lunes, 24 de diciembre de 2012

NAVIDAD, NAVIDAD, … NAVIDAD

Inspirado en "¿Abraham? ¿Sansón? ¿Dalila?", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/X9MtR9rN

Muchos de los artículos que mi amigo Reverte —eso ha escrito él mismo, de su puño y letra, en mi copia de “El Tango de la Guardia Vieja”— ha venido firmando durante los últimos veinte años comienzan haciendo referencia a una llamada telefónica que recientemente había mantenido con una de sus numerosas amistades, o bien nos relata cómo la carta de un amigo le ha hecho rememorar ciertos aspectos de su pasado, haciéndolo volver de nuevo tras sus propios pasos. Eso mismo he venido a contaros hoy a todos vosotros.

Al igual que vosotros, incrédulos lectores, yo tampoco recibo cartas personales, al estilo de la vieja escuela. Las únicas epístolas que recibo son las frías e impersonales comunicaciones bancarias y de las compañías de seguros, a excepción de una querida familia amiga mía que todavía guarda las buenas costumbres y maneras en este maldito mundo, enfermo hasta el tuétano, y que ha tenido más que a bien felicitarme, a mí y a mi señora, estas fiestas con tan entrañable muestra de amistad. Pero no os he venido a hablar de las cartas escritas en papel, sino de una carta que nunca jamás ha sido escrita. Un email.

El correo electrónico en cuestión venía con matasellos de Japón, país comedido en sus costumbres y poco dado a los excesos. No creo recordar haber conocido a la persona que me lo ha enviado, pero ambos hemos trabajado para un fin común. Tanto él como yo hemos estado enrolados —a mi se me acabó el chollo cuando me doctoré, justo antes de verano— en el laboratorio europeo de física de partículas, trabajando en un bello experimento que lleva el nombre de uno de los físicos más grandes del siglo XX. Haganme el favor de no pensar en Einstein. El caso es que Japón y otros muchos países del mundo que ni de puta coña son cristianos, ni lo han sido —mucho mejor para ellos—, echan estos días el cierre en muchos de sus negocios, empresas y tareas porque estamos en Navidad.
 
Por esta razón es por la que creo que la navidad —lo escribo en minúsculas a cambio de no mentar a las madres de los jefes de los grandes almacenes; ustedes pueden escribirla como mejor les venga en gana— es un poco, tampoco mucho, mejor que otras épocas del año. El hecho de que muchos de nuestros familiares y amigos tengan unos pocos días libres (el buen ritmo que llevan Rajoy, Merkel y sobre todo el infame de van Rompuy y toda su repulsiva cuadrilla de hienas puede hacer que dentro de muy poco todo cristo tenga demasiados días libres) en estas fechas es más que suficiente para que el común de los mortales vea con buenos ojos las comilonas y excesos propios de estos días, sean cristianos viejos, judíos conversos o moriscos, y es que a nadie le amarga un dulce.

Lo cierto es que, nos guste o no, los cristianos han ganado la partida. Lo cierto es que la gran inmensa mayoría de los que estamos bautizados desconocemos no sólo los más fervientes capítulos de ciencia ficción que saturan las páginas de las llamadas sagradas escrituras, sino que también ignoramos muchas referencias históricas y personajes reales que campan a sus anchas por la biblia, tanto en el antiguo como en el nuevo testamento, pero eso importa menos que un pimiento. Y es que el musulmán medio y el judío de a pie son mucho más doctos e instruidos que el común de los cristianos, y no ignora por completo el relato de Abraham, por poner un ejemplo, el primero de los patriarcas postdiluvianos, común a las tres religiones monoteístas del planeta. Abraham, por cierto, significa «padre de muchos pueblos».

Digo que han sido los cristianos los que se han llevado el gato al agua porque aunque estas tres religiones se han estado dando palos y cortado cabezas desde los albores de los tiempos, ni judíos ni moros han sabido adaptarse aún al devenir de los tiempos. Ya lo dicen los catalanes: «la pela es la pela». De poco les ha servido a los musulmanes expoliar el oro africano casi tan afanosamente como más tarde lo haría el imperio español en la América de los siglos XVI y XVII, y tampoco ha sabido el avaro judío, en los tiempos que corren, hacer buena la fama que arrastra de amante del dinero.

Y es que a la hora de la verdad las grandes superficies se transforman en monstruosas bestias exprimidoras de dinero, a las que nada importa el credo de sus víctimas, sino sus verdes billetes. Puede que en el resto del globo no sea tan patente la cosa como lo es aquí en España, donde hasta el más firme de los republicanos esperaba insomne la llegada de tres reyes una noche al año, pero lo cierto es que se puede guiar uno por unos cuantos chivatos infalibles.

Para empezar, los pequeños de ahora no sólo esperan la furtiva llegada de los tres magos de oriente sino que ya hace unos cuantos años que se han subido también al carro del entrañable Santa Claus o Papá Noel, como ustedes gusten. Los padres de las celestiales criaturas prefieren colmar a sus hijos con excesivas atenciones una o dos noches al año que sentarse con ellos y darles un poco de educación. Aquí, de nuevo, la familia que les mencionaba al principio merece de nuevo toda mi admiración y respeto, ya que no sólo está educando al pequeño Martín como un pequeño sano y jovial, sino que están cimentando día a día los ladrillos que han de conformar a un gran hombre. No me cabe ni la menor duda al respecto.

La cosa va de derroche, porque aunque sea un día al año, y como si de una boda se tratase, el personal tiene que ir de punta en blanco a cogerse una buena borrachera. Cuantas de ustedes, señoras mías, no tienen dos o tres —al menos— trajes de fin de año que se han comprado sólo para la señalada ocasión. Los hombres son algo más prosaicos que las mujeres en toda esta vorágine consumista, pero las tornas se equilibran si metemos en la ecuación las cenas de empresa, de amigos, de la peña de la quiniela, de la puta que nos parió a todos y del bueno de pedrín. Lo que no te gastas en una cosa te la gastas en la otra, pero acabarás cotizando, amigo mío. Ya lo creo que sí.

Que sí, hombre, que sí, que la navidad mola. Y si no que se lo digan a los pobres judíos y musulmanes, que estos días también se apuntan a iluminar con más luces y más neones sus tiendas y sus centros comerciales. Total, de hanukkah y del ramadán nadie va a acordarse, ¿o sí?

sábado, 15 de diciembre de 2012

EL MÁS TERRIBLE DE LOS ASILOS


Inspirado en "El asilo de Petrinja", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/WTCH4uoE

Han pasado veinte años y todavía me parece que fue ayer. He querido olvidar el día concreto en que echamos abajo la puerta de aquel execrable asilo, pero sé que a poco que me esfuerce, podré evocar todos y cada uno de los horrores que envolvieron aquel terrible episodio de principios de la guerra. Habíamos contemplado infinidad de atrocidades durante los seis meses de servicio que habíamos prestado desde la arbitraria invasión que desencadenó la cruenta guerra, pero ninguno de nosotros esperaba ver durante todo el transcurso del conflicto —algunos todavía lo llaman así; los que lo hemos vivido hablamos de infierno y exterminio— tanto horror y tanta barbarie desatados.

El tufo a cadáver nos sorprendió a todos con los pulmones exentos de aire, y la primera bocanada hizo vomitar a muchos de nosotros, que añadimos nuestra propia náusea a la repugnante alfombra de corruptos excrementos y putrefacciones que trágicamente nos daba la bienvenida a aquella inmunda cripta. Uno de mis compañeros de escuadrón fue el primero en echarse el fusil al hombro y ayudar a los ancianos, que días antes habían sido abandonados por los cuidadores del asilo. Se habían llevado a los que podían caminar y al resto los contemplamos horrorizados, sin saber muy bien qué hacer con ellos.

Entre los cadáveres en descomposición podían verse aún los restos de Las mil y una noches, el cantar de Mio Cid o el propio Beowulf, todos ellos víctimas del infame abandono de sus cuidadores. Otros muchos presentaban un estado al borde mismo de la muerte, tal era el caso de las Novelas Ejemplares, la divina comedia y la Odisea, que muy pronto verían ponerse el sol en sus vidas. Algunos ancianos todavía podrían salvar sus vidas, aunque deberían pagar el terrible peaje que el abandono había causado en sus llagados miembros, en sus maltratados órganos y, en algunos casos, en su maltrecha y desamparada sique.

Todavía sigo teniendo pesadillas y sé que jamás podré reponerme del todo de la terrible experiencia que todos nosotros vivimos durante aquel aciago episodio de la guerra. Muchos compañeros de aquel escuadrón de la muerte —lo bautizamos así al alejarnos de aquel infame templo del desamparo— no han podido seguir adelante y han puesto fin a sus vidas de forma prematura. Yo también he pensado seguir su ejemplo, aunque nunca he tenido valor para empuñar la H&K USP del cuarenta y cinco que descansa justo al lado de Cantares Gallegos y de una vieja edición del Quijote.

martes, 4 de diciembre de 2012

LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Inspirado en "Aquella España cañí", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/gb6ZIKW9

Vuelve Diciembre a nuestro calendario y vuelve también el puente más deseado de todo el año: El puente de la Constitución. O el puente de la Inmaculada, como ustedes prefieran. El caso es que este año el calendario nos ha jodido bien la marrana y ha dejado caer en sábado a la Inmaculada Concepción. Aunque peor fue la jugarreta del año pasado: todos nos quedamos con cara de gilipollas al ver que Nochebuena y Fin de Año se nos iban también a un puto sábado. Y es que al personal se la sopla mucho eso de la Nochebuena, la Constitución y demás soplaguindeces por el estilo con las que nadie se identifica y que, sin embargo, esperamos como agua de mayo para tirarnos a la bartola todo el santo día en el sofá o, en el caso de los más intrépidos, meterse un tute de cuarenta o cincuenta horas de coche en tres o cuatro días para recorrer la mitad norte de la geografía nacional, con tremendos bancos de niebla incluídos, sin olvidarnos de las traicioneras nevadas de la época.

De las cuatro fechas rojas que se han mencionado (el autor ha escogido las cuatro más cercanas en el tiempo, por comodidad), sólo dos de ellas conmemoran hechos reales, con mayor o menor infamia implícita. El lector avispado habrá advertido la frivolidad de la fecha que conmemora el referéndum de 1978, y que recoge, permítanme decirlo con todas las letras, una poca mierda pinchada en un palo. Lo que tenemos en España desde hace 34 años es un mal arreglo entre fachas y republicanos arrepentidos, con ansia de mandar, aunque sólo fuese un poquito. La buena es la de 1812, la que habría que haberle metido por el culo al infame de Fernando VII antes de decapitarlo en la Plaza Mayor, que para eso estaba. En fin, me pierde la boca y ustedes no me echan el freno, que no hemos venido aquí a hablar de la infamia de los Borbones.

Decía que ni la Natividad del Señor ni la Inmaculada Concepción conmemoran fechas históricas. Ni Dios sabe cuándo nació Jesucristo y el 25 de Diciembre ha sido hábilmente escogido por la iglesia —en minúscula— para apropiarse del carácter vital de una antigua festividad pagana al estilo de Samaín o Halloween (que vienen a ser lo mismo); ya saben, si no puedes con ellos, únete a ellos. En cuanto a la Inmaculada Concepción, se celebra el día 8 de Diciembre por decreto. Porque sí y punto. Porque lo dijo el Noveno de los Píos. Pío IX.

Corría el año 1854 cuando el papa de marras zanjaba de una vez por todas una discusión que se había venido produciendo durante los últimos setecientos años, y que trataba de justificar si la Virgen María había sido o no concebida libre del pecado original. ¿Qué leches es esto?, se preguntará el incrédulo lector. Pues es, ni más ni menos, el pecado que se transmite a todos los homo sapiens sapiens cristianos nacidos de Eva y Adán. El problema radica en que, históricamente, es Jesucristo el primer humano que nace libre de pecado original y que es él quien redime a su madre del mismo. Santo Tomás y los dominicos (mucho más vehementes y radicales que el famoso filósofo estudiado en el C.O.U.) se preguntaban de qué narices había redimido Jesucristo a su madre si la Virgen había nacido libre del dichoso pecado original. Enfrente se habían encontrado con la postura de los franciscanos, que se les había metido entre ceja y ceja la intachabilidad de la virgen y que, finalmente, se llevaron el gato al agua.

Se conoce que al bueno de Pío IX se le hincharon los cojones con tanto tira y afloja y decidió poner en orden el gallinero. Tampoco debía de haber mucho jaleo si no tenían nada mejor sobre lo que debatir. El caso es que el papa decretó la festividad de la Inmaculada Concepción mediante una «definición dogmática» que, según el cardenal Lambruschini, hacía falta, y mucha: “Sólo esta definición dogmática podrá restablecer el sentido de las verdades cristianas y retraer las inteligencias de las sendas del naturalismo en las que se pierden”. Pues vale.

Si la curia hubiese tratado de tocar el bolsillo del respetable (una vez más), habrían pintado bastos, pero como el personal no hace ascos a un día de relajo y la cosa no estaba como para tirar cohetes (media España sangraba todavía por las heridas infringidas por la Primera Guerra Carlista; la otra media estaba a punto de hacer lo propio en la segunda), el pueblo aceptó asépticamente la “Bula Ineffabilis Deus” gracias a lo cual, llegados a estas fechas, se nos llena la boca de palabras como puente, acueducto, oleoducto, al mismo tiempo que a las agencias de viajes y a los hoteles se les llena el bolsillo con nuestro dinerito. Ahora menos porque estamos en crisis.

jueves, 29 de noviembre de 2012

EL REGRESO

Inspirado en "Sobre lugares y libros", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/VCNE6khX

El vuelo 673 acumulaba ya dos horas de retraso y tenía toda la pinta de querer acumular unas cuantas más. Por enésima vez se repantingó en su incómodo asiento, y de nuevo echó una furtiva mirada, cargada de lascivia, a las tremendas piernas de la rubia de enfrente. La chica tendría veintipocos años, más cerca de los veinte que de los treinta, y correspondía a sus sigilosas miradas abriendo y cerrando muy lentamente sus sabrosos y húmedos labios, pintados de un rojo que la mayoría de los hombres consideraría coto privado de las prostitutas y que, sin embargo, la chica portaba con la misma naturalidad que mienten los políticos. Más allá de la puerta de embarque los empleados de la compañía aérea se relajaban fumando un cigarrillo tras otro. Cerró los ojos y se zambulló en sus pensamientos.

El año en que Belice obtenía su independencia del Reino Unido,  Milton Greene estrenaba su mayoría de edad y lo celebraba abandonando el pequeño país caribeño en busca de su propia fortuna. Su primer destino había sido una ruinosa ciudad de Carolina del Norte, en donde comenzó sus estudios de interpretación, que finalmente abandonaría poco tiempo después. A sus veintiún años vería publicada su ópera prima, inspirada en una inquietante historia que su abuelo materno acostumbraba a contarle durante las interminables noches de la temporada de huracanes. La intriga databa de los tiempos en que ingleses y españoles se peleaban a brazo partido por el oro del antiguo Imperio Maya. Los corsarios ingleses acosaban con sus cañones a los honrados españoles, que muy diligentemente saqueaban el oro local. Durante un terrible asedio inglés, una muy importante personalidad española vio truncados sus días en la pequeña población costera y el destacamento español destinado en la bahía de Honduras construyó un suntuoso sepulcro unas pocas millas tierra adentro para honrar la memoria de tan principal persona.

El sepulcro fue finalmente edificado muchos meses después, y del cadáver de la muy importante personalidad sólo quedaron sus huesos y ropas, que al fin pudieron recibir sepultura. Algunos años después, durante el dominio inglés de la zona, una comitiva de su graciosa majestad celebró exequias en memoria de uno de sus más respetados dirigentes. Se quebrantó el sello del panteón y el sarcófago del anciano español fue hallado abierto, con todos sus huesos esparcidos por el suelo de la sepultura. A todos los presentes extrañó que la tapa del ataúd, de piedra maciza, estuviera desplazada de su posición ordinaria.

El transcurso de los siglos ha visto cómo hasta en cuatro ocasiones más ha sido quebrantado el sello de la cámara mortuoria, y cómo en cada una de ellas todos los ataúdes han resultado abiertos, con las pesadas losas de piedra desplazadas de su original posición. Asimismo, los restos de cada féretro yacían indefectiblemente al pie de los ataúdes. Cientos de años después del primer enterramiento, un descendiente directo de aquel lord británico adquiere la propiedad del viejo mausoleo, gracias a las ventas millonarias que producen sus numerosas novelas.

Al abrir de nuevo los ojos se encuentra otra vez a la chica mirándolo, de hito en hito. Le sostiene la mirada durante un breve lapso de tiempo y finalmente decide dedicarle una sonrisa. Ella le corresponde con un precioso gesto, invitándolo a sentarse a su lado, pero antes de que pueda sentarse a su lado la megafonía del aeropuerto anuncia el embarque de su vuelo. Cordialmente se saludan con una breve inclinación y un ligero atisbo de sonrisa mientras se disponen a unirse a la doble fila de personas que forma delante de la puerta de embarque. Dentro del avión ella lo busca con la mirada y se sienta junto él.

—¿Puedo sentarme? —preguntó ella.

—Por supuesto. Apartó su vieja sudadera del Manchester United.

—Dígame. ¿Se quedará usted unos días en Ciudad de Belice? —Ellen hablaba con un tono cargado de sensualidad y Milton apenas era capaz de apartar los ojos de sus carnosos labios.

—Lamentablemente no —su voz aparentaba trémula, pero parecía estar siendo sincero—. He de coger un pasaje para el interior. Mi destino es Belmopán.

—Ah, ya veo —parecía decepcionada—. Bueno, tal vez en otra ocasión.

Milton no respondió. A duras penas logró despegar sus ojos de los labios de la chica. Se felicitó por ello y echó un último vistazo a la terminal del aeropuerto.

—¿Ya había estado en Belice? —Ellen parecía sostener todo el peso de la conversación.

—En realidad me he criado aquí. He vuelto para enterrar a mi madre.

—¡Oh, pobrecito! Es por eso que estás tan pálido, ¿eh? —su interés parecía real. Su mano pasó rozando el hombro de Milton, dudando si debía dejarla o no sobre su antebrazo. Finalmente la posó durante un breve instante.

—Sí, bueno... Es que no soporto los lugares cerrados.

jueves, 22 de noviembre de 2012

MIS AMIGOS SHAKESPEARE Y CERVANTES

Inspirado en "La tumba olvidada", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/DED3gLZd

Exceptuando a los muchos imbéciles e ignorantes que campan por España y por el mundo entero, si preguntáramos a cualquier persona con un poco de cultura —hablo de cultura de la buena, no de métricas baratas ni de erudición con respecto al personal que conforma el putiferio nacional— acerca de cuál (o cuáles) es la figura más importante de la literatura universal, una inmensa mayoría se tendría que debatir entre Don Miguel de Cervantes Saavedra y Mister William Shakespeare, según el encuestado peque más o menos de ser hijo de las Españas o de la Gran Bretaña. El resto de los encuestados entrarían en la categoría de gilipollas, sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar los 20.000 euros.

A estas alturas de la película a nadie tiene que extrañar que Cervantes y Shakespeare son considerados como los más grandes representantes de la literatura hispánica e inglesa, respectivamente, sino incluso universal. A ambos les tocó vivir durante la misma época y fue tanta la semejanza entre ellos que la muerte inclusive quiso llevarlos a los dos de la mano, dejando apenas un día de descanso entre los dos pasamientos. «El Bardo de Avon» introdujo en sus obras centenares de aforismos que desde entonces han ido abriéndose camino en el inglés, construyendo en buena parte lo que hoy en día llamamos «idioma de Shakespeare». Cervantes, por su parte, cogió la poca mierda que se hablaba y escribía por estos parajes y la convirtió, de la noche a la mañana, en lo que hoy hablamos cientos de millones de personas. Castellano o español. Lo mismo da.

Incluso al final de sus vidas ambos fueron enterrados en sendas iglesias y conventos. William descansa en el presbiterio de la iglesia de la Santísima Trinidad (Holy Trinity Church) de Stratford, mientras que Don Miguel reposa eternamente en el subsuelo del convento de las Trinitarias, en Madrid, en una puta fosa común, eso sí. Y es que las dos gotas de agua son distintas de cojones.

Shakespeare no descansa muy cerca del altar mayor de la iglesia de la Santísima Trinidad  por su cara bonita ni tampoco gracias a su fama o prestigio como dramaturgo (que los tuvo, todo hay que decirlo), sino debido a la más prosaica cifra de 440 libras. Que el lector escéptico eche cuentas acerca de lo que le costaría hoy en día sufragarse un entierro decente consistente en nicho y maceta, lo pase a libras y tenga en cuenta la inflación acumulada de 400 años, para acabar dándose cuenta de que a Shakespeare le costó un ojo de la cara poder enterrarse en tamaña iglesia. Y es que el talento se paga, señores. Y ciertamente Shakespeare se lo merecía, por supuesto.

Ahora bien, Don Miguel no huele en vida nada que pueda asemejarse ni a las migajas de lo que los isabelinos derrochaban con Shakespeare. Ve sin embargo como Felipe II firma una providencia que lo manda apresar, supuestamente por herir en duelo a un tal Antonio Sigura. Decide entonces pasar a Italia, en dónde lee apasionadamente las novelas caballerescas y se imbuye del arte y estilo italianos. A continuación se embarca con rumbo a Lepanto, para hacer frente al taimado turco en la famosa y a la postre inútil batalla. Años más tarde, a su regreso a España es apresado por una flotilla turca, junto con su hermano Rodrigo, permaneciendo cinco años cautivo en Argel.

Trata de escapar hasta en cuatro ocasiones, asumiendo en todas ellas la autoría de los planes de evasión, pagando únicamente él por sus intentos de fuga. Es aquí en donde conoce al ladino Juan Blanco de Paz, que tenía bastante poco de esto último. Los tres primeros intentos de evasión se frustrar o bien porque un moro abandonó a Miguel y a otros compañeros de fuga en el desierto, o bien por la delación de un cómplice traidor. Finalmente, en el cuarto y último intento de escape, Cervantes dispone de la fragata de un comerciante valenciano, lista para evacuar a sesenta cristianos, pero uno de ellos, el taimado y ladino Juan Blanco de Paz, se chiva (no me digáis porque, él también se iba a pirar) y echa por tierra las esperanzas del complutense. Después de este último intento de fuga, Cervantes sería trasladado a Constantinopla de donde la evasión sería imposible. Felizmente en 1580 los padres Trinitarios Antonio de la Bella y Juan Gil liberan a Cervantes, tras haber hecho una pequeña colecta en la zona.

Volvamos al hijoputa de Juan Blanco de Paz. Este dominico español no era trigo limpio en Argel, durante el cautiverio de Cervantes, pero tampoco lo era mucho tiempo atrás. Era descendiente de conversos, que gracias a cuatro duros bien pagados pudieron labrar al buen rapaz un puesto nada desdeñable en la época: comisario de la Inquisición, nada menos. Que nadie se me sobresalte si vuelvo a tildar de hijo de puta al amigo Blanco, y a todos los chulos de putas que han tenido algo que ver con la secular institución del Santo Oficio. Decía que Juan Blanco de Paz acababa de recibir su comisaría del Alto Tribunal, y regresaba de Roma cuando fue cautivo de los moros, en Argel. Cuando Juan Blanco delató los planes de Don Miguel de Cervantes, durante el famoso capítulo de la fragata valenciana, este vil personaje cobró un escudo de oro y una jarra de manteca por haberse hecho el valiente delante de Cervantes. El rescate de este pajarraco costó a las arcas españolas la sustanciosa cifra de mil escudos de oro. Cervantes fue liberado por la mitad, y sólo le costó al erario público 200 escudos de nada. Pasó por Roma el amigo Blanco, dejando otro buen pufo en Italia y, habiéndose presentado en España, le fue concedida una prebenda en la Colegial de Baza, Granada. Siempre han medrado los hijos de puta.

Sigamos con Cervantes y Shakespeare. Cervantes se relamía de las heridas de Lepanto, de las del cautiverio y de las que le había infringido el ladino ese en el alma, y comenzaba así su carrera como escritor y novelista, el primero que desempeñó tan bello oficio en las Españas. Gozó de prestigio entre las buenas gentes que eran capaces de apreciar su ingenio y sagacidad, que lo elevaron a los altares del «Príncipe de los Ingenios», más no tuvo cojones de cobrar como dios manda por su trabajo. Ya hemos dicho —y si no lo decimos ahora, no importa demasiado— que se nos fue Cervantes más pobre que las ratas, lleno de miseria y cobrando cuatro perras por sus geniales obras, todavía inalcanzables y a la altura del mayor de los ingenios de nuestras letras. Tan pobre que ha tenido que ser enterrado de prestado, en una asquerosa fosa común, en donde sus huesos se retuercen en busca de los huesos de ese maldito traidor llamado Juan Blanco de Paz. Hablo por mí.

Y mientras nuestro gran héroe de las letras se iba de este mundo lleno de miseria —los dos, Cervantes y el mundo—, el bardo inglés gozaba cada vez más de los placeres que sus contemporáneos le ofrecían a manos llenas. Incluso llegó a casarse con Anne Hathaway, que como sabe el escéptico lector es «Catwoman» en la celebrada tercera y última parte de la saga del «Caballero Oscuro», intitulada «The Dark Knight Rises». En serio, Shakespeare sabía deleitarse con los gozos y deleites que sus rebosantes arcas le permitían. Entre ellas, el alpiste. Era muy amigo de la bebida el inglés, ¿y quién no?.

Muchos grafólogos atribuyen a Shakespeare la firma «Sakspere» hallada en varios documentos mercantiles y judiciales, que a ojo de buen cubero —no sólo resultaba evidente para los grafólogos— denota un intelecto de nivel académico ciertamente insuficiente. ¿Se han hecho ya la pregunta? ¿Quieren que se la formule yo? Muy bien. Vamos allá. ¿Realmente fue Shakespeare el autor de todas esas obras inmortales? Veamos cómo dar respuesta a este enigma.

Mientras unos dicen que Sir Francis Bacon escribía muchas de las obras que el famoso e inmortal dramaturgo representaba, otros postulan, no sin ciertas interesantes evidencias, que el negro —sirva la expresión— que escribía para Shakespeare no era otro sino que el poeta Christopher Marlowe. Ambas teorías gozan de adeptos hoy en día, pero ambas son ciertamente conspiratorias. Mientras los seguidores de Bacon como autor de las obras postulan un poético trasfondo masónico, los que sustentan la tesis de Marlowe parecen demasiado obsesionados con la conspiración. La respuesta hay que buscarla en otro lugar, en el decimoséptimo conde de Oxford, Edward de Vere.

Edward de Vere, al contrario que Shakespeare, era un reputado poeta y escritor, perfecto para ejercer el papel de dramaturgo en la sombra. El tal conde de Oxford no podía hacer pública la autoría de sus obras o vería como la Reina Isabel I le cancelaría su renta anual de 1.000 libras, en concepto de mantenimiento y representación nobiliaria. Tampoco era el amigo de Vere muy adicto a la fama, si no a las pilinguis y al derroche, hecho que finalmente provocó las represalias de la monarca por su mala gestión del patrimonio. Llegó incluso a ceder ciertos derechos a la compañía Chamberlain, de lo que logró aprovecharse el propio Shakespeare.

Ya ven, es lo de siempre, «unos cardan la lana y otros se llevan la fama». Pero a fin de cuentas da lo mismo que Shakespeare o Marlowe, Bacon o de Vere hayan escrito las obras que han hecho inmortal al más famoso de los bardos. Lo realmente importante aquí es que, mientras los ingleses apreciaban y recompensaban el ingenio y buen hacer de sus súbditos (esto ha sido una constante a lo largo de la historia), los obtusos españoles dejamos pasar sin pena ni gloria (bueno, penas aún tuvo Cervantes que llevarse unas cuantas a la tumba) al mejor de los ingenios de todos los tiempos, escatimándole los cuatro duros que por justicia le hubieran correspondido. Es lo de todos los días, somos y hemos sido el hazmerreír de la Europa civilizada y culta. Si no es por una cosa es por la otra. Eso si, ¿han visto como al vil e infame siempre le damos los cuartos y las nominaciones?

miércoles, 14 de noviembre de 2012

UNA DE SHERLOCK HOLMES

Inspirado en "El tornillo del Graf Spee", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/4xIburU2

—¡Watson! ¡Corra! ¡Venga aquí, pronto!

El buen doctor despegó furibundamente sus ojos de las crónicas de sucesos de «The Times» y trotó a través de la estancia que hacía las veces de salón en las dependencias que compartía con el mejor y más famoso detective de todos los tiempos, Sherlock Holmes. El médico se había licenciado del ejército de su graciosa majestad hacía ya unos cuantos años, y desde entonces se había ido a vivir junto con el excéntrico investigador, colaborando en los gastos de las habitaciones que compartían en el 221B de Baker Street.

Al fin ingresó en la habitación de su amigo. El aspecto de la dependencia era lamentable, como de costumbre. Sherlock Holmes se había encerrado en su cuarto un indeterminado día de la pasada semana, aprovechando el viaje que el doctor Watson había realizado al sur del condado de Kent, con motivo de una visita de cortesía. Desde entonces sólo la señora Hudson se había atrevido a entrar en las habitaciones del detective y, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera se había permitido pasar más allá del quicio de la puerta. Ahora Watson entraba a tropel en el improvisado laboratorio del genio londinense.

—¡Holmes! Dígame, por favor. ¿Qué ha sucedido? —preguntó sin aliento.

—No se alarme, mi buen amigo —Sherlock Holmes estaba de pie sobre una sucia y húmeda alfombra, con gesto triunfal—. Al fin he podido extraer algo de provecho de mi investigación.

John Watson miraba receloso al tenaz alquimista que, ataviado con su habitual batín y acompañado de unas extrañas gafas de cristal, que cubrían una amplia superficie de su cara, le acercaba una silla al tiempo que le tendía cordialmente una mano para que tomase asiento. El tupé del detective permanecía sorprendentemente tieso, como si un resorte lo hubiese dejado en semejante postura. Su apariencia tenía además el mismo aspecto que el pavo asado de las pasadas navidades, que el propio Sherlock Holmes se había empeñado en preparar con la intención de sorprender al buen doctor, que se había limitado a decir «Lo ha conseguido, Holmes. Me ha sorprendido».

—¿Quiere hacerme el favor, doctor? ¿Le importaría probar esto? —Sherlock Holmes colocó delante del médico un plato de postre con alguna suerte de souffle cremoso, poco apetitoso, a juzgar por el aspecto del mismo. Ante la vacilona mirada de Watson, Sherlock Holmes aclaró el motivo de su petición— Verá, Watson. Creo que he inventado una nueva salsa. Deliciosa, como usted podrá comprobar de inmediato.

—Es que... —Watson trató de negarse pero le faltó convicción— Está bien. ¿Usted la ha probado, Holmes? No es que no me fíe, pero...

—¡Oh! Vamos, Watson. No sea usted gallina. Pruébelo sin miedo, sea buen chico.

Por fin se decidió a probar el soufflé, adornado con la misteriosa salsa, que parecía estar compuesta por dos salsas distintas mezcladas, tal y como se podía colegir de los tonos amarillento y verdoso de la misma. El doctor quedó prendado con el resultado y en su rostro se dibujó la misma expresión de satisfacción, perplejidad y orgullo que acostumbraba a mostrar cada vez que su compañero esgrimía sus lógicas y sesudas explicaciones, esclareciendo los múltiples enigmas e incógnitas que componían cada uno de sus casos, que sólo el genio de Sherlock Holmes era capaz de desentrañar.

—¡Bravo, Holmes! Es maravilloso. ¿Cómo lo ha logrado?

—Casi me da vergüenza admitirlo, pero el mérito es todo de la señora Hudson. Fue ella quien, negligentemente, me hizo tropezar mientras recogía parte de la vajilla con la que me ha estado sitiando durante los últimos días —Watson asistía perplejo al discurso de su amigo.

—Al parecer, amigo mío, su torpeza ha provocado que yo mezclase una sal de azufre con un reactivo bastante peligroso. Mi habilidad y destreza, junto con la rapidez de mis movimientos, han evitado un pequeño y engorroso desastre.

—No comprendo, Holmes, qué relación tiene todo eso con el sabrosísimo adobo que acabo de probar —el doctor Watson se había levantado por fin de la mesa. Sherlock Holmes continuó con su disertación.

—El caso es que he expulsado de inmediato a nuestra patrona y ella ha dejado toda la vajilla apilada en esa mesa auxiliar de la que usted acaba de levantarse —el doctor Watson permanecía atento, jugueteando con su bigote—. Como bien sabe, doctor, hoy la señora Hudson ha preparado una excelente «caldeirada» de abadejo, condimentada únicamente con un excelente aceite de oliva virgen extra. Traído de España, por supuesto. Esos bárbaros desconocen muchas de las veleidades de nuestro tiempo, pero ¡vive Dios que saben cocinar!

—No querrá decir que ha mezclado usted el aceite de oliva —Watson ya había identificado uno de los dos ingredientes de la exquisita salsa holmesiana— con algo dulce; tal es el regusto que ha dejado en mi paladar.

—Bravo, doctor. Le felicito. Se trata de miel. Miel española, para más señas.

—¿Me deja usted probar de nuevo, Holmes?

—Podrá usted hartarse cuando hayamos atendido a nuestro cliente, Watson. Sin duda se trata de algo verdaderamente urgente, a juzgar por los sofocados pasos que lo acercan a nosotros.

Unos pocos segundos más tarde se presentaba ante la extraña pareja un pequeño hombrecillo de cetrino aspecto, recortadas facciones y oscuro y descuidado cabello. El detective le ofreció asiento y le sugirió que tomase un par de bocanadas de aire antes de comenzar con el relato de su problema.

William Pearson, que así se llamaba el visitante de sus dependencias, era un simple mercader de objetos antiguos, un anticuario, en palabras más modernas. Al parecer, se había hecho con un cargamento que había arribado a Londres unos días antes, repleto de jugosas materias y elementos. Ofreció varios de ellos al detective privado, que rápidamente rehusó por carecer de interés para sus investigaciones y tratados.

Sherlock Holmes lamentó no poder servirle de ayuda e invitó a su visitante a abandonar la estancia, agradeciendo cortésmente la visita que les había dispensado. El menudo invitado pidió antes poder acudir al lavabo, alegando una repentina indisposición. Desapareció apresuradamente ante la atónita mirada del doctor Watson, que apenas tuvo tiempo de comunicarle a su  enigmática visita que él mismo podía atenderlo, en calidad de médico doctor.

Un par de minutos más tarde el señor Pearson salía del lavabo con renovados ánimos. Una vez estuvo de nuevo frente a Sherlock Holmes volvió a ofrecerle algo que el detective juzgó de inmediato como algo prodigioso, mostrando en esta ocasión toda su atención e interés. William Pearson apenas tuvo tiempo para abrir la boca y ofrecer al sabueso el nuevo objeto cuando éste atajó sus intenciones y le ofreció veinte guineas de oro por la mercancía. Desapareció entre los trastos de su cuarto y regresó contando un gran puñado de monedas relucientes, que descuidadamente depositó sobre la mesa del salón, al tiempo que arrebataba el valioso objeto de las manos de Mister Pearson. A continuación dió las buenas tardes a su invitado y cerró tras de él la puerta de las habitaciones.

—Rápido, Watson. Haga su equipaje. Nos vamos. Diga a la señora Hudson que nos llame un simón. Debemos ponernos en marcha cuanto antes.
—Holmes, ¿a qué viene tanta prisa? —el doctor contemplaba confiado e ignorante el objeto que Sherlock Holmes todavía sostenía entre sus delgados dedos de experto violinista—. ¿Es que se ha vuelto usted loco, amigo mío?

—Para nada, mi buen doctor, estoy muy cuerdo.

—¿A dónde piensa dirigirse tan precipitadamente?

—A Suiza, por supuesto. Es mi deseo cerrar un episodio del pasado. Si tenemos éxito en esta arriesgada empresa, tal vez pueda usted regalar al mundo el relato del más épico y peligroso de mis casos; en el supuesto de que salgamos victoriosos. Debemos enfrentarnos una vez más con el  «Napoleón del Crimen».

El doctor Watson quedó asombrado al escuchar de nuevo, tantos años después, una mención al profesor James Moriarty. El propio Holmes había regresado, literalmente, de la muerte en aquellas cataratas de Reichenbach. Pero el eminente matemático y genio criminal había perecido en ellas, estaba seguro.

—Holmes, amigo mío. ¿Quiere usted decir que...?

—Observe bien este objeto que he adquirido recientemente por veinte guineas de oro, Watson. ¿No le trae recuerdos a la memoria? Vamos, haga un pequeño esfuerzo, mi buen amigo. ¿Se acuerda ya?

El rostro de John H. Watson era un poema para Sherlock Holmes, que escrutó perfectamente, dándose perfecta cuenta de que el buen doctor había caído por fin en la cuenta.

—Perfectamente, doctor. ¡A la aventura, Watson!

jueves, 8 de noviembre de 2012

THE EYES OF A CHILD — « »

Inspirado en "Un joven con un violín", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/z7ZheXyq

El joven violinista rasgaba una y otra vez las cuerdas del vetusto instrumento con la ayuda del desgastado arco, que parecía mucho más viejo que el propio violín. Poco a poco el centenar de cuerdas original que conformaban el arco había ido perdiendo, paulatinamente, algunos de sus córdeos inquilinos. Con todo, el sonido que el bermejo intérprete arrancaba a las cuatro cuerdas resultaba embriagador, y pocos eran los que se resistían a aminorar el agitado paso de camino a sus trabajos y ocupaciones. Sin embargo su pequeña hacienda, consistente en unas pocas monedas desparramadas sobre el interior de la funda del «Guarnerius», no crecía al mismo ritmo que los entusiasmados transeúntes que se detenían y festejaban en silencio el goce que les producían las hermosas melodías del solista.

Un pequeño rapaz había permanecido atento a su recital, deleitándose con cada una de las notas que extraía del violín, pero su corta edad lo hacía pulular nerviosamente de un lado a otro; el pequeño zagal hacía ímprobos esfuerzos por mantenerse atento al espontáneo concierto. Consciente de ello se dirigió al pequeño y le preguntó si le gustaría sentarse durante un rato en su taburete. El chico pareció escrutar algo en su rostro y finalmente asintió con una leve inclinación de su cabeza y se sentó a unos pocos pasos del virtuoso músico, que veía como poco a poco se congregaba a su alrededor una pequeña pero silenciosa multitud. Al igual que el pequeño mozalbete la muchedumbre disfrutaba también del gratuito recital de violín y, al igual que él, tampoco había reparado en la necesidad de contribuir con unas pocas monedas al mermado erario del músico. Harto de tanto caradura, nuestro joven amigo decidió poner fin a tanto descaro.

El hábil violinista terminó brillantemente de ejecutar una preciosa pieza compuesta por él mismo. El gentío allí congregado vibró desde la primera hasta la última nota, y una gran mayoría ardía en deseos de aplaudir el gran talento del violinista y acercarse a saludar al experto músico pero, algunos por vergüenza, otros por no tener que desprenderse del vil metal, permanecieron en sus puestos, atentos al siguiente fragmento del concierto. Ninguno reparó en los hábiles movimientos del joven intérprete, que repentinamente afinó el instrumento musical no en por intervalos de quintas, sino de cuartas. Desplazó además un diminuto émbolo que acortaba ligeramente el volumen de la cavidad de resonancia del violín y  finalmente volvió a afinar el instrumento en intervalos de cuartas, justo después de desenrollar una de las sujeciones del clavijero, lo que dividió la cuerda afinada en «sol» en dos, aunque sólo a un tercio de la altura del violín.

Volvió a dirigirse al joven muchacho, que permanecía expectante, repantigado sobre el taburete que minutos antes le había cedido. Con gesto grave le preguntó si nadie lo andaba buscando, si nadie se habría percatado de su ausencia, pero el pequeño muchacho volvió a concentrarse de nuevo en su pálido rostro, dejándose transportar por la armonía de sus palabras, y se limitó a menear la cabeza de un lado a otro, a modo de respuesta. Con gran pesar en su corazón volvió a tocar de nuevo.

El rubio intérprete tocó una vez más las piezas que habían sonado en la plaza unos minutos antes, o eso al menos sería lo que el oído de cualquiera de nosotros sería capaz de percibir. Lo cierto es que las extrañas modificaciones que emprendió en su instrumento, junto con la novedosa afinación en intervalos de cuartas, había creado un extraño compendio de sonidos, y el violinista era ahora capaz de interpretar dos melodías de forma simultánea, superpuestas. Una de ellas resultaría casi imperceptible incluso para el mejor de los aparatos sonoros modernos, pero se alzó manifiestamente responsable de lo que a continuación sucedió.

Arrebatada por un extraño y colectivo colapso, la multitud congregada alrededor del solista comenzó a agitarse violentamente y uno tras otro cayeron los cuerpos del convulso gentío, exudando sangre por sus oídos. El niño contemplaba horrorizado como sus semejantes se retorcían de dolor. No pudo contener la náusea y vomitó. Frente a él, el violinista no daba crédito a la resistencia del muchacho, que ahora lo miraba profundamente impresionado, al borde de la demencia. Se quedó mirándolo durante un rato más, visiblemente trastornado, sin dejar de tocar la espantosa y endeble melodía.

El pequeño logró finalmente hacer acopio de fuerzas y se alejó a toda prisa del maremágnum de cadáveres que el joven y apuesto violinista había dejado tras de sí al término de su último recital. El chaval corría calle arriba, sin prestar atención al tráfico que circulaba por la calzada, ajeno al autobús que también circulaba calle arriba. El joven intérprete trató de alertar al zagal con un clamoroso grito, pero el chico siguió corriendo, sin inmutarse. El conductor del autocar trató de disuadir al mozalbete, haciendo rugir el claxon del vehículo, pero ni el violinista ni el chófer lograron desanimar al muchacho en su empeño por cruzar la calle. Terminó dando con sus huesos debajo del autobús y el violinista comprendió finalmente la causa de la inusitada resistencia del muchacho a su insidiosa rapsodia, así como el motivo de tanto meneo de cabeza y el descaro del muchacho al mirarlo de hito en hito.

miércoles, 31 de octubre de 2012

UNO DE LOS NUESTROS


Inspirado en "El francotirador precoz", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/EcBXEWbv


Si estás leyendo esto, es que estoy muerto, así que me importa una mierda lo que puedas pensar de mi. A pesar de todo voy a contarte mi historia, no porque piense que necesite contarla antes de dejar este mundo de mierda, ni tampoco porque crea que si no la cuento yo, nadie se hará cargo de ella. ¡Que vá, hombre! Te la voy a contar porque no tengo otra cosa mejor que hacer hasta que llegue el amanecer, cuando sea sumariamente ejecutado por un pelotón de fusilamiento que yo mismo he escogido, hombre por hombre. No es que haya ido casa por casa eligiendo uno por uno a mis asesinos; más bien han sido ellos los que me han escogido a mi, con motivo de mis acciones. Ellos son los hermanos y padres de muchos a los que he ido dejando por el camino.

Digo que no tengo nada mejor que hacer porque no voy a poder dormir. No es que no pueda dormir la noche antes de mi propia ejecución, ni mucho menos. He dormido como un niño pequeño cuando asesiné a mi propio padre, momentos después de que él mismo matase a mi madre con sus propias manos. ¡Que puto barbaro! Yo al menos utilicé la culata de mi fusil. Lo dejé terminar porque yo ya sabía lo frustrante que puede resultar que te interrumpan mientras cometes el más puro acto de humanidad. Matar.

Pero vaya, se me está yendo el tiempo y me temo que no soy muy buen narrador. Soy consciente de que el trance en el que estoy sumergido tampoco ayuda mucho a que os presente mis ideas de forma clara y ordenada. En fin, ya es algo tarde para remediarlo. Como iba diciendo, escribo esta nota porque no voy a poder dormir. Padezco de insomnio. Siempre lo he padecido, desde que era pequeño. La verdad es que mi primera muerte fue producto de una de esas interminables noches de verano. Adjunto a esta nota he dejado escrita una lista de todas las muertes de las que me considero responsable, directa o indirectamente. La cifra total asciende a ciento veinticinco.

Si alguien me pidiese que escogiese una entre todas, sin duda me quedaría con aquel alférez imbécil que un par de muchachos y yo matamos hace dos años, en Durango. El muy gilipollas sólo pretendía ayudar a unas señoras a cruzar un pequeño riachuelo. Una de las mujeres estaba embarazada y a ella también la matamos. La violamos hasta matarla, y también a la vieja. El alférez se había liado a tiros con nosotros nada más asomarnos por el camino. Nosotros ni siquiera los habíamos visto, pero se conoce que él nos había estado vigilando, seguramente rezando para que no lo viésemos, ni a él ni a las mujeres. El caso es que le hicimos muchas perrerías. Lo atamos a las ruedas de un carro y le dimos un par de vueltas por el lecho del río. Lo follamos por el culo con nuestras bayonetas y le hicimos pasar un carro por encima. Casi podías oír cómo le crujían los huesos. Finalmente lo echamos de nuevo al río, para que se ahogara. No creo que se haya salvado.

Coño, menuda mierda es esto de escribir. Se te va el tiempo volando. No debe de faltar mucho tiempo para que amanezca, ni para que a mi se me salgan las tripas por la boca. Cuando un pelotón de fusilamiento de estos cabrones de mierda mata a un hijo de puta como yo, no suele dispararle a la cabeza, ni tampoco al corazón. Le dispara a los huevos, a la barriga y a las piernas. Quieren que sufra. Total, al final acabarán pegándome un tiro en la cabeza para certificar la muerte. No me da miedo. Sé que no me queda mucho tiempo, pero eso es lo bueno. Al menos no voy a sufrir. No tanto como algunos de los que me he llevado por delante.

No os lo vais a creer. Hace escasos minutos han bombardeado el cuartel y también los calabozos. He oído un par de pepinazos y múltiples detonaciones. Luego las escopetas y fusiles se han puesto a escupir balas y un poco más tarde un grupo de soldados (los reconozco, no son voluntarios) se ha presentado en mi celda y ha comenzado a hablar en italiano. No entiendo mucho de lo que me han dicho, pero han sido muy amables, me han dejado seguir escribiendo, para que termine mi historia. Pero creo que todavía no termina aquí. Me han dicho que me necesitan en el sur, que muchos maricones pretenden huir en barco y que les iría bien alguien como yo, alguien que les echase una mano.

Me levanto y me pongo mi abrigo. Sé que a mediodía tendré que quitármelo, estamos a finales de marzo y el calorcito se va notando ya, pero a estas horas se agradece llevar algo puesto sobre los hombros. Termino de escribir estas líneas y prendo fuego a la nota en dónde he anotado mis ciento y pico víctimas. He olvidado el número exacto. Debe de ser la excitación de la promesa de una lista mucho más numerosa. Salgo al patio del cuartel y me dirijo a uno de los oficiales italianos. «Andiamo».

martes, 23 de octubre de 2012

FRANCO Y HITLER: ESOS LOCOS BAJITOS

Inspirado en "Dunkerke y Melilla (por ejemplo)", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/C8XkyerP

Tal día como hoy, el 23 de Octubre de 1940, se reunían en Hendaya, en la estación de trenes de la localidad fronteriza francesa, dos pequeños pero matones dictadores. Dos grandísimos hijos de puta, oiga. Dos pobres hombres que habían venido a este cruel mundo con un solo cojón y, claro, aprovechaban cualquier ocasión para que el personal no se percatase de su falta de huevos.

Aquella reunión de Hendaya no sirvió para nada. Cada uno de ellos se subió al famoso vagón del «Erika» —en el que había llegado Adolfo desde París, unos minutos antes de que se presentase el Generalísimo— con un monólogo preparado y de ahí no hubo dios que bajase de la burra a ninguno de los angelitos. Y eso que días antes habían mandado a sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Súñer y Joachim von Ribbentrop, el mismo que un año antes había firmado con su homónimo ruso el famoso Pacto Ribbentrop-Molotov. Famoso por ser un pacto de mentirijillas, ya se sabe.

Para simplificar mucho la cosa diremos que Hitler pretendía que Franco diera al Tercer Reich el visto bueno para invadir la estratégica Gibraltar (planeada para el 10 de enero de 1941) y que cediese una isla en Canarias y otra en Guinea Ecuatorial, por eso de la supremacía naval. Quería también establecer una o dos bases militares en territorio español. Franco, por su parte, se tiró de la moto e imploró al führer que le cediese media África septentrional y un cachito de Francia. Si más tarde Hitler se hacía con Gibraltar, Franco también se la pedía.

Franco sabía que Gran Bretaña no estaba vencida y que Estados Unidos pronto entraría en la contienda, así que echó para atrás el deseo de Hitler de tomar el Peñón. El führer, por su parte, no quería enemistarse con Petain ni con Mussolini, así que lo de ceder los citados terrotorios a España, como que no. Lo cierto es que Hitler habría podido darle a Paco lo que el Generalísimo le hubiera pedido, sin temer para nada lo que por un lado el traidor de Petain o el teatrero de Mussolini —ya os hablaré de este pájaro en otra ocasión, que da para mucho el tío— dijeran o dejaran de decir. Porque hay que ver lo inútiles que salieron los muchachos.

El gabacho ya se había bajado los pantalones ante Hitler unos meses antes, en el mismo vagón en el que Alemania había firmado los armisticios de 1918. Durante años los franceses anduvieron paseando el vagón por todo París, pavoneándose del amaño que habían hecho firmar a von Hindenburg, para dejarlo en 1927 en un museo. Hitler lo mandó quitar del museo y allí firmaron el armisticio de 1940 él y el amigo Petain. Acto seguido mandó volar el vagón. Luego Petain condenaría a muerte a Charles de Gaulle, emigrado a Inglaterra, aunque ya se sabe, luego De Gaulle volvió triunfal a Francia e incluso perdonó la vida de Petain, condenado a muerte por alta traición. Hoy De Gaulle tiene un aeropuerto y el Petain sigue sin tener vergüenza.

Hitler también quiso encontrarse con Winston Churchill y proponerle un apaño bastante guapo, en palabras del bigotudo. Hitler dejaría a Inglaterra y a su Commonwealth que piratease por los mares de todo el mundo (bueno, por el Mar del Norte y poco más) siempre y cuando el formidable gordito dejara que Hitler campase a sus anchas por toda Europa, algo que ya casi pudo hacer el solito. Churchill tubo que soportar ver como ardía su querida Londres, noche tras noche, durante 86 interminables jornadas. Y es que Hitler sabía como presionar a la peña.

Franco terminó por mandar a la famosa División Azul a luchar contra el enemigo comunista aunque, eso sí, los disfraces y los juguetes los ponía Alemania. Mussolini acabó colgado por las patas de atrás, junto con su última amante, en una gasolinera de Milán. Le dieron tantas hostias que al final se le hinchó la cara como una pelota de baloncesto. En cuanto a Churchill, mandó a tomar por el culo a Hitler y guió a los aliados a la victoria. Más tarde recibió el Nobel de Literatura por contarnos cómo había sido eso de la Segunda Guerra Mundial, exactamente por "su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como su brillante oratoria en defensa de los valores humanos". No dejen, si tienen ocasión, de acercarse a la obra de Sir Winston Leonard Spencer-Churchill. Merece la pena.

sábado, 20 de octubre de 2012

UNA HISTORIA VERDADERA

Inspirado en "Aquel malvado y digno Drácula", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/LUgnjc6i

Querido lector, es para mi un placer volver a verte por estas páginas. Una vez más te invito a que goces con las maravillas que se esconden tras estos párrafos, a que te estremezcas con los horrores que te he preparado y, ¿por qué no?, a que reflexiones durante el breve e intenso instante que te ocupe leer estas modestas líneas que, de alguna manera, son tuyas y mías a un mismo tiempo.

Como bien has podido ojear al principio de la narración, la historia que hoy te acerco es un relato veraz, aunque provenga del mismo lugar que todas las otras historias que hemos compartido hasta el momento: de mi imaginación. No ignoro, querido lector, que te percatas de la estrecha similitud que existe entre una persona mentirosa y un creador de historias, y lo cierto es que ambas especialidades se sustentan sobre la misma base. A saber, la complicidad de una tercera persona. Uno no puede mentirle a alguien que no esté dispuesto a tragarse el anzuelo y tampoco se puede pretender escribir una historia si nadie se va a tomar la molestia de leerla. Es por esto que hoy no sólo te traigo una historia verdadera, sino que además te voy a mostrar cómo se construye.

Pueden contarte mil cosas acerca de cómo se escribe un cuento o un relato, una novela o un ensayo, pero lo cierto es que sólo existen dos formas de hacerlo. Totalmente opuestas, tal y como yo lo veo. Por un lado tenemos al artesano, que planea todos y cada uno de sus movimientos, como si de un ajedrecista se tratase, y por otro lado tenemos al artista, que tiene más que suficiente con un golpe de su varita mágica (las musas, la inspiración, ...) para escribir de corrido relatos, ensayos, novelas e incluso colecciones completas. Ambos son virtuosos y deben ser considerados como tal, pues tanto el artista como el artesano comparten objetivo y objeto de ser: el arte de narrar historias.

Este humilde servidor tuyo trata de hacer las dos cosas, en la medida en que le resulta posible, si bien tiene mucha más tendencia al artista que al artesano. Me he propuesto muchas veces, demasiadas, trabajar de forma habitual y cotidiana, aunque jamás lo he podido lograr. Sigo prometiéndome a mi mismo que algún día seré capaz de confeccionar un horario de trabajo, más o menos razonable, que pueda cumplir con el paso del tiempo. De momento tendré que contentarme con escribir a rachas, como he venido haciendo desde que nos citamos de cuando en vez en estas páginas.

El mayor problema que uno tiene que afrontar al escribir por rachas es que depende enormemente de sus sensaciones, llegando en numerosas ocasiones a verse esclavo de ellas. Las emociones te imposibilitan, te impiden escribir y no sólo te interrumpen la concentración, sino que coartan tu capacidad de inventiva. Acaban por anularte y te mentiría si te dijera que he aprendido a vivir con ello. Es horrible. Así, si uno tiene un mal día, como el que he tenido yo hoy, es muy difícil que logre sacar algo bueno de su sesera. Uno acaba siendo consciente, a través de la experiencia, que es mejor no darle vueltas. Sal a dar un paseo, hazte una paja o lee algo. Cualquier cosa, pero ni se te ocurra pensar en que puedas escribir algo. Estás condenado miserablemente al fracaso.

Aunque tenga cierta tendencia a un determinado tipo de relato, o a un tipo concreto de personaje, no pretendo escribir siempre sobre lo mismo, y me gustaría que diferentes lectores como tú, con diferentes y variadas expectativas, se pudiesen encontrar en estas páginas tuyas/mías los más variados temas y situaciones. La razón es simple. Imagina que en tu casa recibes visitas muy a menudo. No estaría bien que siempre invitases a tus visitas a pastas o a ganchitos. Sería una buena idea que tuvieses a mano unas birras, unas patatas, un par de chorizos, un poco de pan, …, tú ya me entiendes. De la misma forma que sería una buena idea no sólo tener música negra de los años veinte en tu iTunes. Bájate un par de discos variados y podrás comprobar cómo tus visitas te lo agradecen. Es lo que yo llamo el ejemplo de la caja de galletas «Surtido Cuétara». Se tiene que dar muy mal la cosa para que a uno de tus invitados no le guste ni una sola de las galletas del surtido.

Por todo ello la historia que os relato hoy es la siguiente:

«Edahul el Grande reinaba sobre todos los mundos y sobre todas las eras, pero una profecía perturbó la paz universal, prolongada durante miles de millones de años. El oráculo había predicho que Kalithi, el hijo que Edahul había engendrado con una hembra mortal, moriría a manos de su propio hermano, el tétrico señor de las tinieblas Mibarck. La muerte de Kalithi desencadenaría una guerra que traería consigo el ocaso de la sagrada orden del Fanganor, cuyo paladín era Edahul el Grande.

»Cuando Kalithi hubo cumplido los veintitrés años su padre se le apareció al mozo y a su madre, preveniéndoles de las malvadas intenciones del pérfido Mibarck. Edahul agasajó al hermoso Kalithi con una espada de oro y lo envió tras los pasos de su hermano, a través de los helados pasos del norte de Debanen. Kalithi persiguió con empeño y persistencia a Mirbarck durante más de dos ciclos, pero las huellas de su hermano sobre la nieve rara vez eran recientes y muchas veces tuvo que volver sobre sus propios pasos, temiendo perder la pista de su presa.

»Viendo cada vez más cerca su declive, Edahul concedió a Kalithi el dominio del tiempo, mientras que a cambio otorgaba a Mirbarck el don de la invisibilidad. Finalmente Kalithi acortó la distancia que lo separaba de su hermano y al fin pudo verlo a lo lejos, en medio de una tormenta de hielo. Se acercó a él con su espada desenvainada, rápido como el trueno, y lo atravesó de parte a parte. La sangre del joven Kalithi se desparramaba sobre el blanco manto de nieve, sustrayendo la poca vida que quedaba en sus entrañas.

»La muerte del bello Kalithi no desencadenó guerra alguna, aunque la cabeza del oráculo rodó por el suelo del palacio de Edahul el Grande. Tras ella rodó también la cabeza del paladín de Fanganor, cortada con una dorada espada, empuñada por el nuevo señor de los tiempos y de las eras, el maquiavélico Mibarck. Desde entonces el hombre ha dejado de creer en dioses y en sus benéficas atenciones. Desde entonces reina el mal en el mundo de los hombres.

lunes, 8 de octubre de 2012

EL MAYOR GOL DE LA HISTORIA


Inspirado en "Cuartos de final en Goes", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/GPtDcHwA

Aprovechando la coyuntura de un nuevo «partido del siglo» —y ya van unos cuantos— entre el Fútbol Club Barcelona y el Real Madrid Club de Fútbol me permito hoy desempolvar un viejo capítulo de nuestra historia, recordándoles un soberbio gol. Tal vez no haya sido un tanto de la más bella de las facturas, pero eso sí, está considerado como el mayor gol de la historia. No hablo del emotivo gol de don Andrés Iniesta en Johannesburgo, que hizo campeón al equipo español, ni de aquel majestuoso zapatazo de Zinedine Zidane en la final de aquella Copa de Europa del 2002, la Novena de los madridistas. Ni siquiera voy a hablarles del gol de Dios, aquel que le marcó Diego Maradona a los perros de Albión, eso sí, con la manita. Aunque tengan mucho que ver los ingleses en esta historia. Pasen y vean.

Corría el año 1700 cuando se moría, el día de todos los santos, el último miembro de la rama española de los Austrias, Carlos II, hijo de Felipe IV. El tal Carlos fue llamado el «Hechizado», aunque un apodo menos condescendiente y más ajustado a la realidad hubiese sido «memo» o, directamente, «mentecato». Lo cierto es que el pobre hombre no tuvo la culpa de que sus antepasados con lazos de consanguinidad se hubiesen pasado los años fornicando entre sí, obteniendo como resultado al malpocado regente que, por cierto, era más feo que un pecado. A decir verdad, hasta aquí no hay mayor problema. Que se muere Carlos II, pues que ocupe el trono su hijo y santas pascuas. Ah, que no tuvo hijos. Bueno, entonces que lo ocupe un miembro de la casa real austríaca y todos contentos —por aquella época ni siquiera existían aspiraciones republicanas como tal, aunque el respetable ya llevaba tiempo con los cojones hinchados de tanto rey hijo de la grandísima puta—. Pues tampoco, porque Carlitos decide nombrar como sucesor a un sobrino-nieto suyo, un franchute que pronto sería conocido como Felipe V. Ya la tenemos liada.

No se me pierdan, que ahora viene lo bueno. El trono de España es reclamado por austríacos y franceses, que gozan del apoyo de parte de las tropas españolas, los fieles a Felipe V. Como los galos siempre se han llevado de pena con todo dios, entre las filas fieles al archiduque Carlos se encuentran Portugal, el Reino de Gran Bretaña, Saboya, el Sacro Imperio, Prusia y las Provincias Unidas (hoy Holanda). La Guerra de Sucesión Española estaba servida, y no vería su fin hasta que en 1713 se firma el archiconocido Tratado de Utrecht.

Los dos bandos se dieron de hostias en tres frentes: en Flandes y el Rin, en el frente italiano y por supuesto en la península ibérica. De la campaña española data la toma de Gibraltar por parte de los ingleses. El 4 de Agosto de 1704 arribó a la bahía de Algeciras una flota de navíos ingleses y holandeses compuesta por unos 12.000 hombres y 1.500 cañones, que debieron hacer frente a los casi 80 soldados borbónicos, 300 milicianos mal preparados y 120 cañones, 40 de ellos inservibles. Aún así, Gibraltar aguantó unas cinco horas de bombardeos, hasta que un batallón de 350 soldados catalanes, hartos de tanta bomba y tanta hostia, saltaron de los barcos e iniciaron el asalto terrestre. Desde entonces se conoce a la playita en donde desembarcaron como «Catalan Bay».

La trifulca se termina, como hemos dicho, con la firma del Tratado de Utrecht, en 1713. Todos ganan. Austria obtuvo parte de los Países Bajos católicos y varias posesiones en Italia, a cambio de renunciar al trono español. Francia gana el trono de España para Felipe V, que se convierte así en el primer Borbón español, aunque pierde importantes posesiones en favor de Inglaterra, que se hace con Terranova, la Acadia, la isla de San Cristóbal en las Antillas y la bahía de Hudson. Inglaterra es la gran vencedora, que obtiene de España no sólo Gibraltar sino también Menorca, confirmando así su supremacía en el Mediterráneo y en las rutas de comercio, gracias a sus privilegios en el mercado de esclavos, mediante el «derecho de asiento».

España también ganó. Ganó a un acérrimo monarca, que entre sus grandes virtudes contaba con la mayor de las destrezas negociadoras. Vean si no. Los ingleses, años después de lo de Utrecht permitieron recobrar Gibraltar. Jorge I de Inglaterra propuso a Felipe V recuperar el Peñón, siempre y cuando el obstinado Borbón interrumpiera el asedio de Sicilia. El regente con el reinado más longevo de España insistió en Sicilia y declinó la oferta del primer monarca de la casa de Hanover de Inglaterra e Irlanda.

Pero aún hay más. El Príncipe-Elector del Sacro Imperio Romano Germánico propuso de nuevo al monarca Borbón recuperar la soberanía de Gibraltar a cambio de parte de la isla española de Santo Domingo. Otra vez nones. El monarca español (francés, no lo olvidemos) dijo que antes muerto, que de eso nada. Se tuvo que tragar sus palabras cuando fueron los propios franceses los que arrebataron Santo Domingo a la corona española. Al final ni una cosa ni otra. En Sicilia se habla italiano y en Gibraltar español. ¡Ah, no! ¡Que se habla inglés, tú!

Lo dicho, que a los españoles nos han colado un buen gol. Y ahora espérate a que la UEFA (con otro gabacho al frente) no nos cuele otro y acceda a conceder a Gibraltar permiso para jugar competiciones europeas. A más de uno iba a darle la risa. Otros en cambio estarían muy orgullosos al ver eso de Gibraltar - Español. Aunque el mayor gol de la historia nada ha tenido que ver con Gibraltar ni con su soberanía, sino con las reales posaderas del Borbón, que ya lleva entre nosotros 300 años. Y decir que no ha salido ni uno bueno.

sábado, 6 de octubre de 2012

LA BIBLIOTECA DE DON EDUARDO

Inspirado en "Mezclado, no agitado", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/AYoTxkpr

UNO

Recuerdo perfectamente que sucedió en el mes de Octubre, aunque ignoro el año. Yo debía de tener unos doce o trece años y por aquel entonces estaba internado en uno de los muchos colegios que el Estado tenía concertados con la curia. He olvidado si se trataba de un colegio de maristas, dominicos, de hermanitas descalzas o de cualquier otra casa de putas, eso me trae sin cuidado ahora mismo. Lo único relevante del tema es que yo me pasaba los años más dulces de mi infancia en esa maldita prisión del alma, en ese turbio desierto de la imaginación y, aunque ahora mire atrás con cierta indiferencia y sin animadversión, lo cierto es que de pequeño pensaba para mis adentros que bien se los podía haber llevado el diablo a todos. Especialmente al hermano Juan.

Mi padre murió en extrañas circunstancias unos dos años antes y al poco tiempo mi madre rehizo su vida al lado de un caballero llamado don Eduardo Tristán, que había hecho fortuna trabajando codo con codo con mi difunto padre. Mi hermana era unos cuantos años mayor que yo y pronto fue cortejada por el hijo de un millonario, que la desposó y se la llevó muy lejos de la casa familiar. En cuanto a mi, Florian, heredé sin más pudor el apellido de mi padre postizo. He de ser justo con don Eduardo —nunca se me ha ocurrido dirigirme a él como padrastro, y mucho menos como padre o papá— y reconocerlo como un gran caballero y un buen tutor, a pesar de los pesares. Yo no ignoraba que suya había sido la idea de internarme en ese mugriento colegio, pero el viejo (tendría unos diez o doce años más que mi padre y quince más que mi madre) era lo que se dice un tío con un par. Y bien puestos que los tenía.

Veréis, yo me pasé casi todo el primer año de internado en una continua guerra encubierta con el hermano Juan. A mi no me caía bien y resultaba obvio que yo a él tampoco y, aunque procuraba no darle muchas razones para espolear su antipatía hacia mi, siempre se las arreglaba para castigarme por esta u otra chiquillada. Me tenía frito, la verdad, pero nunca dí muestras de desfallecer y jamás he tratado de socavar ayuda ajena ni anexionar a nadie a mi causa, pues era para mi todo un reto enfrentarme al infame cura. Aquella tarde de Octubre fue cuando el hermano Juan me pilló leyendo a escondidas una novela prohibida. No creáis que existía una lista con dos tipos de novelas, por un lado las permitidas y por otro lado las vedadas. Ni mucho menos. Todas las novelas estaban prohibidas, vaya usted a saber el porqué, aunque en este caso resulta obvio el motivo de la prohibición, ya que se trataba de «La piel del tambor», de Arturo Pérez-Reverte. Yo me sentía tan atraído por Macarena como por el padre Quart, al que deseaba tener como maestro y no al cenizo del hermano Juan.

Los internos que vivíamos relativamente cerca del colegio teníamos la oportunidad de pasar los largos fines de semana en casa, y recuerdo bien que aquel año la festividad de la Hispanidad nos permitió unas pequeñas vacaciones de cuatro días. El hermano Juan se había molestado en acompañarme a casa aquella tarde de miércoles y pretendía poner a don Eduardo al corriente de mis díscolas lecturas, apuntándose así un tanto en el marcador de nuestra particular guerra sucia. Subimos al piso de arriba y encontramos a mi padrastro en su estudio. El religioso mostró a don Eduardo la novela que me había requisado y, con un repulsivo gesto triunfal que pausadamente dirigió hacia mí, pareció invitar allí mismo a que mi tutor me azotara. O a que me meara encima; no pude escrutar bien esa nauseabunda mirada. El caso es que mi padrastro se portó cojonudamente aquel día de Octubre y quiso dejarle dos cosas muy claras al hermano Juan. En primer lugar le dijo que la novela era suya y no mía, así que más valía que se la devolviese. En segundo lugar le comunicó muy tranquilamente, como si le estuviese diciendo al peluquero cómo deseaba el corte de pelo, que volvería a prestármela, pues el estar internado en un colegio religioso no era motivo suficiente para que yo hiciera la vista gorda al resto del mundo. Eso era cosa de los curas, no de su hijo.

El hermano Juan no pareció encajar muy bien la reacción de don Eduardo y pronto se enzarzaron en una pequeña disputa. Mi madre solía descansar en una habitación contigua, aquejada de terribles jaquecas que la asediaban día y noche, aunque había aprendido a convivir con ellas. Mi padrastro no lo ignoraba y tomó del brazo al hermano Juan y se lo llevó escaleras abajo, sacándolo al jardín. Me dejó así el camino libre para introducirme en su estudio, en el que nunca había estado a solas. A través de las ventanas podía oírlos discutir más nítidamente y, con mi madre seguramente recostada, no corría peligro de que me descubrieran.

La disposición del estudio era ligeramente distinta que en tiempos de mi padre, que sólo estaba interesado en tratados navales. En cambio, la biblioteca de don Eduardo era mucho más amplia, aunque todos los volúmenes parecían iguales, como si sólo se tratase de cientos de tomos idénticos de una misma enciclopedia, tal y como sucede con los libros de contabilidad. No andaba descaminado en mis reflexiones, pues tomando un libro cualquiera pude ver que se trataba de una especie de diario, aunque no del todo escrito del modo usual. Lo hojeé distraídamente durante un rato, deteniéndome cada poco tiempo a escuchar una discusión que pronto dejaría paso al insulto limpio. Pude comprobar que las anotaciones que contenía el volumen que sostenía en mis manos databan de unos cinco años atrás, así que decidí coger uno más reciente.

El siguiente tomo que cogí en mis manos estaba lleno de anotaciones en color rojo —el resto del volumen y el anterior estaba escrito con tinta negra— y todas ellas llevaban consigo una fecha. Me detuve un instante para leer una en concreto y topé con el nombre de un hombre que había muerto en la fábrica de mi padre, en tiempos en los que don Eduardo aún no era su socio. Yo había oído contar su triste historia cientos de veces. Al parecer el mecanismo de una máquina se había trabado, el hombre había intentado desatascar el engranaje y la máquina se lo había tragado, destrozándolo. Tuvieron que enterrarlo en efigie, poco menos, al estilo de los pocos afortunados que el Santo Oficio quemaba en rebeldía, al no poder chamuscar in situ.

Continué pasando las hojas y me aterró ver escrito el nombre de mi padre. Una de las anotaciones hechas en color rojo correspondía a la fecha en que había muerto, y justo debajo figuraba el nombre de mi padre, «K. Friedel». A su lado sólo podía leerse una escueta nota, «Muerto en extrañas circunstancias». Dejé el volumen en su sitio y me dirigí hacia el tomo que reposaba sobre la mesa de roble de mi padrastro, abierto por la mitad, y aterrado pude comprobar que los más recientes registros relataban con todo lujo de detalle cómo el hermano Juan me había descubierto leyendo «La piel del tambor» y, más impactante aún, daba cuenta de las palabras exactas que mi padre y el cura se habían dirigido.

Aunque eso no fue nada comparado con lo que leí a continuación,  que perforó la cubierta de mi sentido común, haciéndolo explosionar con una ensordecedora detonación. Don Eduardo había descrito con cirujana precisión mi intromisión en su despacho, hojeando inocentemente varios de los volúmenes, encontrando finalmente el que se refería a mi padre, así como al inconcluso volumen. De repente me percaté de que ya no escuchaba discutir a nadie en el jardín y comprendí que debía abandonar cuanto antes el estudio, aunque durante una fracción de segundo dudé si continuar leyendo las últimas anotaciones del diario. Decidí que mi integridad física era más importante y abandoné a toda velocidad la estancia, jurando volver.



DOS

Han pasado dos meses desde que me he introducido furtivamente en el despacho de mi padre y aunque no he vuelto a verlo, debo esperar de él que su actitud hacia mí haya cambiado. La mía ha cambiado mucho, a pesar de no entender muy bien qué significa todo lo que he podido ver y leer en su despacho. No ha dejado de enviarme libros al internado, y ahora, además de terminar «La piel del tambor», he leído también «El Club Dumas» y «La tabla de Flandes», que me han encantado. Don Eduardo me ha hecho llegar otros libros pero no los he disfrutado tanto, aunque hay uno por encima de todos que me ha dejado fascinado. Se trata de..., bueno, creo que me estoy distanciando un poco del hilo argumental de la historia que he venido a contarle. Lo cierto es que desde aquella tarde de Octubre me siento mucho más disperso que de costumbre. Perdone usted el paréntesis. Sigamos con lo que he venido a relatarle.

Decía que no he vuelto a casa desde hace dos meses y, aprovechando el puente de la Constitución, he regresado por unos días. En casa sólo he encontrado a mi madre. Don Eduardo se ha ausentado unos días del hogar. No se lo había dicho hasta ahora, pero se ha metido en política y un nuevo partido ha solicitado su presencia en la capital. Tengo entendido que volverá mañana, así que tengo el firme propósito de volver a su despacho en busca de su siniestro diario. Creo que mi madre guarda una copia de las llaves de todas las cerraduras de la casa, y mi intención es franquear el estudio de don Eduardo mientras mi madre se echa en sus habitaciones, intentando aplacar la migraña vespertina.

Finalmente entro en la funesta habitación en la que pasa el tiempo mi padrastro. Nada hay sobre el escritorio así que recorro con la vista los estantes en donde descansa el último volumen de la macabra enciclopedia de don Eduardo. Lo extraigo despacio de su lugar de reposo y lo deposito suavemente, con una especie de caricia, en la desierta mesa de roble. No pierdo el tiempo y lo abro por la última página escrita. Lo estudio detenidamente y reconozco al instante que la penúltima entrada relata su marcha a la capital, mi vuelta a la casa y una nueva intromisión en su feudo privado.

Ya no me dejo sorprender, aunque no puedo evitar inquietarme al leer la última de las anotaciones hechas por mi padrastro. Está escrita con tinta roja y mi nombre figura en ella, «F. Tristán». Junto a mi nombre asiste impasible la fecha del día de hoy y la tétrica inscripción «Muerto en extrañas circunstancias». Permanezco impávido durante un largo instante, tras el cual decido actuar. Extraigo una pequeña navaja del bolsillo de mi chaqueta y recogo la manga de la camisa. Inmediatamente me practico un corte no demasiado profundo, con la esperanza de que todo acabe lo antes posible.


EPILOGO

El doctor Etxeberría terminó de leer el relato en silencio. Sus ojos buscaron las frías e inexpresivas retinas de Florian y éstas se le clavaron como dos trozos de pedernal. El facultativo dejó sobre su mesa el relato que el muchacho había escrito la noche anterior. Se quitó los anteojos y se dirigió al chico.

—Florian, hijo. Es una historia muy bonita, pero difícil de creer.

—Lo sé, señor. Por eso se la he enseñado a usted. Nadie más la ha leído.

—Entiendo —el gesto receloso del doctor no pasaba inadvertido para Florian—. Aunque no comprendo cómo es posible que, bueno, que...

El joven que el doctor Etxeberría tenía delante era muy espabilado y el matasanos no sabía si abordar directamente ciertas cuestiones sobre la imaginación del muchacho. Florian no le dio demasiado tiempo para pensarlo.

—¿Que siga vivo? ¿Es eso lo que no entiende, doctor?

—Es muy sencillo —continuó relatando el joven Florian—. Saqué mi navaja y me hice un corte, no muy profundo. Con la punta de la hoja humedecida en mi propia sangre completé mi nombre, «F. Tristán», con una rayita horizontal, convirtiéndolo en el nombre de mi propio padrastro, «E. Tristán».

miércoles, 3 de octubre de 2012

CARTAS AL DIRECTOR

Inspirado en "El cáncer de la gilipollez", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/7uTFWcug

David y yo solíamos vernos una vez por semana. Nos tomábamos un par de copas y a continuación pedíamos algo para comer. Casi siempre se trataba de unas raciones de esto, un pincho de lo otro, pero nunca nos decidíamos por el menú del día ni por un plato combinado, aunque el bar en el que quedásemos se tratase de un local de comidas o un restaurante, de los que abundan en la capital.

Habíamos tenido la idea de quedar siempre en una boca de metro distinta. Desde ella, buscaríamos un local en el que permaneceríamos las siguientes tres o cuatro horas y durante las cuales nos contaríamos que tal nos había ido la semana. Al principio decidimos quedar en Abrantes y luego continuar alfabéticamente, hasta agotar todas las paradas de metro, pero pronto decidimos que sería más divertido y estimulante que cada uno escogiese una estación un par de horas antes de la hora de la cita.

Yo siempre tenía muchos chascarrillos que detallar, ya que dirijo la sección de “Cartas al director” de una revista de publicación semanal, aunque en los últimos tiempos, mis historias languidecían al confrontarlas con las anécdotas que David protagonizaba de semana en semana. Yo tenía la ligera impresión de ser el amigo que asiste impávido a las aventuras de su viejo compañero de fatigas. No era extraño que yo me sintiese como el viejo doctor Watson cuando veía y oía las mismas cosas que Sherlock Holmes siendo por completo incapaz de transitar por los lógicos caminos de la observación que su compañero de habitaciones de Baker Street, y mucho menos llegar a las mismas conclusiones. Las historias que a veces me contaba David rozan lo inverosímil y la histeria, y de no haberse tratado de mi amigo, al cual conozco desde hace muchos y buenos años, yo no hubiese creído ni una sola de las palabras que me contaba.

Una vez me contó que lo habían seleccionado para un concurso televisivo, uno de esos en los que varios aspirantes se juegan conjuntamente una gran suma, y en el que se debe escoger entre cuatro opciones que el presentador pone a disposición de los participantes. Todos los concursantes jugaban en la misma partida, por turnos, y si uno fallaba, entraba el siguiente, que automáticamente participaba con la misma cantidad de dinero que había ganado el siguiente, aunque la cifra total se veía reducida. Pues bien, David concursó en tercer lugar y ya no abandonó el sillón hasta la última pregunta. Fue acertando todas y cada una de las preguntas hasta que llegó a la pregunta final, momento en el que decidió pasar y dejar el turno al siguiente rival, que estupefacto, no lograba entender por qué David no se había arriesgado a continuar. No tenía nada que perder y quince mil euros que ganar. El nuevo concursante acertó la pregunta y se llevó el dinero.

Sin ir más lejos, la semana pasada me sorprendió con una revelación que con gran esfuerzo he tenido que aceptar como verdadera, debido al indiscutible peso de las pruebas. Pero no adelantemos acontecimientos. Lo encontré a la salida de la boca de metro, como siempre. Su aspecto estaba muy desatendido y apenas sí podía distinguirse a mi amigo de entre las sucias y descuidadas vestimentas que llevaba. A pesar de hacer un par de comentarios acerca de su apariencia, David no pareció darle demasiada importancia y casi a empujones me introdujo en el primer bar que encontramos. Nos dirigimos hacia una esquina, ocupando un par de sillas alrededor de una mugrienta mesa, justo debajo de un enorme y obsoleto aparato de televisión de unos trescientos años de antigüedad. Ahora parecía prestarme algo más de atención que unos minutos antes, pero no paraba de mirar a su alrededor, una y otra vez, con sus ojos saltones e intranquilos. Finalmente se decidió a hablar.

Al fin comprendí cuál era el motivo de su extraño comportamiento y de su negligente higiene personal, pues una vez sentados el uno frente al otro, su terrible olor corporal parecía arremolinarse alrededor de la mesa como uno más. Dejamos que la camarera nos tomara nota —por primera vez en muchos años hicimos una comida juntos a base de ginebra y cola en mi caso y de whisky sólo en el caso de David— y por fin me lo dijo. No quiso darle un nombre concreto, pero aseguró poder predecir acontecimientos futuros. Dijo que siempre había tenido extrañas sensaciones, de esas que todos tenemos y que llamamos “deja-vu”, aunque las suyas parecían ser extrañamente vívidas y reales. Entre copa y copa me fue relatando toda clase de vaticinios, pronósticos y predicciones que había hecho durante los últimos tiempos. Mi amigo me relató cómo siempre había sido propenso a toda suerte de adivinación, aunque hasta ese momento lo hubiese relacionado más bien con la suerte y el azar y no con una especie de sentido extra, denominación que utilizamos desde entonces. Así se explicaba ahora su asombrosa capacidad para ganar las porras de los partidos, para prever siempre con pasmosa exactitud el tiempo que haría en sus viajes —evitando así el engorroso equipaje de más— e incluso comenzamos a pensar que tal vez su nueva capacidad pudiese estar detrás de su extraordinario ojo para escoger siempre el más delicioso de los pinchos, el más fresco de los vinos y la más sabrosa de las mujeres, si se me lo permite.

Durante las casi dos horas que duró su intervención yo me limité a asentir educadamente cada cierto tiempo, tratando de no interrumpir su disertación. David supo apreciar mi postura en un segundo plano, y cuando hubo terminado, debió ver mi semblante cubierto por una nube de escepticismo, lo cual supo transmitirme con exquisito tacto. Yo le comenté que le creía, es decir, que pensaba que lo que él creía era cierto. Ahora bien, que yo creyera que de buenas a primeras David había sido ungido con el don de la adivinación y la clarividencia distaba ciertamente de lo que estaba dispuesto a aceptar. Él sabía que yo reaccionaría así, y se propuso revelarme tres hechos que, según he tenido que concederle, no eran susceptibles de ser adivinados fácilmente, y que según David, ocurrirían en los próximos días. Me habló de unas terribles inundaciones en el sur de España, de la dimisión de un alto cargo político de la capital y de la victoria deportiva de un equipo por el que nadie apostaría ni un sólo céntimo. Tras formular estas predicciones se despidió de mi hasta la semana siguiente.

Jamás he vuelto a ver a mi amigo. Ustedes no van a creerme si les digo que lo que David había vaticinado acabó por cumplirse. Tal vez crean que en lo tocante al equipo desahuciado es muy posible que alguien lo haya podido prever, y que incluso haya apostado a su favor, para sacarse un dinerillo. Yo también lo creo así. Ahora bien, ¿cómo podemos explicarnos que haya predicho la dimisión de un alto cargo de la política madrileña y unas inundaciones en el sur de España? Ustedes conocen tan bien como yo la respuesta. No podemos explicarlo. Aunque tal vez pueda servirnos de ayuda lo que me resta por contarles.

Me enteré de la muerte de David por una misiva dirigida a la sección “Cartas al Director” de una conocida revista semanal, de la cual soy el máximo responsable, y de la que ya les he hablado. En realidad no me enteré de la muerte de mi amigo a través de la mencionada epístola, sino que en ella se me adelantaba el funesto acontecimiento. La carta no venía firmada y por no venir, ni siquiera había llegado a mi por los canales habituales. Simplemente apareció un buen día sobre mi escritorio. Fue inútil interrogar a mis subordinados. Nadie tenía ni la más remota idea de cómo había llegado el pliego a mi mesa. Como digo, en ella se me daba a conocer (con macabra antelación) la muerte de mi amigo.

El tono de la carta daba a entender que había sido redactada por una mujer carente de cultura y educación, a juzgar por el lamentable lenguaje y la deficiente escritura de la misma. En síntesis pregonaba mi amistad con el difunto, que le había sido referida a la mujer por nuestro común amigo. La señora decíase conocedora no sólo de la buenaventura de David sino de la mía propia, y solicitaba mis servicios, que deberían consistir en devolverle cierto colgante que ella misma le había regalado a David. Me sugería —aunque noté cierto ímpetu taxativo en sus palabras— que no tocase el amuleto con mis propias manos, ya que era muy antiguo y delicado, y que me sirviese de un paño o guante para introducirlo en la caja de madera que a buen seguro encontraría junto al colgante. Aseguró que David moriría en cuanto yo terminase de leer la carta y se citaba conmigo unos días después, en un concurrido acceso del más famoso de los parques locales.

Inmediatamente descolgué el teléfono y llamé a mi amigo. No obtuve respuesta al llamar a su casa así que lo intenté con el teléfono móvil. Mi ansiedad iba in crescendo y al terminar los siete u ocho tonos de llamada, mi corazón latía desbocado. Abandoné mi despacho a toda prisa, con la gabardina en una mano y la carta de la vieja agorera en la otra. Al abrirse las puertas del ascensor mi sorpresa fue mayúscula, pues mi mano derecha sólo sostenía un doblado y amarillento papel en blanco.

EPILOGO

Después del funeral de mi amigo David me las ingenié para acompañar a su viuda a casa, y con un absurdo pretexto, mientras ella me preparaba una taza de té, sustraje del estudio de mi difunto compañero una pequeña caja de madera, que todavía reposa en mis temblorosas manos. He intentado reunir las fuerzas necesarias que me permitan vencer el terror que ahora mismo experimento hacia este pequeño trozo de madera. Llevo dos días sin dormir y hoy por fin me he decidido a abrir la caja.