mierda —explicó—. Los
separatistas de Tetis y Dione se han empeñado en hacernos la puñeta y vaya si lo
han conseguido.
Algunos ciclos atrás un líder regional del satélite Dione había comenzado a
cobrar cierta relevancia entre los gobernantes locales, llegando incluso a
asistir a los vedados congresos del partido que gobernaba la galaxia. Su fama y
poder se habían ido extendiendo hasta que un buen día llamaron con fuerza a la
puerta de la vecina Tetis. A partir de entonces todo había sucedido de manera
vertiginosa. Un senador apareció muerto y la Federación Interestelar de
Comercio quiso poner fin a las aspiraciones soberanistas de la zona mediante el
ajusticiamiento de algunos líderes circunscritos al gobernador local, un títere
en manos de la ya entonces autodenominada resistencia. Los rebeldes recogieron
el guante y desde entonces habían invertido en su causa ingentes recursos
económicos y, ¿por qué no decirlo?, una nada despreciable cantidad de vidas
humanas. Su mayor victoria contra el absolutismo que representaba la Federación
no se hizo esperar demasiado; consiguieron apoderarse de un sistema diseñado
para apantallar la radiación de fondo remanente derivada de la muerte de la
Supernova F/X 211, transformándolo en un sistema capaz de apantallar la señal
emitida por la Federación Interestelar de Comercio, dejando así ciegos a todos los
sistemas monetarios de la región. Horckstafter y su tripulación
habían oído hablar de la historia aunque ignoraban una importante parte de la
misma. El capitán volvió a encararse con el encargado.
—Pero entonces, ¿cómo pretende cobrar sus servicios? Resulta obvio que
usted sabía que no podríamos pagarle y sin embargo nos ha servido todo y cuanto
le hemos pedido. ¿Por qué?
—No crean que no van a pagarme —declaró—. Lo harán. Y con creces.
—Me temo que no le sigo —Horckstafter deslizó
instintivamente la mano derecha sobre la culata de su disparador. De soslayo
observó cómo Philig y Morgan hacían lo mismo—. ¿No habrá creído
que…?
—Dejen las armas tranquilas, amigos. Aquí tampoco funcionan —apostilló con
una leve y maliciosa sonrisa—. ¿Ven eso de ahí arriba?
—¿Inhibidores? —preguntó Horckstafter.
—Sí.
—Díganos entonces —intervino el sargento Morgan, visiblemente alterado—,
¿cómo cojones va a cobrarnos, amigo?
—Muy sencillo. Me vais a traer una cosa. Haréis un pequeño viaje para mí.
De repente el gesto del encargado de la cantina sufrió un cambio drástico.
Se había vuelto macilento y sombrío. Prosiguió, ante el estupor generalizado de
la tripulación.
—Esa nave en la que habéis llegado —continuó mientras hacía un gesto con la
cabeza, en dirección a la Lymossth-327— servirá perfectamente.
—La Lymossth sólo va a moverse de ahí para volver a Marte —informó Williams—. Así que ya puede olvidarse del tema, amigo.
—No soy su amigo —le espetó— y les conviene hacerse a la idea de que esa
preciosa nave va a hacer un pequeño recadito para el viejo Joe.
—El viejo Joe puede lamerme el culo si quiere pero…
—¡Morgan! —Horckstafter le lanzó una furibunda mirada—. Cierre el pico.
—Sí, señor. Lo
siento, señor.
Joe dejó a un lado el pequeño paño con el que había
estado jugueteando desde el inicio de la conversación y se frotó los ojos en un
visible gesto de cansancio. Antes de ser interrumpido de nuevo dejó muy claro a
los tripulantes de la Lymossth-327 que era él quién tenía todos los
triunfos y que las cosas resultarían mucho más fáciles para todos si decidían
colaborar con sus propósitos. Fue entonces cuando sus compinches entraron en
escena. De un lateral del establecimiento emergieron algunos hombres armados
con deflectores modificados, totalmente ajenos al efecto de los inhibidores
instalados en la cantina de Joe. La dotación de la Lymossth pronto fue
rodeada.
—A estos señores y a mí —dijo Joe con un tono de burla en su voz— nos
gustaría que empezaran a colaborar con nosotros.
—Ningún hombre a mi cargo hará nada de lo que usted diga, Joe —Horckstafter
parecía totalmente resuelto a terminar de una vez por todas con toda aquella
pantomima—. Le recuerdo que la custodia improcedente de una
tripulación adherida al tratado de comercio interestelar constituye un grave
cargo de piratería.
—No me diga. ¿Sabe qué, Horckstafter? Empiezo
a estar harto de su falta de colaboración. Me está provocando un ataque de
furia. Y eso no sería agradable de ver. No, señor.
El último arrebato de furia de Joe se había producido hacía diecinueve días
y había puesto patas arriba el establecimiento. El auténtico encargado de la
cantina y sus cuatro empleados llevaban muertos desde entonces; yacían
olvidados en un apartado trastero detrás del edificio principal de la cantina.
Joe McAllister y su pandilla de facinerosos se habían presentado famélicos en
las dependencias del Food Star y habían dado buena cuenta de todos y cada uno
de los platos y bebidas que Gork Mandel y sus chicos les habían puesto al
alcance. Una vez finalizado el banquete había comenzado la ronda de preguntas.
Como si del teniente de una patrulla policial se tratase, McAllister preguntaba
una y otra vez a Mandel y a sus empleados acerca de una rara especie de mineral
luminiscente, mientras los chicos de Joe se entretenían aporreando una vieja
máquina recreativa que había dejado de entretener a los visitantes del Food
Star hacía más de veinte o treinta ciclos. La poca información que Joe había
obtenido de Gork Mandel había sido el infortunado pretexto que había llevado a
los Lobos de la Galaxia a matar a todos los trabajadores de la estación
espacial, comenzando por los mal pagados trabajadores del Food Star. Ahora,
aflorando como lo haría un viejo recuerdo, el incidente volvía a la mollera de
Joe.
Dos soldados al servicio de Joe McAllister abandonaron sus posiciones, en
respuesta a un insignificante gesto de su patrono. Pronto varios miembros más
de la camarilla de maleantes de Joe siguieron su ejemplo. Unos instantes
después, la dotación de la Lymossth-327 había sido duramente reprimida mediante la
fuerza y sólo quedaban en pie el capitán Horckstafter y los dos hombres de sus
flancos, el sargento Morgan y el sobrecargo Williams, todos ellos amenazados
por los cañones de los letales deflectores. La brutal paliza propinada a los
indefensos tripulantes produjo un extraño efecto relajante en el gesto de Joe
que, de espaldas al capitán Horckstafter, volvió a dirigirse a éste:
—Es muy posible que ahora colabore, ¿verdad capitán?
—Sí, pero por favor —suplicó—, no vuelva a hacerlo.
—Lo haré cuantas veces me plazca —atajó Joe—. A menos que me traigan lo que
quiero.
—Haremos lo que nos diga.
—Bien. Por fin nos entendemos.
Medio hipo
ciclo después siete miembros del personal de la Lymossth-327 se hallaban a
bordo del buque espacial, junto con otros diez compinches de Joe McAllister, todos con claras y concisas instrucciones que facilitarían
su búsqueda del extraño material refulgente. El capitán Horckstafter había
solicitado a Joe McAllister permanecer en la estación
espacial orbital, proporcionando los cuidados necesarios para el
restablecimiento de tres de sus hombres. Dos de los tripulantes de la Lymossth
habían muerto.
El
fugitivo Joe McAllister había ordenado a tres de sus hombres que
custodiasen a los prisioneros en la estación orbital. Dos de ellos se
apostarían como centinelas, en el perímetro externo de la estación orbital. Nadie
esperaba sin embargo a ningún viajero rezagado, ya que todos se habrían cuidado
mucho de no viajar en plena tormenta solar. El tercero se encargaría de vigilar
a Horckstafter y a dos de sus hombres, que hacían lo posible por
conservar la vida de un tercero, mientras soportaban con rabia contenida las
bromas satíricas de su carcelero, que parecía disfrutar con los ímprobos
esfuerzos que el capitán y sus hombres realizaban. Finalmente el tercer hombre
expiró, uniéndose a las dos bajas anteriores. Horckstafter y los otros dos se
dejaron caer sobre sus traseros. Estaban agotados.
—Vaya, ¡qué pena! Al final ha cascado, ¿eh? —dijo el carcelero.
—Cabrones —murmuró uno de los hombres de Horckstafter.
—¿Qué has dicho, gilipollas?
—Nada —intervino el capitán Horckstafter—. No
ha dicho nada. Su paciencia se había agotado.
—Ya me parecía.
—Yo, sin embargo —Horckstafter subrayó sus palabras, detenidamente—, sí que tengo algo que decirte, hijo —el capitán le clavó sus
fríos ojos azules—. Y me gustaría que te acercaras un poco más.
El carcelero obedeció mansamente, acuclillándose al lado del capitán. Éste
prosiguió. —Necesito que corras esas cortinas, hijo. Voy a contarte una
historia y quiero que nadie nos moleste.
—Me encantan las historias —dijo el carcelero, entre balbuceos.
—¿Qué demonios le pasa a éste, capitán? —inquirió uno de sus hombres.
—Dejadnos solos, chicos —ordenó el capitán, que no había dejado de trepanar
el cerebro del carcelero con sus gélidos ojos—. Vigilad a los centinelas.
Arthur Kangder se aseguró de que los dos centinelas apostados en
el exterior de la estación orbital continuasen completamente ajenos a todo lo
que sucedía en el interior de la cantina. Tras echar un fugaz vistazo a través
de la ventana ordenó al otro miembro de la dotación de la Lymossth-327 que
vigilase a los centinelas, mientras él corría todas las cortinas del
establecimiento, tanto las delanteras como las traseras. Mientras tanto el
capitán Horckstafter y el carcelero se habían encerrado en la cocina del local,
en dónde ahora mismo reinaba una tétrica tranquilidad. El carcelero,
obedeciendo los designios del capitán Horckstafter, se había ido introduciendo
en una enorme marmita lo suficientemente grande como para cocinar a toda una
familia de krhons al tiempo que se desnudaba. El capitán comenzó su relato.
—Verás, hijo. La historia que voy a contarte es muy vieja. Sucedió en un
remoto lugar llamado Inglaterra. Un viejo médico retirado es el protagonista de
la misma. No recuerdo su nombre, pero nos da lo mismo, ¿no te parece?
—Sí —respondió el bandido—. ¿Quién es usted? —preguntó después de hacer
acopio de todas sus fuerzas, tras lo cual se dejó reposar, extenuado—. ¿Es
usted un psíquico?
—Creo que sí, hijo —Horckstafter decía la verdad—. Me parece
que acabamos de averiguarlo. ¿Te parece que continúe? El muchacho no dijo nada,
incapaz de retirar su mirada de los glaciales y azules ojos del capitán.
»Como iba diciendo, este médico pretendía llevar a cabo un nuevo
experimento. Para ello requirió de todo el buen hacer de su mayordomo. Juntos
redujeron a un maleante que había entrado en su casa a altas horas de la
madrugada, con la intención de robar. El facineroso resultó ser un condenado a
muerte que se había fugado, evitando así su inmisericorde destino. El médico le
propuso un trato. Si aceptaba ser el sujeto de sus investigaciones y salía con
vida de las mismas, ni el médico ni su mayordomo, un ex campeón de boxeo, le
impedirían irse por dónde había venido. De lo contrario, colgaría del extremo
de una cuerda. Por supuesto el individuo aceptó. ¿Qué podía perder?
»El experimento pronto estuvo preparado. El médico explicó al reo los pasos
a seguir. Tras desnudarse, el condenado a muerte se sumergiría en una bañera
repleta de agua caliente. Luego el médico cortaría las venas del reo y dejaría
que se desangrara para, inmediatamente, y con la ayuda de su mayordomo,
realizarle una transfusión de un plasma de su invención, de similares
propiedades que la sangre. Si todo salía bien, el condenado sería revivido
mediante un masaje cardiaco y el experimento sería todo un éxito.
»El condenado notó el agua caliente en sus tobillos y pronto se sumergió en
la bañera, comenzando a sudar profusamente. El médico repitió de nuevo sus
indicaciones y cuando hubo terminado le abrió las venas. El preciado líquido
rojo comenzó a teñir el agua de la bañera. El reo respiraba cada vez con más
ansia y pronto pidió desesperadamente aplacar su terrible sed. En pocos minutos
se desmayó y su cabeza rebotó contra el borde de la bañera. De repente el
mayordomo se apresuró a acercar a la bañera los útiles para la transfusión,
pero el médico lo disuadió con un gesto de su mano.
»—Deje eso y acérqueme una toalla —dijo el médico.
»—Pero señor, la transfusión… —replicó el mayordomo.
»—No habrá ninguna transfusión. El experimento ha sido todo un éxito.
»—Me temo que no comprendo al señor —el mayordomo no salía de su asombro.
»—Es muy sencillo. El experimento ha sido un ensayo —muy acertado, debo
decir— de control mental. ¿Ve estas ampollas?
—Le mostró unos pequeños frascos manchados de un líquido rojizo—, son
parte del experimento. Sólo he pretendido hacer creer a ese pobre fugitivo que
iba a morir. Lo he dispuesto todo para que así lo creyera y, como puede ver,
amigo mío, ha resultado.
»—Comprendo… —mintió el mayordomo.
»—Despierte a ese hombre, por favor —le ordenó mientras le tendía un frasco
de sales.
»—Señor. Este hombre no se despierta. Me temo que haya muerto, señor.
—Lo mismo que este otro, capitán —uno de sus hombres lo interrumpió,
mientras sujetaba el brazo inerte del hombre sumergido en la marmita.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí, marinero? —preguntó el capitán.
—El suficiente, señor.
—Está bien. Traiga a su compañero. Acabemos con esos dos de ahí afuera.
Entonces se desató el infierno. La cacería vendría justo después.
Uno de los dos hombres que habían permanecido recluidos con el capitán Horckstafter
refirió más tarde, delante de un tribunal internacional, los hechos de los que
fue testigo. Su novelesco relato dejó de una pieza a todos los miembros de la
cámara, que apenas podían dar crédito a la narración del testigo, que aseveraba
haber visto con sus propios ojos cómo el capitán Horckstafter había puesto fin
a las vidas de los dos centinelas con el único apoyo de sus desnudas manos. Al
ser preguntado acerca de la naturaleza del ataque y de su ejecución, sólo
acertó a decir que tenía la impresión de haber presenciado un aquelarre a
cámara lenta. Peor suerte corrieron los fugitivos que habían secuestrado a
parte de la tripulación de la Lymossth-327, incluida la propia nave. Al ser
cuestionado, el testigo se refirió a la búsqueda y posterior captura de la Lymossth
como una cacería, como un brutal juego ancestral de acoso y derribo. En su
intervención final el informador manifestó lo siguiente, que pasa a ser
referido textualmente:
« ¿Recuerdan esas viejas películas que a veces pasan por la televisión?
Esas de vaqueros. Pues todos esos cowboys de pacotilla, todos esos mojigatos
meapilas, empezando por James Stewart, no disparaban a nadie por la espalda, no
mataban a nadie que no se lo mereciera y ante todo defendían ideales como la
justicia, el honor y todas esas patochadas, que fueron borradas de un plumazo,
gracias a Dios, por Sergio Leone y Clint Eastwood. Antes de Leone e Eastwood
los cowboys eran eso, cowboys. Después empezó a hablarse de pistoleros. De
asesinos. Del te mato o me matas. Del te disparo por la espalda porque entre
pistoleros la única ley que existe es la del más rápido. El honor no tenía
cabida en el salvaje Oeste, que para algo era salvaje. A fin de cuentas eso es
lo que vi aquel día en la estación espacial. Vi a Clint Eastwood desatado. Vi a
William Munny, al Hombre sin Nombre, a Harry Callahan, al Rubio. A todos ellos.
Encarnados en esos terribles ojos azules.»