Inspirado en "Lugares donde leí", de Arturo
Pérez-Reverte,
Artículo en
"Patente de Corso": http://t.co/zqZLTN8v
Resulta curioso y deprimente
ver cómo el aburrimiento y el tedio se apoderan poco a poco de tu rutina y se
hacen irremisiblemente con el control de tu vida, por mucho que uno se empeñe
en impedírselo. Y cuanto más si se desempeña un trabajo como el mío. Soy
funcionario de prisiones desde hace más de veinte años y durante los últimos
tres me he dedicado a escuchar ilegítimamente muchas de las conversaciones
privadas que los presos mantienen con sus visitas. Ahórrense el escándalo y créanme
cuando les digo que muy pocas cosas suceden en las prisiones sin que nosotros,
los perros carceleros —como cariñosamente nos llaman los reclusos—, nos enteremos. Otra cosa muy
distinta es que el trapicheo y el tráfico de influencias convengan a unos y a
otros. Pero aparquemos por un momento las lecciones éticas, que ni ustedes ni
yo hemos venido hoy aquí ofreciendo o buscando consejo moral. Hemos venido a lo
que venimos cada semana. Yo, como siempre, ansío encontrar a alguien que me
escuche y ustedes tratan de evadirse —aunque sólo sea durante unos pocos
minutos— del cochino mundo que nos ha tocado compartir. Procedamos pues.
Ya les he dicho que durante los últimos tres años he
estado jugando a los espías con buena parte de nuestro parking de reclusos,
escuchando sus más privadas conversaciones que, por cierto, poco o nada tienen
de interesante. Una pequeña confesión de infidelidad por aquí, un te echo tanto
de menos por allá; ya se hacen ustedes cargo, no me pidan por favor que les proporcione
detalles vergonzosos acerca de nuestros internos. Oficialmente, yo estoy
asignado a una ardua y perpetua tarea de papeleo —no hace falta que les diga que no existe semejante
encomienda, ¿verdad?— y
me tomo el asunto del espionaje como una especie de hobby, lo que me ha llevado
incluso a confeccionar una ficha personal de cada uno de los objetivos que de
vez en cuando he tenido que escuchar. El único sujeto medianamente interesante
con el que me he topado se llama Anthony McCoy.
Tiene el tal McCoy un envidiable historial delictivo y
actualmente cumple una doble condena por el robo de más de quince millones de
dólares en bonos y el triple asesinato de dos policías y una pobre señora que
simplemente se encontraba en el lugar equivocado a la hora equivocada. McCoy
logró escaparse en un primer momento pero sus compinches acabaron por ceder a
las presiones de la policía —es un eufemismo tan válido como otro cualquiera para referirse a cuatro
patadas en los cojones y un par de hostias en la cabeza—y finalmente vendieron la piel de su jefe. Antes de que
se hiciera de noche el propio Anthony McCoy compartía pabellón en los calabozos
del condado con sus ex-empleados. Cuentan que se dirigió a ellos muy
cordialmente y, sin ningún atisbo de acritud en su voz, les comunicó que
ninguno de ellos llegaría vivo a la sala del magistrado. Aquella misma noche
los dos fueron envenenados por el personal de los calabozos sin que, meses
después, se haya podido aún averiguar absolutamente nada acerca del doble
homicidio.
Anthony McCoy ha mostrado desde el primer día un talante sosegado e incluso
ha tratado de sacar provecho de su reclusión lo mejor que ha podido,
convirtiéndose en un ávido lector. En pocos meses se ha leído de arriba abajo
toda la biblioteca de la cárcel y en menos de un año nos vimos obligados a
pedir fondos para la adquisición de nuevas obras. La biblioteca local incluso ha llegado a cedernos parte de su estropeada y anquilosada colección. A pesar de que sospechamos de Anthony McCoy como
cabecilla organizador de un par de motines fallidos —para ser honrados deberíamos hablar de leve conato de
motín—, lo cierto es que nunca ha protagonizado el menor altercado y siempre ha
mantenido una actitud ejemplar, al menos de cara a la galería. Sin duda sus
intentos de motín lo han puesto sobre aviso de cuáles de sus hombres —y de los
nuestros— son realmente merecedores de su confianza.
No es de extrañar que todo el mundo en el talego se ande
con pies de plomo cuando trata con el bueno de McCoy. Yo por si acaso siempre
me he cuidado, y mucho, del fulano. McCoy sabe, sin embargo, que muchos de sus
hombres hablan con nosotros y nos cuentan, muy de vez en cuando, alguna que
otra menudencia, lo que les permite seguir jugando tan tranquilos al siempre
apetecible juego del agente doble. Por su parte, nuestro alcaide parece
convencido de que Anthony McCoy no dirá ni mu a ninguno de sus hombres de
dentro acerca de dónde demonios escondió el botín de su ya tristemente famoso
atraco. Está seguro, sin embargo, de que McCoy conoce nuestras intenciones y
tal vez sospecha que de vez en cuando espiamos las conversaciones que mantiene
con sus visitas. Es por esto que últimamente me tiene haciendo horas extras
tratando de descifrar algún mensaje que hubiese podido darle a alguna de las
personas que viene a verlo. Tres de sus últimas visitas han sido especialmente
significativas. Así se las relaté al alcaide.
Su anciana madre fue la primera en desfilar por la sala
de entrevistas. Lo hizo muy temprano, a pesar de que tenemos entendido que vive
relativamente lejos de la prisión estatal, aunque tal vez hubiese pasado la
noche en algún motel de tres al cuarto de la zona. Como siempre fue la madre de
Anthony quien llevó todo el peso de la conversación, haciendo pucheros cada vez
que sus resecos y enrojecidos ojos se lo permitían. McCoy sólo intervino para
contarle a su madre que había encontrado el verdadero camino en la biblia. Anthony
le confesó a su madre que muchos años atrás, en la arboleda cercana a la vieja
casa familiar del lago, había leído un pasaje de la biblia que lo había impresionado
y que ahora, tanto tiempo después, todavía se estremecía con su lectura. Su
incrédula madre se mostró gratamente sorprendida y pidió al señor que bendijese
a su descarrilado hijo.
Anthony McCoy recibió a continuación la visita de una de
las cuatro chicas que decía ser su novia y a las que, en realidad, Anthony trataba
por igual. La chica se deshizo en gimoteos en más de una ocasión y McCoy se las
vio y de las deseó para que la pobre muchacha no se dejara los higadillos a
base de lloros y sollozos. Fue entonces cuando Anthony McCoy pidió a su novia
que no se desesperase, le dijo que pronto estarían de nuevo juntos, y comenzó a
relatarle la terrible odisea por la que había tenido que pasar Dostoievski,
cumpliendo primero condena en Siberia y más tarde trabajando de forma incesante
en la redacción conjunta de «Crimen y
castigo» y «El jugador». Inmediatamente le entregó su ejemplar de «Crimen y castigo» y le dijo que dentro había unos pasajes especialmente subrayados para
ella. Su novia se fue muy contenta y McCoy pareció quedar en paz.
La tercera de las entrevistas de Anthony McCoy, que ahora
parcialmente les expongo aquí, la mantuvo con un primo suyo, al que la policía
metropolitana considera su lugarteniente. Anthony habló esa tarde con su primo
de cosas bastante triviales hasta que de repente ambos se pusieron a hablar muy
en serio. El primo de Anthony había preguntado a McCoy si éste se aburría mucho
en la trena y Anthony contestó que su cuerpo permanecía encerrado pero que su
mente vagaba por los mundos imaginarios —y no tan imaginarios— de los maravillosos libros que había estado leyendo.
Dijo identificarse con Rolando Deschain, el protagonista de la épica saga de
Stephen King, La Torre Oscura. Según McCoy, al igual que Rolando, él también
había sido traicionado por sus mejores amigos, viéndose obligado a tomar una penosa
y catastrófica decisión. El primo de McCoy dijo no haber leído nunca nada de
Stephen King y Anthony McCoy le recomendó encarecidamente que comenzara sus
aventuras en el Mundo Medio en una apartada sala de lectura de la biblioteca
del estado, en la segunda planta. «En la esquina norte de esa mágica sala puede
uno sentirse como si estuviese en el mismísimo centro del baile de fin de año
de Gilead. Sabrás de que rincón te hablo porque el suelo crujirá bajo tus pies».
Casi sin dejarme tiempo para pronunciar del todo esta última frase, el
alcaide dio un respingo y saltó del sillón de su despacho. «Es la señal que
hemos estado esperando. Su primo es el cómplice que ha de llevarnos al lugar en
dónde se hallan escondidos los bonos robados». El alcaide estaba excitado y yo
apenas era capaz de seguir sus eléctricas idas y venidas por todo el despacho.
«¿Acaso no te das cuenta?», me preguntó. «¿No ves que ha pretendido engañarnos
con esa patraña de la biblia?», escupió.
Yo permanecí callado y atento a sus explicaciones. «En cuanto a lo del
escritor ruso ese…, en fin, puede pasar», dijo mientras volvía a sentarse.
«Está muy claro que se ve a sí mismo como el tal Rolando ese, traicionado por
sus amigos. Él mismo lo ha confesado. ¿No lo has oído? Ha dicho que había
tenido que tomar una desagradable decisión. ¡Matar a sus amigos! Al igual que
lo había hecho Rolando Deschain. En cuanto al suelo que cruje, resulta obvio
que es debajo de la tarima de la biblioteca estatal a dónde ha enviado a su
primo a recoger los bonos robados. ¡Debemos darnos prisa!»
Un ayudante del alcaide y yo mismo salimos a toda prisa del despacho del
alcaide. Éste nos seguía a poca distancia. Mientras nos dirigíamos a los coches
a mí me dio tiempo a meditar en lo raro que me resultaba que Anthony McCoy
enviase a estas alturas a su lugarteniente a por un botín que difícilmente él
podría disfrutar. Pensé en lo rápido que debían tomar decisiones Rolando y su
ka-tet y de repente lo vi todo claro. Me maldije por haber sido engañado como
un chiquillo.
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