jueves, 24 de enero de 2013

LA HIJA DE NAPOLEÓN

Inspirado en "Una mujer de treinta siglos", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/UKVUIm9m
Inspirado en "Una carta de 1588", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/rsn7F4yL

Por todos es conocida la trayectoria vital del precoz general de artillería que en un principio aceptó el puesto de Primer Cónsul Vitalicio de la República Francesa (título que ya se las traía, pero bueno…) y que más tarde se auto coronó Primer Emperador de Francia, así que no nos detendremos demasiado en el buen corso. Decir únicamente que el nacimiento de su hija data de sus campañas en Egipto, allá por el año 1798, trece años antes de que su segunda esposa, María Luisa de Austria, pariera a su único hijo varón, el segundo de los Napoleones. Sepa también el escéptico lector que su hija vive todavía entre nosotros, pero no adelantemos acontecimientos.

La primera esposa de Napoleón Bonaparte jamás atendió por Josefina hasta que se le metió entre ceja y ceja a su segundo marido, ya que toda la vida de dios se había hecho llamar Rosa o, más familiarmente, «Yeyette» —si a alguien le place puede buscar el significado del palabro (debe sonar algo así como el famoso «ye-yé» de la Conchita Velasco) y compartirlo con todos nosotros—, hasta que se desposó en primeras nupcias con el vizconde de Beauharnais, allá por el año 1780. Los dos hijos del matrimonio Beauharnais fueron criados en los albores de la Revolución Francesa y durante el reinado del «Terror» el vizconde fue guillotinado y a la pobre Josefina le faltó el canto de un duro para acabar como su solícito marido. El resto ya todos lo conocemos bien. Rosa pasa a ser Josefina (para mayor deleite del Gran Wyoming) y las idas y venidas del teniente húsar Hippolyte Charles del número 6 de la Rué Chantereine trastornan poco a poco al joven general corso. Hasta que vuelve de Egipto y todo cambia.

Napoleón y Josefina llevaban unos años intentando tener un hijo, pero no había manera. Bonaparte pensaba que si la expedición de Egipto se demoraba más de lo deseable, muchos de sus oficiales querrían tener a su lado a sus esposas y amantes, y él mismo soñaba con llevarse al Nilo a Josefina y trajinársela a base de bien, pero una vez más los ingleses se iban a encargar de poner pequeñas chinas en las botas de media caña del general de artillería. Entre las putaditas que llevaron a cabo los ingleses se encontraba la difusión de una melodramática carta de Napoleón dirigida a Josefina e interceptada por el Almirante Horacio Nelson. La prensa sensacionalista inglesa (¿acaso han tenido de otro tipo?) tildaba al general francés (Napoleón había nacido en Córcega pero se sentía más francés que Luis de Funes o que Jean Reno y, por supuesto, mucho más que el Gerard Depardieu) de lloromica y meapilas (llevaban algo de razón, pero sólo con respecto al tono de las epístolas que le enviaba a su esposa), algo que no sentó nada bien al Sire, que en la guerra el corso era de los que los tienen bien puestos.

Cuando Napoleón regresó de Egipto las cosas con Josefina se arreglaron, aunque a medias. El nuevo cargo de Napoleón como Primer Cónsul Vitalicio le da a su matrimonio la estabilidad que le faltaba, pero el vientre de Josefina jamás pudo volver a engendrar. De esta época data el nacimiento de su inmortal hija. ¿Les apetece saber cómo fue? Veámoslo.

Napoleón y Josefina pasaban los veranos en un bonito apartamento de Plombiéres, en dónde ésta tomaba profusamente las aguas de la zona, con la esperanza de poder concebir. Josefina era propensa a las jaquecas y cada vez con mayor frecuencia demandaba al médico de Napoleón, un tal Corvisart, las píldoras que la curasen. Josefina decía de estas estupendas píldoras que obraban milagros, pero lo cierto es que el buen doctor sólo suministraba a la esposa del Sire unas pequeñas migas de pan envueltas en papel de plata, quién sabe si por orden del general galo. Cierto día el balcón del apartamento se desplomó y Josefina se precipitó al suelo desde una altura de unos cuatro metros, causándose importantes heridas internas, lo que acabaría por impedirle concebir un hijo con Napoleón. Josefina se deprimió sobremanera y se enclaustró en una antigua afición que había adquirido en su Martinica natal: el cultivo de rosas.

Josefina deseaba que sus rosas durasen más tiempo, ya que a los pocos días se marchitaban y, como mucho, florecían durante apenas un día o dos. Rosa se dedicó en cuerpo y alma al cultivo de más de doscientas especies y finalmente logró cruzar una variedad de rosa de la Provenza con un espécimen de rosa traído de la China, de notable vigor y famoso por la fuerza de sus ejemplares. Acababa de nacer la rosa «té». Ésta era mucho más pálida que la erótica rosa provenzal, pero resultaba ser mucho más duradera y podía florecer durante semanas. A partir de la rosa «té» Josefina consiguió por fin crear el híbrido perfecto, que combina la robustez asiática con el aroma y presencia embriagadores de la variedad transalpina. Josefina había traído al mundo a su segunda hija y aunque Napoleón Bonaparte lo ignoraba, había dado al Sire un hermoso y robusto sucesor.

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