miércoles, 9 de enero de 2013

UN PERRO QUE SE LLAMABA BINGO (PARTE 2 de 3)

Inspirado en "La fragata 'Mercedes' y el ARQUA", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/yxvquCmI

Una pequeña brisa cruzó fugazmente la desolada planicie y tanto Randall como Bingo levantaron solemnemente sus cabezas y disfrutaron del regalo que la inclemente meteorología australiana les hacía. El canguro tomó de nuevo la palabra.

—Y bien, Bingo. ¿Conoces alguna historia que puedas intercambiar conmigo?

Por vez primera el perro miraba al marsupial con un negligente mohín. Puede que Bingo Jones no tuviese una barriga para transportar cuentos dentro de ella, ni para intercambiarlos con los miembros de su especie, pero era un perro inteligente, y si Bingo Jones tenía que ingeniárselas para contarle a Randall una historia, se inventaría una que dejase perplejo al canguro. No tenía ni la menor idea de por dónde empezar, conque pidió a Randall que contase él primero su historia, así al menos ganaría algo de tiempo.

—Está bien. Yo contaré antes mi historia. Pero has de entender una cosa. No te puedo contar la historia que llevo en mi vientre. Resulta obvio, ya que después de contártela tendríamos que intercambiar nuestras tablas y no veo que tú lleves bolsa alguna en tu panza.

Bingo Jones aceptó. Se dispuso a escuchar atentamente el relato del marsupial. Su historia comenzó así.

—Ya que no te puedo contar la historia que llevo dentro y, por extensión, tampoco ninguna otra que me haya aprendido de memoria y que figure en las tablas de las que te he hablado, te contaré algo más acerca de este nuestro ritual. No sé si el ritual es algo propio de los canguros grises o si lo compartimos con el resto de las familias de canguros, aunque me inclino más por la primera posibilidad, habida cuenta del diferente tamaño de nuestros sacos marsupiales. Algunas familias incluso carecen del mismo, con lo cual…

Bingo emitió un débil gruñido que no pasó inadvertido al canguro Randall.

—Si ves que me voy por las ramas, me avisas. Como has hecho ahora —¿Le guiñó un ojo? —. Decía que en lugar de contarte una de las historias que he aprendido de memoria, lo que haré será contarte el origen de nuestro ritual. Es igual de misterioso y estoy seguro de que será un relato de tu agrado, mi nuevo amigo. Éste es.

»Sucedió hace muchos, muchos años, cuando Australia aún acababa de separarse de los otros continentes. ¿Sabes que hay otros continentes, Bingo? —Bingo asintió, algo decepcionado por el titubeante comienzo de la historia, pero no se lo hizo notar a Randall— En esa época, un barco enorme, imponente, algo que los escritores de novelas baratas tildarían de “bíblicas proporciones” (como si en la biblia no hubiese también cosas pequeñas...) se precipitó en nuestras costas. A bordo de esta monumental embarcación viajaba una formidable manada de canguros blancos. Antes los canguros no eran rojos o pajizos, grises o pardos, sino blancos. Todos nosotros éramos blancos, Bingo.

Bingo había tomado el hilo del relato con mucho más interés y se mostraba impaciente. Volvió a ladrarle al canguro, indicándole que continuara contando su historia. Randall prosiguió.

—A bordo del navío viajaba también un poderoso mago que había sido desterrado de un lejano reino. Australia no era ni mucho menos la meta de su viaje y la visión del barco destrozado en miles de pedazos, tal vez millones, terminó por enloquecerlo por completo. Cuando se hubo recuperado del terrible impacto emocional que había sufrido tomó la determinación de reconstruir el barco, y murmuró su último conjuro.

—¿Qué murmuró, Randall? —Bingo Jones se mostraba de nuevo impaciente.

—A eso voy. Deja que te cuente la historia. No me interrumpas, ¿quieres?

»El viejo mago hizo acopio de todas sus bríos e ingenio y consiguió invocar a las fuerzas de la naturaleza, a las que comunicó sus propósitos —Bingo sentía cómo su corazón latía desbocado—. Dio orden al viento y al agua de recoger todos y cada uno de los trozos del barco y reunirlos en la playa, apelotonando los restos del naufragio en una torre tan alta y gruesa que impedía el paso de la luz del sol en pleno mediodía. Más tarde, indicó al fuego que esculpiese en cada tabla del naufragio las historias que el mago le iba relatando. El fuego esculpió todas y cada una de las historias en el idioma de los canguros, del cual ya te he hablado —Bingo asintió—. Cuando el fuego hubo terminado su cometido se retiró de nuevo al interior de la isla y allí permaneció todavía durante miles de años, esperando a que los «Koories» lo descubriesen. A continuación el mago introdujo una tabla gravada en cada uno de los sacos marsupiales de los canguros y los hizo alejarse de la costa, murmurando su último conjuro. Inmediatamente convocó de nuevo al viento y al agua, a los cuales pidió que lo llevasen mar a dentro, y que lo sumergiesen en lo más profundo del océano.

—¿Y qué pasa con vosotros? ¿Cuál es el conjuro, Randall?—preguntó ansioso el perro.

—Como ya sabes, cada uno de nosotros porta un trozo del navío naufragado. En cada una de las tablas hay gravada una historia que el mago relató al fuego primigenio y que debe ser transmitida de canguro en canguro, hasta que uno de nosotros complete la totalidad de las historias contadas por el mago. Cuando eso suceda, el mago tomará cuerpo en el canguro que reúna todas las historias y verá así reconstruido su barco.

—Es una historia fantástica —dijo Bingo.

—Gracias. Sabía que la disfrutarías.

—Sólo hay una cosa que no me has explicado. Has dicho algo acerca de que todos los canguros erais blancos, pero tú no eres blanco… De hecho sólo tienes un pequeño mechón blanco justo debajo del cuello, sobre la garganta.

—No. No lo soy. Te explicaré porqué. Antes de nada debes saber que cuando uno de nosotros muere, le transmite a sus hijos todas y cada una de las historias que hemos aprendido de memoria a lo largo de nuestra vida. De otra forma la maldición que pesa sobre nosotros sería eterna y nunca podríamos quitárnosla de encima.

El perro asintió e indicó al canguro que continuase con su relato.

—Cada uno de nosotros era blanco al llegar a Australia, y con cada historia que intercambiamos con uno de nuestros semejantes, se nos colorea un mechón de pelo, de modo que cuantas más historias intercambiemos, menos pelaje blanco conservaremos. Por cierto, nuestros hijos nacen exactamente con el mismo número de mechones coloreados que tengamos nosotros en el momento de concebirlos. Y al reunir todas las historias escritas por el mago, perderemos por completo todo vestigio de color blanco de nuestro pelaje.

—Es una historia fantástica —Bingo Jones seguía perplejo—. No tengo palabras. Me has dejado con la boca abierta. ¿Hay algo de verdad en tu historia, Randall?

—Toda historia tiene algo de verdad, Bingo. ¿Qué me dices de la tuya?

El perro había asistido tan maravilladlo al relato del canguro que había olvidado pensar en una historia que poder contarle a Randall. Se avergonzó y no pudo evitar pedir disculpas al marsupial. Solicitó unos minutos para ordenar los datos más relevantes de su historia —mintió. Al cabo de un rato comenzó a relatar su historia, al tiempo que se la iba inventando.

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