jueves, 24 de enero de 2013

LA HIJA DE NAPOLEÓN

Inspirado en "Una mujer de treinta siglos", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/UKVUIm9m
Inspirado en "Una carta de 1588", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/rsn7F4yL

Por todos es conocida la trayectoria vital del precoz general de artillería que en un principio aceptó el puesto de Primer Cónsul Vitalicio de la República Francesa (título que ya se las traía, pero bueno…) y que más tarde se auto coronó Primer Emperador de Francia, así que no nos detendremos demasiado en el buen corso. Decir únicamente que el nacimiento de su hija data de sus campañas en Egipto, allá por el año 1798, trece años antes de que su segunda esposa, María Luisa de Austria, pariera a su único hijo varón, el segundo de los Napoleones. Sepa también el escéptico lector que su hija vive todavía entre nosotros, pero no adelantemos acontecimientos.

La primera esposa de Napoleón Bonaparte jamás atendió por Josefina hasta que se le metió entre ceja y ceja a su segundo marido, ya que toda la vida de dios se había hecho llamar Rosa o, más familiarmente, «Yeyette» —si a alguien le place puede buscar el significado del palabro (debe sonar algo así como el famoso «ye-yé» de la Conchita Velasco) y compartirlo con todos nosotros—, hasta que se desposó en primeras nupcias con el vizconde de Beauharnais, allá por el año 1780. Los dos hijos del matrimonio Beauharnais fueron criados en los albores de la Revolución Francesa y durante el reinado del «Terror» el vizconde fue guillotinado y a la pobre Josefina le faltó el canto de un duro para acabar como su solícito marido. El resto ya todos lo conocemos bien. Rosa pasa a ser Josefina (para mayor deleite del Gran Wyoming) y las idas y venidas del teniente húsar Hippolyte Charles del número 6 de la Rué Chantereine trastornan poco a poco al joven general corso. Hasta que vuelve de Egipto y todo cambia.

Napoleón y Josefina llevaban unos años intentando tener un hijo, pero no había manera. Bonaparte pensaba que si la expedición de Egipto se demoraba más de lo deseable, muchos de sus oficiales querrían tener a su lado a sus esposas y amantes, y él mismo soñaba con llevarse al Nilo a Josefina y trajinársela a base de bien, pero una vez más los ingleses se iban a encargar de poner pequeñas chinas en las botas de media caña del general de artillería. Entre las putaditas que llevaron a cabo los ingleses se encontraba la difusión de una melodramática carta de Napoleón dirigida a Josefina e interceptada por el Almirante Horacio Nelson. La prensa sensacionalista inglesa (¿acaso han tenido de otro tipo?) tildaba al general francés (Napoleón había nacido en Córcega pero se sentía más francés que Luis de Funes o que Jean Reno y, por supuesto, mucho más que el Gerard Depardieu) de lloromica y meapilas (llevaban algo de razón, pero sólo con respecto al tono de las epístolas que le enviaba a su esposa), algo que no sentó nada bien al Sire, que en la guerra el corso era de los que los tienen bien puestos.

Cuando Napoleón regresó de Egipto las cosas con Josefina se arreglaron, aunque a medias. El nuevo cargo de Napoleón como Primer Cónsul Vitalicio le da a su matrimonio la estabilidad que le faltaba, pero el vientre de Josefina jamás pudo volver a engendrar. De esta época data el nacimiento de su inmortal hija. ¿Les apetece saber cómo fue? Veámoslo.

Napoleón y Josefina pasaban los veranos en un bonito apartamento de Plombiéres, en dónde ésta tomaba profusamente las aguas de la zona, con la esperanza de poder concebir. Josefina era propensa a las jaquecas y cada vez con mayor frecuencia demandaba al médico de Napoleón, un tal Corvisart, las píldoras que la curasen. Josefina decía de estas estupendas píldoras que obraban milagros, pero lo cierto es que el buen doctor sólo suministraba a la esposa del Sire unas pequeñas migas de pan envueltas en papel de plata, quién sabe si por orden del general galo. Cierto día el balcón del apartamento se desplomó y Josefina se precipitó al suelo desde una altura de unos cuatro metros, causándose importantes heridas internas, lo que acabaría por impedirle concebir un hijo con Napoleón. Josefina se deprimió sobremanera y se enclaustró en una antigua afición que había adquirido en su Martinica natal: el cultivo de rosas.

Josefina deseaba que sus rosas durasen más tiempo, ya que a los pocos días se marchitaban y, como mucho, florecían durante apenas un día o dos. Rosa se dedicó en cuerpo y alma al cultivo de más de doscientas especies y finalmente logró cruzar una variedad de rosa de la Provenza con un espécimen de rosa traído de la China, de notable vigor y famoso por la fuerza de sus ejemplares. Acababa de nacer la rosa «té». Ésta era mucho más pálida que la erótica rosa provenzal, pero resultaba ser mucho más duradera y podía florecer durante semanas. A partir de la rosa «té» Josefina consiguió por fin crear el híbrido perfecto, que combina la robustez asiática con el aroma y presencia embriagadores de la variedad transalpina. Josefina había traído al mundo a su segunda hija y aunque Napoleón Bonaparte lo ignoraba, había dado al Sire un hermoso y robusto sucesor.

martes, 15 de enero de 2013

EL ASPIRANTE (SOLUCIÓN)

Inspirado en "Corbatas de toda la vida", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/nqkIfJGh

El profesor de matemáticas y el pésimo escritor de novelas (Mike opinaba que no vendería ni un solo ejemplar de su nueva novela si pensaba escribirla del mismo modo en que se había estado documentando) se apresuraron a explicar sus postreras y extemporáneas internadas en el despacho de Peter Mallory, el difunto director adjunto del UAT. El primero en hablar fue el matemático. Aseguró haber vuelto únicamente en busca de unos papeles que había dejado olvidados en el despacho de Peter Mallory. El bibliotecario corroboró su historia y a continuación todas las miradas se dirigieron hacia el escritor de novelas. En este punto el vendedor de seguros afirmó que Peter Mallory seguía con vida cuando él había entrado en el despacho del director adjunto, por lo que el escritor tampoco había sido quién se había cargado al director adjunto.

—¡Basta ya! —exclamó Mike—. Ya he tenido bastante. Ignoro si los números primos le han permitido al señor M dar con una solución al problema de Fermat…

—Teorema —corrigió el matemático.

—Me importa una mierda —Mike estaba furioso—. Tengo mis dudas acerca de usted, señor M. Ahora bien, no albergo ni una sola acerca de las declaraciones del escritor y del bibliotecario. Dejen que las revise, señores.

Los cuatro sospechosos y la señorita Alison Moran habían permanecido hasta entonces arremolinados en torno a Mike Phobes, atendiendo solícitamente a sus ruegos y peticiones, mientras los dos agentes del UAT y el forense se cuidaban de custodiar el cuerpo de Peter Mallory. Ahora reinaba en el despacho del director adjunto un silencio sepulcral e incluso los agentes del UAT se disponían a escuchar las elucidaciones que Phobes estaba a punto de llevar a cabo.

—En primer lugar tenemos a un escritor, del que por cierto no he oído hablar, que dice haberse documentado acerca de la vida infante de Napoleón Bonaparte. Y tiene la poca vergüenza de decirnos que Napoleón, el Corso, había nacido en la frontera franco italiana. Me parece de traca. Creo que su absurda declaración ha tenido desde el principio el único objeto de alejarlo de toda sospecha, siendo tan nítida su desfachatez que difícilmente hubiera sido posible considerarlo ni siquiera sospechoso, habida cuenta que tanto él como el vendedor de seguros eran las últimas personas que habían visto a Peter Mallory con vida. Luego aparece un bibliotecario que dice estar interesado en restaurar un extraño volumen firmado ni más ni menos que por el mismísimo Sócrates. «Ya saben, el filósofo». Esas fueron sus palabras exactas, ¿no es cierto, señor B?

El bibliotecario miraba resentido a Mike Phobes, que lo contemplaba detenidamente. Phobes Continuó.

—Sócrates no ha escrito ningún libro, ¿verdad señor B? —preguntó tranquilamente.

—No —respondió el bibliotecario—. Sólo trataba de impresionar al director adjunto.

—Lo intuía. Ahora bien, ¿querrá usted, señorita Moran, confirmarnos a todos una pequeña sospecha que tengo?

Allison Moran contemplaba entretenida toda la escena. Realmente se estaba divirtiendo al ver cómo Mike Phobes hacía a la perfección el papel de detective belga. Allison pensó que hasta tenía sus propios ojos verdes. Ojos de gato.

—Por supuesto, señor Phobes —Allison accedió.

—Díganos, Allison. ¿La cita del vendedor de seguros había sido cambiada en una o varias ocasiones a lo largo de la semana?

—Sí —contestó la secretaria—. Pero, ¿cómo puede haberlo sabido?

—Lo he intuido. Si los hechos no se amoldan a las teorías, deben amoldarse éstas a los hechos. Y lo cierto es que si nos permitimos creer por un instante que el señor Mallory no esperaba o no recordaba la visita del señor V, todo concuerda. La cosa ha ido así, más o menos.

»El matemático, el escritor y el bibliotecario han ido desfilando por el despacho del director adjunto desde las nueve y media de la mañana hasta aproximadamente las once menos cuarto. El asesino y su cómplice debían actuar antes de las once de la mañana, hora en que el asesino sabía que yo iba a presentarme en el despacho de Peter Mallory. Pero me temo que usted, señor M, lo complicó todo, volviendo al despacho de Peter en busca de esos papeles olvidados. El asesino había olvidado la postrera visita del vendedor de seguros y, junto con su cómplice, dispuso el asesinato, que no podía dilatarse más en el tiempo. Y bien, como ya saben, las prisas son malas consejeras.
 
—No entiendo nada, señor Phobes —dijo la secretaria.

—Es muy sencillo, señorita Moran. ¿Cuáles son las dos últimas personas que han visto con vida al señor Mallory?

—El escritor y el vendedor de seguros —respondió Allison.

—Entonces ellos son el asesino y el cómplice —dijo el matemático. Dos y dos…

—Se equivoca usted —repuso Mike—. El cómplice está entre ellos. Pero no el asesino.

—¿Cómo? —parecieron exclamar todos al unísono.

—Les he dicho antes que se olviden ustedes del vendedor de seguros. Él no debería haber estado aquí. No al menos en los planes de nuestro asesino. ¿No es así, Peter Mallory?

Todos los presentes se quedaron con la boca abierta. Peter Mallory se había levantado y se estaba deshaciendo el nudo de la corbata. —Maldita sea, E, lo has apretado a conciencia —el escritor parecía orgulloso del four-in-hand que le había hecho al director adjunto. Todavía estupefactos, el pequeño corro que ahora se arremolinaba alrededor del resucitado Peter Mallory continuó atento a las explicaciones de Mike Phobes.

—Sospeché que algo raro ocurría cuando vi que tu elegante traje beige no pegaba nada con esa corbata chillona. Deberían prohibir el azul celeste en tan regia prenda, ¿no le parece, señor E?

—¿A mí que me dice? —preguntó el escritor.

—Se lo pregunto a usted porque esa corbata es suya. Y es horrible, perdone mi sinceridad, se lo ruego —Mike Phobes continuó con su disquisición—. Usted y Mallory lo habían planeado todo pero a última hora les entraron las prisas, y el inesperado retorno del profesor de matemáticas y la relegada cita con el vendedor de seguros lo acabó por precipitar todo. Usted, Mallory, trató de quitarse la corbata para que el señor E pudiese usarla como soga y ahorcarlo, pero olvidó que el nudo Pratt con el que suele anudar sus corbatas no se deshace por completo al tirar del extremo más estrecho de la corbata, sino que deja un pequeño e incómodo nudo —todos seguían, embobados, el relato de Mike.

»Consciente del tiempo que le haría perder ese incómodo nudo, el señor E tomó la corbata del señor Mallory y le cedió a éste su propia corbata, anudada con un sencillo four-in-hand. Éste ha sido uno de los errores que han cometido. Al iniciar la ronda de declaraciones, el señor E llevaba su corbata anudada con un medio Windsor. Pero ¿por qué semejante nudo, excesivamente grueso, para tan estrecha corbata? La respuesta resulta obvia. El señor E trataba de ocultar la fastidiosa marca que el director adjunto había producido en la corbata cuando trató de deshacer un nudo imposible de descomponer.

—Mike, hijo —Peter Mallory se mostraba abstraído—, ¿cómo encaja en su teoría la presencia del vendedor de seguros? Declaró haber estado en mi despacho durante unos diez minutos.

—Si no me equivoco —continuó diciendo Phobes— yo diría que el vendedor de seguros aprovechó muy bien esos diez minutos. ¿No es así, señor V?

—No sé a qué se refiere usted, señor —repuso el vendedor.

—Usted era, señor V, la única pieza (junto con el inoportuno regreso del señor M) que no estaba bajo el control del señor Mallory. Yo diría que durante esos diez minutos estuvieron ustedes discutiendo el precio en metálico de su silencio, aunque yo me inclinaría más bien por la promesa del director adjunto de firmarle uno de esos seguros que usted vende. ¿Voy bien?

—Perfectamente, Phobes —concedió el director adjunto—. Un trabajo soberbio, agente. Pero, ¿quiere hacerme creer que ha resuelto usted un caso de asesinato basándose en los nudos y colores de nuestras corbatas? La verdad, no sé muy bien qué creer.

—Gracias, jefe. Pero no lo he resuelto gracias a las corbatas. Ellas se han limitado a confirmar mi primera hipótesis.

—¿Y cuál es su primera hipótesis, Phobes? —preguntó concernidamente el director adjunto.

—¿Puedo hablar con sinceridad, jefe? —Mike parecía estar divirtiéndose.

—Adelante, Phobes.

—Bien. Mi primera hipótesis es que usted es gilipollas, jefe. No se ofenda.

—¡Como dices!

—Obtuve la prueba definitiva en el instante en que el forense le dio a usted la vuelta, señor, revelando su burdo intento de deshacerse del pañuelo de seda que acompaña a su corbata roja. ¿De qué otra manera iba usted a intercambiar su corbata con el escritor de novelas y olvidarse del pañuelo? —Todos miraban incrédulos el trozo de pañuelo rojo que Peter Mallory se había introducido en la manga izquierda de su traje y que asomaba colgando de su brazo, acusándolo formalmente de su gran estupidez.

—Está bien. Que todo el mundo vuelva a su puesto de trabajo —ordenó el director adjunto—. Usted, Moran, tramite el formulario de ascenso del agente Phobes. Y usted, amigo —dijo mientras se dirigía al vendedor de seguros—, va a tener que volver mañana. De todas formas, ¿a dónde cojones pensaba ir con el formulario de un seguro de vida? Yo sólo quería hacerme un maldito seguro dental. «Puñeteras muelas», masculló.

sábado, 12 de enero de 2013

EL ASPIRANTE

Inspirado en "Corbatas de toda la vida", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/nqkIfJGh

Mark Phobes entró por la puerta de las oficinas del UAT pocos minutos después de las once de la mañana, justo en el instante en que la preciosa Alley Moran se terminaba la segunda de cinco tazas de café sólo, sin azúcar, que despacharía a lo largo de su jornada laboral, que hoy duraría un par de horas más debido al trabajo extra que tendría que hacer. Pero eso todavía no lo sabía, así que aún se encontraba de un excelente humor. La señorita Moran saludó al señor Phobes con la exquisita educación que sus padres le habían pagado en el más caro de los High School privados del sur de Alabama, aunque ciertamente algo venida a menos por los malos hábitos que había adquirido en su corta pero intensa época universitaria o, como a ella le gustaba llamarle, “el descanso de mi vida”. Sus virulentos modales sólo salían a flote, revelando lo peor de su ser, cuando alguien se lo curraba de veras y lograba sacarla de sus casillas. En semejantes lances la eficiente secretaria Moran guardaba más parecido con un King Kong al que hubieran metido por el culo un nido de avispas de muy mala leche que con la pequeña y coqueta gatita que Mark Phobes tenía justo delante de sus fríos e impersonales ojos verdes.

—Le está esperando, señor Phobes —dijo la gatita.

—Gracias, Alley. ¿Todo bien? —su naturaleza cortés se interesó por la muchacha.

—Muy bien, Mark. Ahora entra, no querrás impacientarlo.

Mark Phobes echó un último vistazo, tal vez con demasiada lujuria, a las medidas de la joven secretaria. Los delicados dedos de Alley Moran desembocaban en unas muy cuidadas uñas, mantenidas sin duda gracias a una cara manicura (Mark pensó que las secretarias buenorras se gastaban una fortuna en ponerme monas), con las que grácilmente sujetaba el teléfono en lo que parecía el excelente truco de un prestigioso funambulista. «El señor Phobes ha llegado. Lo hago pasar». Mark no acertó a oír a nadie al otro lado del aparato y unos segundos más tarde franqueaba la puerta del lujoso despacho del señor Mallory.

Peter Mallory no sólo no se encontraba de pie para recibir a Mike sino que su sillón estaba orientado a la amplia galería de la que gozaba el espléndido despacho del director adjunto del UAT, dándole la espalda a cualquiera que entrase por la puerta que comunicaba el bufete de Peter con el de su felina secretaria. Mike avanzó dubitativo a través de la instancia, sin pronunciar ni una sola palabra, hasta que por fin atisbó, a los pies del mamotreto que Mallory usaba como mesa de estudio, los excesivamente lustrosos zapatos negros del director adjunto, y tras ellos el cadáver del aludido.

Salió corriendo del despacho y llamó a gritos a la lúbrica secretaria. Minutos más tarde entraron de nuevo en el despacho de Peter Mallory, acompañados por un par de agentes de la UAT y un forense de la plantilla. Fue éste quien confirmó lo que todo el mundo había sospechado hasta entonces. El director adjunto había pasado a mejor vida, estrangulado por una ridícula y poco sobria corbata azul celeste, que más bien daba la impresión de formar parte de una desafortunada camisa con chorreras o, peor aún, alguna clase de babero institucional. Por lo demás, el director adjunto del UAT lucía con elegancia, aún en el trance de la muerte, un refinado traje beige compuesto por unos pantalones cortados a medida y una chaqueta de dos botones.

Mientras los agentes tomaban huellas y notas de todos los objetos y recovecos del enorme bufete del difunto director adjunto del UAT, el forense certificaba su muerte y daba la vuelta al cadáver, para tomarle la temperatura del hígado, mediante la cual intentaría descifrar la franja horaria aproximada de la muerte de Peter Mallory. Fue entonces cuando Mike Phobes no pudo dejar de observar que el director adjunto se había decidido, el mismo día de su muerte, a cambiar su clásico nudo Pratt por uno que le pegaba mucho menos: el four-in-hand.

—Está bien, Alley —dijo Mike—. Traigamos aquí a los sospechosos.

Allison Katherine Moran hizo localizar a los cuatro hombres que desde las nueve y media de la mañana habían desfilado ante Peter Mallory. Todos y cada uno de ellos se habían escurrido a través de su propia oficina hacia el despacho de su superior y todos ellos, sin excepción, habían abandonado la estancia a través de la puerta principal del despacho del director adjunto, puesto que la señorita Moran no había vuelto a ver a ninguno de ellos. Alley no dejó de hacerle notar a Mike Phobes que todos los sospechosos todavía permanecían en el edificio en el momento en que ella los había llamado a sus respectivos teléfonos móviles. No daremos aquí los nombres de los cuatro sospechosos, todos y cada uno de ellos son respetables ciudadanos y, aunque uno de ellos sea un taimado asesino, los nombres de todos ellos deben permanecer por el momento en el anonimato. Baste dar sus descripciones y ocupaciones habituales. Son éstas.

El profesor de matemáticas había sido el primero de los cuatro visitantes en presentarse ante Mr. Mallory, poco después de las nueve y media de la mañana. Días antes había concertado su cita con el señor Mallory a través de su neumática secretaria. Vestía un traje negro raído y llevaba puesta una desgastada y maloliente camisa blanca (Mike podía olerla desde dónde se encontraba), dejándose el último botón de la camisa sin ajustar. La corbata hacía juego con su ajado traje e iba anudada según la moda americana. Mike Phobes reparó en sus marrones zapatos. Bien lustrados, pero marrones. A continuación escuchó su versión de los hechos. El profesor de matemáticas había ido a ver al director adjunto del UAT con la certeza de haber descubierto una evidencia acerca de la imposibilidad de demostrar el teorema de Fermat. Se había presentado en el despacho de Peter Mallory con varias carpetas repletas de folios y más folios que, según el docente, dejaban patente la imposibilidad de alcanzar una solución real al problema del famoso teorema. Dicha demostración se basaba, en palabras del entusiasta matemático, en el producto interno infinito de un conjunto finito de números primos. «Sencillamente genial», habían sido sus palabras exactas. El profesor había abandonado el despacho del director adjunto poco después de las diez menos cinco de la mañana.

La siguiente identidad correspondía a un escritor de novelas baratas (Mike no había oído hablar de él y no digamos ya conocer su obra) que había regresado de Francia unos días atrás. Era el único de los cuatro que no había concertado una cita con Peter Mallory, por tratarse de uno de los miembros de su círculo íntimo. Los modales demasiado amanerados del escritor apenas quedaban ocultos detrás de un pulcro traje gris, sin duda hecho a medida, y que confería a su dueño una pose muy atractiva, a la vez galante y ensoñadora. Completaban el atuendo una elegante camisa de seda azul desteñido y una sobria corbata roja anudada con lo que parecía un medio Windsor —sí, Mike estaba seguro, era un medio Windsor—, junto con unos elegantes y refinados zapatos negros (sin duda italianos). El escritor había entrado en el despacho de Mallory unos pocos minutos después de las diez de la mañana y había permanecido dentro del mismo una media hora. Según el propio interesado le había relatado al director adjunto —había dejado claro que «era mi amigo»—, su viaje al sur de Francia había sido motivado para recabar algunos detalles íntimos de la vida de Napoleón Bonaparte, sobre la cual estaba escribiendo un libro. Al parecer, el entusiasta escritor había pasado unos días en la misma villa francesa en dónde había nacido el emperador, justo en la frontera con el país transalpino.

El tercer hombre entró en el despacho de Mr. Mallory sobre las once menos cuarto y apenas permaneció dentro un par de minutos. Resultó ser un bibliotecario local que buscaba a su particular Rey Midas entre los altos cargos del UAT («buena suerte, capullo», pensó Mike). El hombre, menudo y literalmente enfundado en un traje azul oscuro, con camisa blanca y corbata burdeos estrecha muy bien anudada, aunque con un desafortunado nudo, según el criterio de Mike Phobes, era el que más nervioso se mostraba de los cuatro. Mike no pudo evitar fijarse en que el bibliotecario era el único que había sabido combinar (tal vez hubiera sido su mujer) el color del cinturón con el de los mocasines. El nervioso bibliotecario pronto reveló el motivo de su visita. Al parecer pretendía, sin mucho éxito, impresionar al señor Mallory con el catálogo de libros que iban a ser restaurados por su departamento y entre los que figuraban varios ejemplares de Herodoto, Plutarco e incluso un poco conocido volumen que había firmado Sócrates, «ya saben, el filósofo».

Finalmente marchó ante Mike Phobes el último candidato a pasar los próximos veinte años a la sombra, un vendedor de seguros. Lucía un traje bien cortado marrón, acompañado de una camisa azul claro y una elegante pero mal anudada corbata marrón de punto. Sus zapatos eran negros y su cinturón castaño. Mike Phobes no dejó de notar que todo el conjunto le sentaba fantásticamente bien a nuestro vendedor de seguros. Comenzó a hablar y dijo que había entrado en el despacho de Peter Mallory unos minutos antes de las once de la mañana y que había permanecido en el mismo no más de diez minutos, durante los cuales había puesto al día al señor Mallory de los muchos y variados productos que componían el abanico de ofertas que contenía su cartera de servicios. El vendedor afirmó que el director adjunto se había decidido por una modalidad bastante estándar de seguro de vida, en el que su propia esposa sería la beneficiaria.

Mike y Allison no pudieron evitar mirarse subrepticiamente el uno al otro y es que ambos conocían de sobra que el director adjunto Mallory no estaba casado. Como punto y final a la ronda de declaraciones Mike Phobes dejó que todos los sospechosos añadieran aquello que consideraran oportuno y que pudiera servir para esclarecer el caso. El bibliotecario declaró que al abandonar el despacho del director adjunto el hombre que decía ser el profesor de matemáticas estaba esperando fuera del mismo, y le pidió que no cerrara la puerta, que ya lo haría él más tarde. El matemático declaró por su parte que cuándo él había abandonado el despacho por segunda vez el escritor de novelas había vuelto tras sus pasos y se había introducido de nuevo en la oficina del director adjunto. Mike intervino.

—Tres de ustedes han mentido deliberadamente —dijo—. Aunque me da lo mismo. Sé cuál de ustedes es el asesino —todos miraron a Mike con una mezcla de desprecio y sorpresa pintada en sus rostros—. Sé además quién es el cómplice del asesino.

¿Y tú? ¿Sabes quién asesinó al director adjunto Peter Mallory? ¿Conoces la identidad de su cómplice?

jueves, 10 de enero de 2013

UN PERRO QUE SE LLAMABA BINGO (PARTE 3 de 3)

Inspirado en "Un asunto sospechoso", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/Q0CzP5jj

Bingo Jones comenzó su relato detenidamente, como desganado, con muy poca o ninguna confianza ni en su historia ni en sí mismo. Se lo fue narrando a Randall conforme se lo iba inventando, y al poco tiempo el canguro no tuvo más remedio que interrumpirlo.

—Bingo, compadre —dijo—. ¿No te estarás inventando la historia?

—¿Tanto se me nota? —Terminó por reconocerlo; avergonzado añadió—: Lo siento, Randall. Supongo que debí habértelo dicho antes. Pero sé que puedo continuar. Déjame hacerlo.

—Está bien, chico. Adelante, continúa.

—Bien. Gracias —Bingo continuó dónde lo había dejado—. Decía que esa pobre muchacha había sido raptada por un águila gigante, y ésta la había conducido a su nido, en lo más alto del pico de la montaña más escarbada del reino de Erion. Ya te he dicho que la chica era la más bella del reino y que su padre se la había prometido al primogénito del rey Theamin, de un reino vecino.

—Sí, me lo has dicho. No te repitas y sigue adelante, por favor. —El canguro había adoptado una postura encorvada, con la que lograba prestar mayor atención al relato de Bingo.

—Lo siento. Es que te lo estoy contando al vuelo —bromeó—, ya sabes. Bien. Continúo. Muchos y valerosos guerreros se presentaron voluntarios para rescatar a la hermosa joven, varios de los cuales procedían de los reinos externos. Algunos incluso habían dejado atrás prometedoras vidas dedicadas a las artes y a otras nobles industrias con el propósito de alcanzar su propia gloria personal. Entre todos ellos figuraba también un joven muchacho, nada apuesto y de aspecto enclenque, encogido de hombros y con la cara salpicada de hoyuelos. Nadie recuerda su nombre y, muchos años después de lo sucedido, no son pocos los que concluyen que el pequeño chico (apenas era un niño) había demostrado tener muchos más redaños que la mayoría de los que, en vano, habían intentado el rescate de la muchacha.

Bingo Jones continuó relatando su historia, al mismo tiempo que se la iba inventando. Randall parecía estar disfrutando del relato del perro cuando de repente Bingo se detuvo sin más, como si le costase mucho terminar la frase que estaba pronunciando. Al poco rato comenzó a sollozar y dejándose caer al suelo gimió:

—Es inútil. No va a funcionar. Yo no sirvo para esto, Randall. Lo mío no es contar cuentos. Yo sólo sé destapar escándalos políticos, revolver entre la basura de las altas clases dominantes y mostrar al público sus miserias. Será mejor que no te haga perder más el tiempo.

—Venga, hombre, si lo estabas haciendo muy bien. Ánimo, continúa.

—Déjalo. No sigas, por favor. No es necesario que me halagues. Aunque te lo agradezco.

—Como quieras.

Randall miró entristecido a su nuevo amigo. Bingo Jones había recorrido cientos de kilómetros a través del desierto, intentando dejar atrás una vida que odiaba y que, ahora se había dado cuenta, necesitaba y ansiaba mucho más de lo que hubiera deseado. Desolado, el perro agradeció a Randall la historia que le había contado y se despidió de él. Resignado, tomó de nuevo el camino de regreso a su vida anterior.

Algún tiempo después Randall todavía conservaba su último mechón de pelo blanco y, a la sombra del pequeño bosque de robles australianos, se acurrucaba todos los domingos al lado de uno de los guardas de la reserva, que leía entretenido el apasionado artículo de opinión que un columnista feroz publicaba en una revista semanal. Al parecer Bingo había vuelto con fuerza y cargaba de nuevo contra la clase política australiana, mucho más interesada en conceder licencias de obra a caciques locales que en asegurar la educación y salud mental de las generaciones futuras.

Randall llegó a saber que Bingo Jones abandonó definitivamente el periodismo de investigación algunos meses después, tras haber luchado a cara de perro (Randall esperaba que no fuese una lucha literal) contra lo que él mismo denominaba “analfabetismo de la clase dirigente del país”. Hoy día Bingo Jones es uno de los más destacados autores australianos, y entre sus obras más destacadas se encuentra la preciosa epopeya del rescate de la princesa Mawturin, una obra genial que ha sido traducida a cientos de idiomas en todo el mundo. Incluso al idioma de los canguros.

miércoles, 9 de enero de 2013

UN PERRO QUE SE LLAMABA BINGO (PARTE 2 de 3)

Inspirado en "La fragata 'Mercedes' y el ARQUA", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/yxvquCmI

Una pequeña brisa cruzó fugazmente la desolada planicie y tanto Randall como Bingo levantaron solemnemente sus cabezas y disfrutaron del regalo que la inclemente meteorología australiana les hacía. El canguro tomó de nuevo la palabra.

—Y bien, Bingo. ¿Conoces alguna historia que puedas intercambiar conmigo?

Por vez primera el perro miraba al marsupial con un negligente mohín. Puede que Bingo Jones no tuviese una barriga para transportar cuentos dentro de ella, ni para intercambiarlos con los miembros de su especie, pero era un perro inteligente, y si Bingo Jones tenía que ingeniárselas para contarle a Randall una historia, se inventaría una que dejase perplejo al canguro. No tenía ni la menor idea de por dónde empezar, conque pidió a Randall que contase él primero su historia, así al menos ganaría algo de tiempo.

—Está bien. Yo contaré antes mi historia. Pero has de entender una cosa. No te puedo contar la historia que llevo en mi vientre. Resulta obvio, ya que después de contártela tendríamos que intercambiar nuestras tablas y no veo que tú lleves bolsa alguna en tu panza.

Bingo Jones aceptó. Se dispuso a escuchar atentamente el relato del marsupial. Su historia comenzó así.

—Ya que no te puedo contar la historia que llevo dentro y, por extensión, tampoco ninguna otra que me haya aprendido de memoria y que figure en las tablas de las que te he hablado, te contaré algo más acerca de este nuestro ritual. No sé si el ritual es algo propio de los canguros grises o si lo compartimos con el resto de las familias de canguros, aunque me inclino más por la primera posibilidad, habida cuenta del diferente tamaño de nuestros sacos marsupiales. Algunas familias incluso carecen del mismo, con lo cual…

Bingo emitió un débil gruñido que no pasó inadvertido al canguro Randall.

—Si ves que me voy por las ramas, me avisas. Como has hecho ahora —¿Le guiñó un ojo? —. Decía que en lugar de contarte una de las historias que he aprendido de memoria, lo que haré será contarte el origen de nuestro ritual. Es igual de misterioso y estoy seguro de que será un relato de tu agrado, mi nuevo amigo. Éste es.

»Sucedió hace muchos, muchos años, cuando Australia aún acababa de separarse de los otros continentes. ¿Sabes que hay otros continentes, Bingo? —Bingo asintió, algo decepcionado por el titubeante comienzo de la historia, pero no se lo hizo notar a Randall— En esa época, un barco enorme, imponente, algo que los escritores de novelas baratas tildarían de “bíblicas proporciones” (como si en la biblia no hubiese también cosas pequeñas...) se precipitó en nuestras costas. A bordo de esta monumental embarcación viajaba una formidable manada de canguros blancos. Antes los canguros no eran rojos o pajizos, grises o pardos, sino blancos. Todos nosotros éramos blancos, Bingo.

Bingo había tomado el hilo del relato con mucho más interés y se mostraba impaciente. Volvió a ladrarle al canguro, indicándole que continuara contando su historia. Randall prosiguió.

—A bordo del navío viajaba también un poderoso mago que había sido desterrado de un lejano reino. Australia no era ni mucho menos la meta de su viaje y la visión del barco destrozado en miles de pedazos, tal vez millones, terminó por enloquecerlo por completo. Cuando se hubo recuperado del terrible impacto emocional que había sufrido tomó la determinación de reconstruir el barco, y murmuró su último conjuro.

—¿Qué murmuró, Randall? —Bingo Jones se mostraba de nuevo impaciente.

—A eso voy. Deja que te cuente la historia. No me interrumpas, ¿quieres?

»El viejo mago hizo acopio de todas sus bríos e ingenio y consiguió invocar a las fuerzas de la naturaleza, a las que comunicó sus propósitos —Bingo sentía cómo su corazón latía desbocado—. Dio orden al viento y al agua de recoger todos y cada uno de los trozos del barco y reunirlos en la playa, apelotonando los restos del naufragio en una torre tan alta y gruesa que impedía el paso de la luz del sol en pleno mediodía. Más tarde, indicó al fuego que esculpiese en cada tabla del naufragio las historias que el mago le iba relatando. El fuego esculpió todas y cada una de las historias en el idioma de los canguros, del cual ya te he hablado —Bingo asintió—. Cuando el fuego hubo terminado su cometido se retiró de nuevo al interior de la isla y allí permaneció todavía durante miles de años, esperando a que los «Koories» lo descubriesen. A continuación el mago introdujo una tabla gravada en cada uno de los sacos marsupiales de los canguros y los hizo alejarse de la costa, murmurando su último conjuro. Inmediatamente convocó de nuevo al viento y al agua, a los cuales pidió que lo llevasen mar a dentro, y que lo sumergiesen en lo más profundo del océano.

—¿Y qué pasa con vosotros? ¿Cuál es el conjuro, Randall?—preguntó ansioso el perro.

—Como ya sabes, cada uno de nosotros porta un trozo del navío naufragado. En cada una de las tablas hay gravada una historia que el mago relató al fuego primigenio y que debe ser transmitida de canguro en canguro, hasta que uno de nosotros complete la totalidad de las historias contadas por el mago. Cuando eso suceda, el mago tomará cuerpo en el canguro que reúna todas las historias y verá así reconstruido su barco.

—Es una historia fantástica —dijo Bingo.

—Gracias. Sabía que la disfrutarías.

—Sólo hay una cosa que no me has explicado. Has dicho algo acerca de que todos los canguros erais blancos, pero tú no eres blanco… De hecho sólo tienes un pequeño mechón blanco justo debajo del cuello, sobre la garganta.

—No. No lo soy. Te explicaré porqué. Antes de nada debes saber que cuando uno de nosotros muere, le transmite a sus hijos todas y cada una de las historias que hemos aprendido de memoria a lo largo de nuestra vida. De otra forma la maldición que pesa sobre nosotros sería eterna y nunca podríamos quitárnosla de encima.

El perro asintió e indicó al canguro que continuase con su relato.

—Cada uno de nosotros era blanco al llegar a Australia, y con cada historia que intercambiamos con uno de nuestros semejantes, se nos colorea un mechón de pelo, de modo que cuantas más historias intercambiemos, menos pelaje blanco conservaremos. Por cierto, nuestros hijos nacen exactamente con el mismo número de mechones coloreados que tengamos nosotros en el momento de concebirlos. Y al reunir todas las historias escritas por el mago, perderemos por completo todo vestigio de color blanco de nuestro pelaje.

—Es una historia fantástica —Bingo Jones seguía perplejo—. No tengo palabras. Me has dejado con la boca abierta. ¿Hay algo de verdad en tu historia, Randall?

—Toda historia tiene algo de verdad, Bingo. ¿Qué me dices de la tuya?

El perro había asistido tan maravilladlo al relato del canguro que había olvidado pensar en una historia que poder contarle a Randall. Se avergonzó y no pudo evitar pedir disculpas al marsupial. Solicitó unos minutos para ordenar los datos más relevantes de su historia —mintió. Al cabo de un rato comenzó a relatar su historia, al tiempo que se la iba inventando.

UN PERRO QUE SE LLAMABA BINGO (PARTE 1 de 3)

Inspirado en "No compres ese perro", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/a5maV0Sb

Bingo bajó cautelosamente la ladera, tratando de no despeñarse. Apenas hacía un rato que el sol se recortaba sobre los peñascos pero ya podía sentir todo el calor del verano en su lomo. Su húmedo hocico y su ajetreada lengua difícilmente disipaban todo el calor que la remota y desierta vertiente le suministraba, situada en una yerma y desamparada región de Nueva Gales del Sur. Siguió procediendo sensatamente, poniendo mucha atención en su descenso, y al cabo de unos pocos minutos consiguió alcanzar su objetivo. A ambos lados se extendía una vasta y desolada llanura que se prolongaba hasta donde su cansada vista le permitía alcanzar. De frente, a lo lejos, podía divisar un pequeño bosque de robles australianos, y a sus espaldas quedaba la abrupta cordillera que acababa de salvar.

No podía quedarse quieto y restregarse sus escocidos ojos, pero hubiese dado cualquier cosa a quién tuviera a bien enterrar un palo o cualquier otra cosa en sus irritadas cuencas oculares y comenzara lentamente a frotárselas como dios manda, hasta hacerle sangre, si fuera necesario. Desechó la idea al instante. Agradecería el gesto enormemente, pero no tendría nada a cambio con que obsequiar al buen samaritano que aliviase su enrojecimiento ocular. A Bingo no le gustaba deber favores a nadie y ese era un favor que ciertamente debiera ser recompensado de forma inmediata. Continuó su camino y se encontró con Randall.

Randall resultó ser un ejemplar macho de canguro que estaba de muy buen ver. Poseía todas las buenas cualidades que una hembra sana y en época de cría podría haber solicitado en cualquiera de los formularios que los obsequiosos cuidadores de las reservas ponían al alcance de las féminas mayores de edad al término de la temporada de lluvias que, dicho sea de paso, solía ser más bien corta en esa remota región desértica. Randall miró de soslayo al bueno de Bingo y saludó el paso del can con una leve y casi imperceptible mueca. Bingo pronto se encontraría al límite de sus fuerzas y juzgó oportuno detenerse a parlamentar con el apuesto canguro.

—Buenos días —dijo.

—Hola —contestó el canguro.

El gesto cruzado del canguro Randall había desaparecido. Bingo reparó en el cambio.

—Me llamo Bingo.

—Yo soy Randall.

—Randall, ¿eh? Eres un «macropus giganteus», ¿verdad?

—¡Bingooo! —Respondió el canguro gris—. Oh, perdona. No pretendía…

—No tiene importancia, me lo dicen a menudo —los dos se echaron a reír.

Ambas especies se contemplaron amistosamente antes de seguir con la plática. De nuevo fue Bingo quién habló de nuevo.

—Por cierto, Randall, ¿conoces el origen de la palabra canguro?

—Conozco el significado de lo que «tú» crees que significa. Y también conozco el verdadero significado de las palabras «Kan Ghu Ru».

El sorprendido perro se quedó perplejo. Bingo Jones, que había trabajado codo con codo con muchos humanos —incluso había llegado a ser redactor jefe del prestigioso «Ladrido de Sydney»—, no pudo evitar ruborizarse y encogerse de hombros. Solicitó de inmediato una explicación al marsupial. La disquisición del macrópodo no se hizo esperar.

—El hombre blanco cree que las palabras «Kan Ghu Ru» significan «No Lo Sé», pero los «Koories» y otros muchos hombres de color conocen perfectamente su significado —Bingo asistía entusiasmado a la explicación de su nuevo amigo Randall—. Estos tres vocablos no tienen sentido por sí solos, ya que nuestro idioma es principalmente fonético, y carecemos de una escritura establecida. Pero pronunciadas una tras otra, estas voces denotan la bolsa marsupial que llevamos adherida a nuestra panza, y su significado quizás te sorprenda.

Bingo Jones ladró nerviosamente a su interlocutor, indicándole que prosiguiera con su relato.

—«Kan Ghu Ru» significa, mi nuevo amigo, «El saco de los cuentos».

—El saco de los cuentos… —murmuró Bingo.

—Efectivamente.

—Creo que no lo entiendo.

—Cada uno de nosotros lleva en su barriga un cuento, una tabla con figuras arañadas en la madera que nos permiten recordar los puntos más relevantes de cada historia —Bingo no acertaba a disimular su vacilación y descansaba ahora sobre sus cuartos traseros, exudando pródigamente. Cada uno de nosotros debe aprender de memoria la historia contenida en su tabla —Randall extrajo de su bolsa un pegajoso y babeante trozo de madera— y una vez asimilada debe ser entregada a otro canguro, que cederá su propia plancha. Este es el verdadero uso que damos a nuestras bolsas marsupiales y nuestra tradición nos obliga a ejercer dicho ritual con todos los miembros de nuestra comunidad. Yo he aprendido de memoria la historia de mi tabla. ¿Tú conoces alguna historia que me puedas contar, Bingo?

—¡Increíble! ¡Quién iba a decirlo!

Bingo Jones había disfrutado mientras Randall lo ilustraba acerca de las tradiciones y usos marsupiales y estaba dispuesto a intercambiar con éste una de las muchas historias que le habían referido los humanos, allá en la lejana Sydney. Ansiaba, asimismo, poder escuchar la historia que el canguro estaba a punto de contarle.