sábado, 12 de enero de 2013

EL ASPIRANTE

Inspirado en "Corbatas de toda la vida", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/nqkIfJGh

Mark Phobes entró por la puerta de las oficinas del UAT pocos minutos después de las once de la mañana, justo en el instante en que la preciosa Alley Moran se terminaba la segunda de cinco tazas de café sólo, sin azúcar, que despacharía a lo largo de su jornada laboral, que hoy duraría un par de horas más debido al trabajo extra que tendría que hacer. Pero eso todavía no lo sabía, así que aún se encontraba de un excelente humor. La señorita Moran saludó al señor Phobes con la exquisita educación que sus padres le habían pagado en el más caro de los High School privados del sur de Alabama, aunque ciertamente algo venida a menos por los malos hábitos que había adquirido en su corta pero intensa época universitaria o, como a ella le gustaba llamarle, “el descanso de mi vida”. Sus virulentos modales sólo salían a flote, revelando lo peor de su ser, cuando alguien se lo curraba de veras y lograba sacarla de sus casillas. En semejantes lances la eficiente secretaria Moran guardaba más parecido con un King Kong al que hubieran metido por el culo un nido de avispas de muy mala leche que con la pequeña y coqueta gatita que Mark Phobes tenía justo delante de sus fríos e impersonales ojos verdes.

—Le está esperando, señor Phobes —dijo la gatita.

—Gracias, Alley. ¿Todo bien? —su naturaleza cortés se interesó por la muchacha.

—Muy bien, Mark. Ahora entra, no querrás impacientarlo.

Mark Phobes echó un último vistazo, tal vez con demasiada lujuria, a las medidas de la joven secretaria. Los delicados dedos de Alley Moran desembocaban en unas muy cuidadas uñas, mantenidas sin duda gracias a una cara manicura (Mark pensó que las secretarias buenorras se gastaban una fortuna en ponerme monas), con las que grácilmente sujetaba el teléfono en lo que parecía el excelente truco de un prestigioso funambulista. «El señor Phobes ha llegado. Lo hago pasar». Mark no acertó a oír a nadie al otro lado del aparato y unos segundos más tarde franqueaba la puerta del lujoso despacho del señor Mallory.

Peter Mallory no sólo no se encontraba de pie para recibir a Mike sino que su sillón estaba orientado a la amplia galería de la que gozaba el espléndido despacho del director adjunto del UAT, dándole la espalda a cualquiera que entrase por la puerta que comunicaba el bufete de Peter con el de su felina secretaria. Mike avanzó dubitativo a través de la instancia, sin pronunciar ni una sola palabra, hasta que por fin atisbó, a los pies del mamotreto que Mallory usaba como mesa de estudio, los excesivamente lustrosos zapatos negros del director adjunto, y tras ellos el cadáver del aludido.

Salió corriendo del despacho y llamó a gritos a la lúbrica secretaria. Minutos más tarde entraron de nuevo en el despacho de Peter Mallory, acompañados por un par de agentes de la UAT y un forense de la plantilla. Fue éste quien confirmó lo que todo el mundo había sospechado hasta entonces. El director adjunto había pasado a mejor vida, estrangulado por una ridícula y poco sobria corbata azul celeste, que más bien daba la impresión de formar parte de una desafortunada camisa con chorreras o, peor aún, alguna clase de babero institucional. Por lo demás, el director adjunto del UAT lucía con elegancia, aún en el trance de la muerte, un refinado traje beige compuesto por unos pantalones cortados a medida y una chaqueta de dos botones.

Mientras los agentes tomaban huellas y notas de todos los objetos y recovecos del enorme bufete del difunto director adjunto del UAT, el forense certificaba su muerte y daba la vuelta al cadáver, para tomarle la temperatura del hígado, mediante la cual intentaría descifrar la franja horaria aproximada de la muerte de Peter Mallory. Fue entonces cuando Mike Phobes no pudo dejar de observar que el director adjunto se había decidido, el mismo día de su muerte, a cambiar su clásico nudo Pratt por uno que le pegaba mucho menos: el four-in-hand.

—Está bien, Alley —dijo Mike—. Traigamos aquí a los sospechosos.

Allison Katherine Moran hizo localizar a los cuatro hombres que desde las nueve y media de la mañana habían desfilado ante Peter Mallory. Todos y cada uno de ellos se habían escurrido a través de su propia oficina hacia el despacho de su superior y todos ellos, sin excepción, habían abandonado la estancia a través de la puerta principal del despacho del director adjunto, puesto que la señorita Moran no había vuelto a ver a ninguno de ellos. Alley no dejó de hacerle notar a Mike Phobes que todos los sospechosos todavía permanecían en el edificio en el momento en que ella los había llamado a sus respectivos teléfonos móviles. No daremos aquí los nombres de los cuatro sospechosos, todos y cada uno de ellos son respetables ciudadanos y, aunque uno de ellos sea un taimado asesino, los nombres de todos ellos deben permanecer por el momento en el anonimato. Baste dar sus descripciones y ocupaciones habituales. Son éstas.

El profesor de matemáticas había sido el primero de los cuatro visitantes en presentarse ante Mr. Mallory, poco después de las nueve y media de la mañana. Días antes había concertado su cita con el señor Mallory a través de su neumática secretaria. Vestía un traje negro raído y llevaba puesta una desgastada y maloliente camisa blanca (Mike podía olerla desde dónde se encontraba), dejándose el último botón de la camisa sin ajustar. La corbata hacía juego con su ajado traje e iba anudada según la moda americana. Mike Phobes reparó en sus marrones zapatos. Bien lustrados, pero marrones. A continuación escuchó su versión de los hechos. El profesor de matemáticas había ido a ver al director adjunto del UAT con la certeza de haber descubierto una evidencia acerca de la imposibilidad de demostrar el teorema de Fermat. Se había presentado en el despacho de Peter Mallory con varias carpetas repletas de folios y más folios que, según el docente, dejaban patente la imposibilidad de alcanzar una solución real al problema del famoso teorema. Dicha demostración se basaba, en palabras del entusiasta matemático, en el producto interno infinito de un conjunto finito de números primos. «Sencillamente genial», habían sido sus palabras exactas. El profesor había abandonado el despacho del director adjunto poco después de las diez menos cinco de la mañana.

La siguiente identidad correspondía a un escritor de novelas baratas (Mike no había oído hablar de él y no digamos ya conocer su obra) que había regresado de Francia unos días atrás. Era el único de los cuatro que no había concertado una cita con Peter Mallory, por tratarse de uno de los miembros de su círculo íntimo. Los modales demasiado amanerados del escritor apenas quedaban ocultos detrás de un pulcro traje gris, sin duda hecho a medida, y que confería a su dueño una pose muy atractiva, a la vez galante y ensoñadora. Completaban el atuendo una elegante camisa de seda azul desteñido y una sobria corbata roja anudada con lo que parecía un medio Windsor —sí, Mike estaba seguro, era un medio Windsor—, junto con unos elegantes y refinados zapatos negros (sin duda italianos). El escritor había entrado en el despacho de Mallory unos pocos minutos después de las diez de la mañana y había permanecido dentro del mismo una media hora. Según el propio interesado le había relatado al director adjunto —había dejado claro que «era mi amigo»—, su viaje al sur de Francia había sido motivado para recabar algunos detalles íntimos de la vida de Napoleón Bonaparte, sobre la cual estaba escribiendo un libro. Al parecer, el entusiasta escritor había pasado unos días en la misma villa francesa en dónde había nacido el emperador, justo en la frontera con el país transalpino.

El tercer hombre entró en el despacho de Mr. Mallory sobre las once menos cuarto y apenas permaneció dentro un par de minutos. Resultó ser un bibliotecario local que buscaba a su particular Rey Midas entre los altos cargos del UAT («buena suerte, capullo», pensó Mike). El hombre, menudo y literalmente enfundado en un traje azul oscuro, con camisa blanca y corbata burdeos estrecha muy bien anudada, aunque con un desafortunado nudo, según el criterio de Mike Phobes, era el que más nervioso se mostraba de los cuatro. Mike no pudo evitar fijarse en que el bibliotecario era el único que había sabido combinar (tal vez hubiera sido su mujer) el color del cinturón con el de los mocasines. El nervioso bibliotecario pronto reveló el motivo de su visita. Al parecer pretendía, sin mucho éxito, impresionar al señor Mallory con el catálogo de libros que iban a ser restaurados por su departamento y entre los que figuraban varios ejemplares de Herodoto, Plutarco e incluso un poco conocido volumen que había firmado Sócrates, «ya saben, el filósofo».

Finalmente marchó ante Mike Phobes el último candidato a pasar los próximos veinte años a la sombra, un vendedor de seguros. Lucía un traje bien cortado marrón, acompañado de una camisa azul claro y una elegante pero mal anudada corbata marrón de punto. Sus zapatos eran negros y su cinturón castaño. Mike Phobes no dejó de notar que todo el conjunto le sentaba fantásticamente bien a nuestro vendedor de seguros. Comenzó a hablar y dijo que había entrado en el despacho de Peter Mallory unos minutos antes de las once de la mañana y que había permanecido en el mismo no más de diez minutos, durante los cuales había puesto al día al señor Mallory de los muchos y variados productos que componían el abanico de ofertas que contenía su cartera de servicios. El vendedor afirmó que el director adjunto se había decidido por una modalidad bastante estándar de seguro de vida, en el que su propia esposa sería la beneficiaria.

Mike y Allison no pudieron evitar mirarse subrepticiamente el uno al otro y es que ambos conocían de sobra que el director adjunto Mallory no estaba casado. Como punto y final a la ronda de declaraciones Mike Phobes dejó que todos los sospechosos añadieran aquello que consideraran oportuno y que pudiera servir para esclarecer el caso. El bibliotecario declaró que al abandonar el despacho del director adjunto el hombre que decía ser el profesor de matemáticas estaba esperando fuera del mismo, y le pidió que no cerrara la puerta, que ya lo haría él más tarde. El matemático declaró por su parte que cuándo él había abandonado el despacho por segunda vez el escritor de novelas había vuelto tras sus pasos y se había introducido de nuevo en la oficina del director adjunto. Mike intervino.

—Tres de ustedes han mentido deliberadamente —dijo—. Aunque me da lo mismo. Sé cuál de ustedes es el asesino —todos miraron a Mike con una mezcla de desprecio y sorpresa pintada en sus rostros—. Sé además quién es el cómplice del asesino.

¿Y tú? ¿Sabes quién asesinó al director adjunto Peter Mallory? ¿Conoces la identidad de su cómplice?

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