miércoles, 6 de febrero de 2013

ERA SÓLO UNA PERRA



Inspirado en "Era sólo una perra", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/a3p2KAzC

Recibimos la llamada de emergencia poco después de las cuatro de la tarde. Se trataba de un día soleado y en el exterior una agradable brisa atenuaba las generosas temperaturas de mayo, aunque en los túneles del Metro siempre hacía la misma y enfermiza temperatura y jamás corría el aire. Mi turno pronto terminaría pero, como oficial al mando del pequeño grupo de voluntarios que comandaba, me vi obligado a atender personalmente la llamada de auxilio. Se trataba de una perra. Una galga. Una flaca y asustada galga.
En pocos minutos descendimos hasta la estación en dónde había sido vista por última vez la perra, correteando de un lado a otro. Mis tres ayudantes y yo decidimos actuar deprisa y nos separarnos para intentar atrapar a la perra antes de que un tren se la llevase por delante. La estación tenía cuatro andenes, separados de dos en dos por una estrecha y a veces demasiado incómoda plataforma. Gutiérrez y yo bajamos a los andenes 1 y 2 y mientras yo me dirigía al sur, siguiendo el andén número 1, él se alejaba de mí conforme se internaba en el túnel del andén número 2. Mis otros dos subordinados procedieron de forma análoga a nosotros y pronto tuvimos cubiertos los cuatro túneles de la estación.
Cada uno de nosotros recorría el túnel que le había tocado en suerte armado exclusivamente con su potente linterna, que irradiaba un intenso haz de luz sobre las entrañas de la galería. Allí abajo el silencio era total y una extraña sensación se apoderó de mí: era como si todo el mundo se hubiese ido a freír espárragos y yo por fin entendí eso que cantaban los Who en su disco Quadrophenia. Ya saben, eso de la playa y de la soledad. La luz del convoy me hizo cesar en mis cavilaciones.
Es curioso como uno mide el tiempo y las distancias ahí abajo. No ignoro que la velocidad del sonido es mucho menor que la de la luz pero, tratándose de un trecho tan corto, hubiera jurado que debía haber oído al tren más o menos al mismo tiempo que había visto los penetrantes destellos de luz que lo precedían. Sin tiempo para entretenerme más en mis pensamientos me sujeté a las abrazaderas de la galería, que sobresalían cada pocos metros, utilizando para ello las correas y sargentas especiales de mi chaleco. Aguanté como pude la succión, aunque me sabía totalmente a salvo. Al fin pasó el convoy y yo me puse en contacto con Gutiérrez para prevenirlo de la llegada del tren.
Minutos más tarde fue Gutiérrez quién se puso en contacto conmigo para comunicarme el hallazgo de la perra. Yo giré sobre mis talones y volví sobre mis pasos, más atento a la llegada de los trenes, que ahora me abordarían por la espalda. Poco a poco fui recorriendo el escaso centenar de metros que me separaban de Gutiérrez. Durante el camino mantuve el haz de mi linterna siempre bajo, sabiendo que debía arrojar la menor cantidad de luz posible sobre las tinieblas del túnel, con el propósito de anticiparme a la llegada del próximo tren. No dejé de fijarme durante mi recorrido que las vías del tramo del túnel estaban mucho más limpias que las vías de la estación, repletas de un asqueroso cargamento de basura que parecía haber rehusado a su lugar natural, situado dos metros más arriba, en el interior de una preciosa papelera de plástico.
Mi linterna continuaba baja y yo seguía mi recorrido, lenta y apesadumbradamente, como si de algún modo intuyese el horror que me esperaba al otro lado de la lámpara. Durante un buen trecho nada apareció delante de mí hasta que de repente me encontré con la cabeza de la perra, que yacía boca abajo sobre un charco de sangre. El horror de la escena se había cebado incluso en la sangre de la perra, que parecía no haberse derramado más allá de lo estrictamente necesario, como si temiese contrariar a alguna extraña presencia.
De inmediato busqué a Gutiérrez con mi linterna y cuando lo encontré iluminé todo su cuerpo, desde las botas de caucho hasta la estúpida gorra que nos obligan a llevar de servicio, sin dejar de observar las gotas de sangre que salpicaban su porra reglamentaria. Me detuve por un instante en su cerúleo y preocupado rostro.
Me dijo que había llegado demasiado tarde, que el último tren se la había llevado por delante y que la horrible escena era todo lo que quedaba de la perra. Me explicó que su porra estaba manchada de sangre porque con ella se había acercado a la perra. Le creí. Un nuevo tren se aproximó. Ambos nos apartamos de la vía del tren y nos metimos dentro de un pequeño saliente que, aunque diminuto, era lo suficientemente grande como para albergarnos a los dos mientras esperábamos el paso del convoy, sin necesidad de amarres ni anclajes. Cuando el tren hubo pasado me dirigí a Gutiérrez y le pregunté por qué había matado a aquella perra.



SOLUCIÓN



Gutiérrez me contempló incrédulo durante un largo minuto, durante el cual no dudó ni por un instante que yo había descubierto la verdad. Finalmente me decidí a hablar para hacerle ver que efectivamente me había dado cuenta de su chapucero relato. Para empezar, yo me había encontrado con el tren de frente y, si la perra hubiese hecho lo mismo que yo, dudo mucho que su cabeza hubiese quedado mirando en dirección a la estación. Al contrario, sus patas sería lo primero que mi linterna hubiera iluminado. De la misma forma, si el tren hubiese sorprendido a la perra por detrás, habría dejado muerta a la perra con la barriga descubierta y no cómo yo me la había encontrado.
Todo esto podría resultar baladí a cualquiera que hubiese querido darle una vuelta de más al asunto, pero lo que no habría podido descartar es el hecho de que yo no encontré ni el más mínimo rastro de atropello hasta que me di de bruces con la perra muerta. ¿Cómo es posible que todo un convoy de vagones de metro atropelle a una perra y no la desplace más allá de un buen puñado de metros? ¿Cómo explicar que toda la sangre de la escena estuviese concentrada alrededor del cráneo del animal? Muy sencillo. Había muerto en ese mismo lugar, y Gutiérrez la había matado con su porra reglamentaria.
De repente Gutiérrez se abalanzó sobre mí y me arrebató la linterna. Él también apagó la suya y allí, en medio de la más absoluta oscuridad pude ver sus brillantes ojos rojos y al fin lo comprendí todo. Comprendí lo que había hecho esa pequeña perra al bueno de Gutiérrez. Y Gutiérrez comprendió que, después de más de veinte años vigilando y protegiendo a las criaturas de esta parte de la ciudad, yo sé cómo tratar a los de su especie.

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