miércoles, 13 de febrero de 2013

LUGARES DONDE LEÍ


Inspirado en "Lugares donde leí", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/zqZLTN8v

Resulta curioso y deprimente ver cómo el aburrimiento y el tedio se apoderan poco a poco de tu rutina y se hacen irremisiblemente con el control de tu vida, por mucho que uno se empeñe en impedírselo. Y cuanto más si se desempeña un trabajo como el mío. Soy funcionario de prisiones desde hace más de veinte años y durante los últimos tres me he dedicado a escuchar ilegítimamente muchas de las conversaciones privadas que los presos mantienen con sus visitas. Ahórrense el escándalo y créanme cuando les digo que muy pocas cosas suceden en las prisiones sin que nosotros, los perros carceleros —como cariñosamente nos llaman los reclusos—, nos enteremos. Otra cosa muy distinta es que el trapicheo y el tráfico de influencias convengan a unos y a otros. Pero aparquemos por un momento las lecciones éticas, que ni ustedes ni yo hemos venido hoy aquí ofreciendo o buscando consejo moral. Hemos venido a lo que venimos cada semana. Yo, como siempre, ansío encontrar a alguien que me escuche y ustedes tratan de evadirse —aunque sólo sea durante unos pocos minutos— del cochino mundo que nos ha tocado compartir. Procedamos pues.

Ya les he dicho que durante los últimos tres años he estado jugando a los espías con buena parte de nuestro parking de reclusos, escuchando sus más privadas conversaciones que, por cierto, poco o nada tienen de interesante. Una pequeña confesión de infidelidad por aquí, un te echo tanto de menos por allá; ya se hacen ustedes cargo, no me pidan por favor que les proporcione detalles vergonzosos acerca de nuestros internos. Oficialmente, yo estoy asignado a una ardua y perpetua tarea de papeleo —no hace falta que les diga que no existe semejante encomienda, ¿verdad?— y me tomo el asunto del espionaje como una especie de hobby, lo que me ha llevado incluso a confeccionar una ficha personal de cada uno de los objetivos que de vez en cuando he tenido que escuchar. El único sujeto medianamente interesante con el que me he topado se llama Anthony McCoy. 

Tiene el tal McCoy un envidiable historial delictivo y actualmente cumple una doble condena por el robo de más de quince millones de dólares en bonos y el triple asesinato de dos policías y una pobre señora que simplemente se encontraba en el lugar equivocado a la hora equivocada. McCoy logró escaparse en un primer momento pero sus compinches acabaron por ceder a las presiones de la policía —es un eufemismo tan válido como otro cualquiera para referirse a cuatro patadas en los cojones y un par de hostias en la cabeza—y finalmente vendieron la piel de su jefe. Antes de que se hiciera de noche el propio Anthony McCoy compartía pabellón en los calabozos del condado con sus ex-empleados. Cuentan que se dirigió a ellos muy cordialmente y, sin ningún atisbo de acritud en su voz, les comunicó que ninguno de ellos llegaría vivo a la sala del magistrado. Aquella misma noche los dos fueron envenenados por el personal de los calabozos sin que, meses después, se haya podido aún averiguar absolutamente nada acerca del doble homicidio. 

Anthony McCoy ha mostrado desde el primer día un talante sosegado e incluso ha tratado de sacar provecho de su reclusión lo mejor que ha podido, convirtiéndose en un ávido lector. En pocos meses se ha leído de arriba abajo toda la biblioteca de la cárcel y en menos de un año nos vimos obligados a pedir fondos para la adquisición de nuevas obras. La biblioteca local incluso ha llegado a cedernos parte de su estropeada y anquilosada colección. A pesar de que sospechamos de Anthony McCoy como cabecilla organizador de un par de motines fallidos —para ser honrados deberíamos hablar de leve conato de motín—, lo cierto es que nunca ha protagonizado el menor altercado y siempre ha mantenido una actitud ejemplar, al menos de cara a la galería. Sin duda sus intentos de motín lo han puesto sobre aviso de cuáles de sus hombres —y de los nuestros— son realmente merecedores de su confianza.

No es de extrañar que todo el mundo en el talego se ande con pies de plomo cuando trata con el bueno de McCoy. Yo por si acaso siempre me he cuidado, y mucho, del fulano. McCoy sabe, sin embargo, que muchos de sus hombres hablan con nosotros y nos cuentan, muy de vez en cuando, alguna que otra menudencia, lo que les permite seguir jugando tan tranquilos al siempre apetecible juego del agente doble. Por su parte, nuestro alcaide parece convencido de que Anthony McCoy no dirá ni mu a ninguno de sus hombres de dentro acerca de dónde demonios escondió el botín de su ya tristemente famoso atraco. Está seguro, sin embargo, de que McCoy conoce nuestras intenciones y tal vez sospecha que de vez en cuando espiamos las conversaciones que mantiene con sus visitas. Es por esto que últimamente me tiene haciendo horas extras tratando de descifrar algún mensaje que hubiese podido darle a alguna de las personas que viene a verlo. Tres de sus últimas visitas han sido especialmente significativas. Así se las relaté al alcaide.
 
Su anciana madre fue la primera en desfilar por la sala de entrevistas. Lo hizo muy temprano, a pesar de que tenemos entendido que vive relativamente lejos de la prisión estatal, aunque tal vez hubiese pasado la noche en algún motel de tres al cuarto de la zona. Como siempre fue la madre de Anthony quien llevó todo el peso de la conversación, haciendo pucheros cada vez que sus resecos y enrojecidos ojos se lo permitían. McCoy sólo intervino para contarle a su madre que había encontrado el verdadero camino en la biblia. Anthony le confesó a su madre que muchos años atrás, en la arboleda cercana a la vieja casa familiar del lago, había leído un pasaje de la biblia que lo había impresionado y que ahora, tanto tiempo después, todavía se estremecía con su lectura. Su incrédula madre se mostró gratamente sorprendida y pidió al señor que bendijese a su descarrilado hijo.

Anthony McCoy recibió a continuación la visita de una de las cuatro chicas que decía ser su novia y a las que, en realidad, Anthony trataba por igual. La chica se deshizo en gimoteos en más de una ocasión y McCoy se las vio y de las deseó para que la pobre muchacha no se dejara los higadillos a base de lloros y sollozos. Fue entonces cuando Anthony McCoy pidió a su novia que no se desesperase, le dijo que pronto estarían de nuevo juntos, y comenzó a relatarle la terrible odisea por la que había tenido que pasar Dostoievski, cumpliendo primero condena en Siberia y más tarde trabajando de forma incesante en la redacción conjunta de «Crimen y castigo» y «El jugador». Inmediatamente le entregó su ejemplar de «Crimen y castigo» y le dijo que dentro había unos pasajes especialmente subrayados para ella. Su novia se fue muy contenta y McCoy pareció quedar en paz.

La tercera de las entrevistas de Anthony McCoy, que ahora parcialmente les expongo aquí, la mantuvo con un primo suyo, al que la policía metropolitana considera su lugarteniente. Anthony habló esa tarde con su primo de cosas bastante triviales hasta que de repente ambos se pusieron a hablar muy en serio. El primo de Anthony había preguntado a McCoy si éste se aburría mucho en la trena y Anthony contestó que su cuerpo permanecía encerrado pero que su mente vagaba por los mundos imaginarios —y no tan imaginarios— de los maravillosos libros que había estado leyendo. Dijo identificarse con Rolando Deschain, el protagonista de la épica saga de Stephen King, La Torre Oscura. Según McCoy, al igual que Rolando, él también había sido traicionado por sus mejores amigos, viéndose obligado a tomar una penosa y catastrófica decisión. El primo de McCoy dijo no haber leído nunca nada de Stephen King y Anthony McCoy le recomendó encarecidamente que comenzara sus aventuras en el Mundo Medio en una apartada sala de lectura de la biblioteca del estado, en la segunda planta. «En la esquina norte de esa mágica sala puede uno sentirse como si estuviese en el mismísimo centro del baile de fin de año de Gilead. Sabrás de que rincón te hablo porque el suelo crujirá bajo tus pies».

Casi sin dejarme tiempo para pronunciar del todo esta última frase, el alcaide dio un respingo y saltó del sillón de su despacho. «Es la señal que hemos estado esperando. Su primo es el cómplice que ha de llevarnos al lugar en dónde se hallan escondidos los bonos robados». El alcaide estaba excitado y yo apenas era capaz de seguir sus eléctricas idas y venidas por todo el despacho. «¿Acaso no te das cuenta?», me preguntó. «¿No ves que ha pretendido engañarnos con esa patraña de la biblia?», escupió. 

Yo permanecí callado y atento a sus explicaciones. «En cuanto a lo del escritor ruso ese…, en fin, puede pasar», dijo mientras volvía a sentarse. «Está muy claro que se ve a sí mismo como el tal Rolando ese, traicionado por sus amigos. Él mismo lo ha confesado. ¿No lo has oído? Ha dicho que había tenido que tomar una desagradable decisión. ¡Matar a sus amigos! Al igual que lo había hecho Rolando Deschain. En cuanto al suelo que cruje, resulta obvio que es debajo de la tarima de la biblioteca estatal a dónde ha enviado a su primo a recoger los bonos robados. ¡Debemos darnos prisa!»

Un ayudante del alcaide y yo mismo salimos a toda prisa del despacho del alcaide. Éste nos seguía a poca distancia. Mientras nos dirigíamos a los coches a mí me dio tiempo a meditar en lo raro que me resultaba que Anthony McCoy enviase a estas alturas a su lugarteniente a por un botín que difícilmente él podría disfrutar. Pensé en lo rápido que debían tomar decisiones Rolando y su ka-tet y de repente lo vi todo claro. Me maldije por haber sido engañado como un chiquillo.

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