Inspirado en "Era
sólo una perra", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en
"Patente de Corso": http://t.co/a3p2KAzC
Recibimos la llamada de emergencia poco después de las cuatro de la tarde. Se
trataba de un día soleado y en el exterior una agradable brisa atenuaba las
generosas temperaturas de mayo, aunque en los túneles del Metro siempre hacía
la misma y enfermiza temperatura y jamás corría el aire. Mi turno pronto
terminaría pero, como oficial al mando del pequeño grupo de voluntarios que
comandaba, me vi obligado a atender personalmente la llamada de auxilio. Se
trataba de una perra. Una galga. Una flaca y asustada galga.
En pocos minutos descendimos hasta la estación en dónde había sido vista
por última vez la perra, correteando de un lado a otro. Mis tres ayudantes y yo
decidimos actuar deprisa y nos separarnos para intentar atrapar a la perra
antes de que un tren se la llevase por delante. La estación tenía cuatro
andenes, separados de dos en dos por una estrecha y a veces demasiado incómoda
plataforma. Gutiérrez y yo bajamos a los andenes 1 y 2 y mientras yo me dirigía
al sur, siguiendo el andén número 1, él se alejaba de mí conforme se internaba
en el túnel del andén número 2. Mis otros dos subordinados procedieron de forma
análoga a nosotros y pronto tuvimos cubiertos los cuatro túneles de la
estación.
Cada uno de nosotros recorría el túnel que le había tocado en suerte armado
exclusivamente con su potente linterna, que irradiaba un intenso haz de luz
sobre las entrañas de la galería. Allí abajo el silencio era total y una
extraña sensación se apoderó de mí: era como si todo el mundo se hubiese ido a
freír espárragos y yo por fin entendí eso que cantaban los Who en su disco
Quadrophenia. Ya saben, eso de la playa y de la soledad. La luz del convoy me
hizo cesar en mis cavilaciones.
Es curioso como uno mide el tiempo y las distancias ahí abajo. No ignoro
que la velocidad del sonido es mucho menor que la de la luz pero, tratándose de
un trecho tan corto, hubiera jurado que debía haber oído al tren más o menos al
mismo tiempo que había visto los penetrantes destellos de luz que lo precedían.
Sin tiempo para entretenerme más en mis pensamientos me sujeté a las
abrazaderas de la galería, que sobresalían cada pocos metros, utilizando para
ello las correas y sargentas especiales de mi chaleco. Aguanté como pude la
succión, aunque me sabía totalmente a salvo. Al fin pasó el convoy y yo me puse
en contacto con Gutiérrez para prevenirlo de la llegada del tren.
Minutos más tarde fue Gutiérrez quién se puso en contacto conmigo para
comunicarme el hallazgo de la perra. Yo giré sobre mis talones y volví sobre
mis pasos, más atento a la llegada de los trenes, que ahora me abordarían por
la espalda. Poco a poco fui recorriendo el escaso centenar de metros que me
separaban de Gutiérrez. Durante el camino mantuve el haz de mi linterna siempre
bajo, sabiendo que debía arrojar la menor cantidad de luz posible sobre las
tinieblas del túnel, con el propósito de anticiparme a la llegada del próximo
tren. No dejé de fijarme durante mi recorrido que las vías del tramo del túnel
estaban mucho más limpias que las vías de la estación, repletas de un asqueroso
cargamento de basura que parecía haber rehusado a su lugar natural, situado dos
metros más arriba, en el interior de una preciosa papelera de plástico.
Mi linterna continuaba baja y yo seguía mi recorrido, lenta y apesadumbradamente,
como si de algún modo intuyese el horror que me esperaba al otro lado de la
lámpara. Durante un buen trecho nada apareció delante de mí hasta que de
repente me encontré con la cabeza de la perra, que yacía boca abajo sobre un
charco de sangre. El horror de la escena se había cebado incluso en la sangre
de la perra, que parecía no haberse derramado más allá de lo estrictamente
necesario, como si temiese contrariar a alguna extraña presencia.
De inmediato busqué a Gutiérrez con mi linterna y cuando lo encontré iluminé
todo su cuerpo, desde las botas de caucho hasta la estúpida gorra que nos
obligan a llevar de servicio, sin dejar de observar las gotas de sangre que
salpicaban su porra reglamentaria. Me detuve por un instante en su cerúleo y
preocupado rostro.
Me dijo que había llegado demasiado tarde, que el último tren se la había
llevado por delante y que la horrible escena era todo lo que quedaba de la
perra. Me explicó que su porra estaba manchada de sangre porque con ella se
había acercado a la perra. Le creí. Un nuevo tren se aproximó. Ambos nos
apartamos de la vía del tren y nos metimos dentro de un pequeño saliente que,
aunque diminuto, era lo suficientemente grande como para albergarnos a los dos
mientras esperábamos el paso del convoy, sin necesidad de amarres ni anclajes.
Cuando el tren hubo pasado me dirigí a Gutiérrez y le pregunté por qué había
matado a aquella perra.
SOLUCIÓN
Gutiérrez me contempló incrédulo durante un largo minuto, durante el cual
no dudó ni por un instante que yo había descubierto la verdad. Finalmente me
decidí a hablar para hacerle ver que efectivamente me había dado cuenta de su
chapucero relato. Para empezar, yo me había encontrado con el tren de frente y,
si la perra hubiese hecho lo mismo que yo, dudo mucho que su cabeza hubiese
quedado mirando en dirección a la estación. Al contrario, sus patas sería lo
primero que mi linterna hubiera iluminado. De la misma forma, si el tren
hubiese sorprendido a la perra por detrás, habría dejado muerta a la perra con
la barriga descubierta y no cómo yo me la había encontrado.
Todo esto podría resultar baladí a cualquiera que hubiese querido darle una
vuelta de más al asunto, pero lo que no habría podido descartar es el hecho de
que yo no encontré ni el más mínimo rastro de atropello hasta que me di de
bruces con la perra muerta. ¿Cómo es posible que todo un convoy de vagones de
metro atropelle a una perra y no la desplace más allá de un buen puñado de
metros? ¿Cómo explicar que toda la sangre de la escena estuviese concentrada
alrededor del cráneo del animal? Muy sencillo. Había muerto en ese mismo lugar,
y Gutiérrez la había matado con su porra reglamentaria.
De repente Gutiérrez se abalanzó sobre mí y me arrebató la linterna. Él
también apagó la suya y allí, en medio de la más absoluta oscuridad pude ver
sus brillantes ojos rojos y al fin lo comprendí todo. Comprendí lo que había hecho
esa pequeña perra al bueno de Gutiérrez. Y Gutiérrez comprendió que, después de
más de veinte años vigilando y protegiendo a las criaturas de esta parte de la
ciudad, yo sé cómo tratar a los de su especie.
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