martes, 15 de enero de 2013

EL ASPIRANTE (SOLUCIÓN)

Inspirado en "Corbatas de toda la vida", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/nqkIfJGh

El profesor de matemáticas y el pésimo escritor de novelas (Mike opinaba que no vendería ni un solo ejemplar de su nueva novela si pensaba escribirla del mismo modo en que se había estado documentando) se apresuraron a explicar sus postreras y extemporáneas internadas en el despacho de Peter Mallory, el difunto director adjunto del UAT. El primero en hablar fue el matemático. Aseguró haber vuelto únicamente en busca de unos papeles que había dejado olvidados en el despacho de Peter Mallory. El bibliotecario corroboró su historia y a continuación todas las miradas se dirigieron hacia el escritor de novelas. En este punto el vendedor de seguros afirmó que Peter Mallory seguía con vida cuando él había entrado en el despacho del director adjunto, por lo que el escritor tampoco había sido quién se había cargado al director adjunto.

—¡Basta ya! —exclamó Mike—. Ya he tenido bastante. Ignoro si los números primos le han permitido al señor M dar con una solución al problema de Fermat…

—Teorema —corrigió el matemático.

—Me importa una mierda —Mike estaba furioso—. Tengo mis dudas acerca de usted, señor M. Ahora bien, no albergo ni una sola acerca de las declaraciones del escritor y del bibliotecario. Dejen que las revise, señores.

Los cuatro sospechosos y la señorita Alison Moran habían permanecido hasta entonces arremolinados en torno a Mike Phobes, atendiendo solícitamente a sus ruegos y peticiones, mientras los dos agentes del UAT y el forense se cuidaban de custodiar el cuerpo de Peter Mallory. Ahora reinaba en el despacho del director adjunto un silencio sepulcral e incluso los agentes del UAT se disponían a escuchar las elucidaciones que Phobes estaba a punto de llevar a cabo.

—En primer lugar tenemos a un escritor, del que por cierto no he oído hablar, que dice haberse documentado acerca de la vida infante de Napoleón Bonaparte. Y tiene la poca vergüenza de decirnos que Napoleón, el Corso, había nacido en la frontera franco italiana. Me parece de traca. Creo que su absurda declaración ha tenido desde el principio el único objeto de alejarlo de toda sospecha, siendo tan nítida su desfachatez que difícilmente hubiera sido posible considerarlo ni siquiera sospechoso, habida cuenta que tanto él como el vendedor de seguros eran las últimas personas que habían visto a Peter Mallory con vida. Luego aparece un bibliotecario que dice estar interesado en restaurar un extraño volumen firmado ni más ni menos que por el mismísimo Sócrates. «Ya saben, el filósofo». Esas fueron sus palabras exactas, ¿no es cierto, señor B?

El bibliotecario miraba resentido a Mike Phobes, que lo contemplaba detenidamente. Phobes Continuó.

—Sócrates no ha escrito ningún libro, ¿verdad señor B? —preguntó tranquilamente.

—No —respondió el bibliotecario—. Sólo trataba de impresionar al director adjunto.

—Lo intuía. Ahora bien, ¿querrá usted, señorita Moran, confirmarnos a todos una pequeña sospecha que tengo?

Allison Moran contemplaba entretenida toda la escena. Realmente se estaba divirtiendo al ver cómo Mike Phobes hacía a la perfección el papel de detective belga. Allison pensó que hasta tenía sus propios ojos verdes. Ojos de gato.

—Por supuesto, señor Phobes —Allison accedió.

—Díganos, Allison. ¿La cita del vendedor de seguros había sido cambiada en una o varias ocasiones a lo largo de la semana?

—Sí —contestó la secretaria—. Pero, ¿cómo puede haberlo sabido?

—Lo he intuido. Si los hechos no se amoldan a las teorías, deben amoldarse éstas a los hechos. Y lo cierto es que si nos permitimos creer por un instante que el señor Mallory no esperaba o no recordaba la visita del señor V, todo concuerda. La cosa ha ido así, más o menos.

»El matemático, el escritor y el bibliotecario han ido desfilando por el despacho del director adjunto desde las nueve y media de la mañana hasta aproximadamente las once menos cuarto. El asesino y su cómplice debían actuar antes de las once de la mañana, hora en que el asesino sabía que yo iba a presentarme en el despacho de Peter Mallory. Pero me temo que usted, señor M, lo complicó todo, volviendo al despacho de Peter en busca de esos papeles olvidados. El asesino había olvidado la postrera visita del vendedor de seguros y, junto con su cómplice, dispuso el asesinato, que no podía dilatarse más en el tiempo. Y bien, como ya saben, las prisas son malas consejeras.
 
—No entiendo nada, señor Phobes —dijo la secretaria.

—Es muy sencillo, señorita Moran. ¿Cuáles son las dos últimas personas que han visto con vida al señor Mallory?

—El escritor y el vendedor de seguros —respondió Allison.

—Entonces ellos son el asesino y el cómplice —dijo el matemático. Dos y dos…

—Se equivoca usted —repuso Mike—. El cómplice está entre ellos. Pero no el asesino.

—¿Cómo? —parecieron exclamar todos al unísono.

—Les he dicho antes que se olviden ustedes del vendedor de seguros. Él no debería haber estado aquí. No al menos en los planes de nuestro asesino. ¿No es así, Peter Mallory?

Todos los presentes se quedaron con la boca abierta. Peter Mallory se había levantado y se estaba deshaciendo el nudo de la corbata. —Maldita sea, E, lo has apretado a conciencia —el escritor parecía orgulloso del four-in-hand que le había hecho al director adjunto. Todavía estupefactos, el pequeño corro que ahora se arremolinaba alrededor del resucitado Peter Mallory continuó atento a las explicaciones de Mike Phobes.

—Sospeché que algo raro ocurría cuando vi que tu elegante traje beige no pegaba nada con esa corbata chillona. Deberían prohibir el azul celeste en tan regia prenda, ¿no le parece, señor E?

—¿A mí que me dice? —preguntó el escritor.

—Se lo pregunto a usted porque esa corbata es suya. Y es horrible, perdone mi sinceridad, se lo ruego —Mike Phobes continuó con su disquisición—. Usted y Mallory lo habían planeado todo pero a última hora les entraron las prisas, y el inesperado retorno del profesor de matemáticas y la relegada cita con el vendedor de seguros lo acabó por precipitar todo. Usted, Mallory, trató de quitarse la corbata para que el señor E pudiese usarla como soga y ahorcarlo, pero olvidó que el nudo Pratt con el que suele anudar sus corbatas no se deshace por completo al tirar del extremo más estrecho de la corbata, sino que deja un pequeño e incómodo nudo —todos seguían, embobados, el relato de Mike.

»Consciente del tiempo que le haría perder ese incómodo nudo, el señor E tomó la corbata del señor Mallory y le cedió a éste su propia corbata, anudada con un sencillo four-in-hand. Éste ha sido uno de los errores que han cometido. Al iniciar la ronda de declaraciones, el señor E llevaba su corbata anudada con un medio Windsor. Pero ¿por qué semejante nudo, excesivamente grueso, para tan estrecha corbata? La respuesta resulta obvia. El señor E trataba de ocultar la fastidiosa marca que el director adjunto había producido en la corbata cuando trató de deshacer un nudo imposible de descomponer.

—Mike, hijo —Peter Mallory se mostraba abstraído—, ¿cómo encaja en su teoría la presencia del vendedor de seguros? Declaró haber estado en mi despacho durante unos diez minutos.

—Si no me equivoco —continuó diciendo Phobes— yo diría que el vendedor de seguros aprovechó muy bien esos diez minutos. ¿No es así, señor V?

—No sé a qué se refiere usted, señor —repuso el vendedor.

—Usted era, señor V, la única pieza (junto con el inoportuno regreso del señor M) que no estaba bajo el control del señor Mallory. Yo diría que durante esos diez minutos estuvieron ustedes discutiendo el precio en metálico de su silencio, aunque yo me inclinaría más bien por la promesa del director adjunto de firmarle uno de esos seguros que usted vende. ¿Voy bien?

—Perfectamente, Phobes —concedió el director adjunto—. Un trabajo soberbio, agente. Pero, ¿quiere hacerme creer que ha resuelto usted un caso de asesinato basándose en los nudos y colores de nuestras corbatas? La verdad, no sé muy bien qué creer.

—Gracias, jefe. Pero no lo he resuelto gracias a las corbatas. Ellas se han limitado a confirmar mi primera hipótesis.

—¿Y cuál es su primera hipótesis, Phobes? —preguntó concernidamente el director adjunto.

—¿Puedo hablar con sinceridad, jefe? —Mike parecía estar divirtiéndose.

—Adelante, Phobes.

—Bien. Mi primera hipótesis es que usted es gilipollas, jefe. No se ofenda.

—¡Como dices!

—Obtuve la prueba definitiva en el instante en que el forense le dio a usted la vuelta, señor, revelando su burdo intento de deshacerse del pañuelo de seda que acompaña a su corbata roja. ¿De qué otra manera iba usted a intercambiar su corbata con el escritor de novelas y olvidarse del pañuelo? —Todos miraban incrédulos el trozo de pañuelo rojo que Peter Mallory se había introducido en la manga izquierda de su traje y que asomaba colgando de su brazo, acusándolo formalmente de su gran estupidez.

—Está bien. Que todo el mundo vuelva a su puesto de trabajo —ordenó el director adjunto—. Usted, Moran, tramite el formulario de ascenso del agente Phobes. Y usted, amigo —dijo mientras se dirigía al vendedor de seguros—, va a tener que volver mañana. De todas formas, ¿a dónde cojones pensaba ir con el formulario de un seguro de vida? Yo sólo quería hacerme un maldito seguro dental. «Puñeteras muelas», masculló.

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