jueves, 8 de noviembre de 2012

THE EYES OF A CHILD — « »

Inspirado en "Un joven con un violín", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/z7ZheXyq

El joven violinista rasgaba una y otra vez las cuerdas del vetusto instrumento con la ayuda del desgastado arco, que parecía mucho más viejo que el propio violín. Poco a poco el centenar de cuerdas original que conformaban el arco había ido perdiendo, paulatinamente, algunos de sus córdeos inquilinos. Con todo, el sonido que el bermejo intérprete arrancaba a las cuatro cuerdas resultaba embriagador, y pocos eran los que se resistían a aminorar el agitado paso de camino a sus trabajos y ocupaciones. Sin embargo su pequeña hacienda, consistente en unas pocas monedas desparramadas sobre el interior de la funda del «Guarnerius», no crecía al mismo ritmo que los entusiasmados transeúntes que se detenían y festejaban en silencio el goce que les producían las hermosas melodías del solista.

Un pequeño rapaz había permanecido atento a su recital, deleitándose con cada una de las notas que extraía del violín, pero su corta edad lo hacía pulular nerviosamente de un lado a otro; el pequeño zagal hacía ímprobos esfuerzos por mantenerse atento al espontáneo concierto. Consciente de ello se dirigió al pequeño y le preguntó si le gustaría sentarse durante un rato en su taburete. El chico pareció escrutar algo en su rostro y finalmente asintió con una leve inclinación de su cabeza y se sentó a unos pocos pasos del virtuoso músico, que veía como poco a poco se congregaba a su alrededor una pequeña pero silenciosa multitud. Al igual que el pequeño mozalbete la muchedumbre disfrutaba también del gratuito recital de violín y, al igual que él, tampoco había reparado en la necesidad de contribuir con unas pocas monedas al mermado erario del músico. Harto de tanto caradura, nuestro joven amigo decidió poner fin a tanto descaro.

El hábil violinista terminó brillantemente de ejecutar una preciosa pieza compuesta por él mismo. El gentío allí congregado vibró desde la primera hasta la última nota, y una gran mayoría ardía en deseos de aplaudir el gran talento del violinista y acercarse a saludar al experto músico pero, algunos por vergüenza, otros por no tener que desprenderse del vil metal, permanecieron en sus puestos, atentos al siguiente fragmento del concierto. Ninguno reparó en los hábiles movimientos del joven intérprete, que repentinamente afinó el instrumento musical no en por intervalos de quintas, sino de cuartas. Desplazó además un diminuto émbolo que acortaba ligeramente el volumen de la cavidad de resonancia del violín y  finalmente volvió a afinar el instrumento en intervalos de cuartas, justo después de desenrollar una de las sujeciones del clavijero, lo que dividió la cuerda afinada en «sol» en dos, aunque sólo a un tercio de la altura del violín.

Volvió a dirigirse al joven muchacho, que permanecía expectante, repantigado sobre el taburete que minutos antes le había cedido. Con gesto grave le preguntó si nadie lo andaba buscando, si nadie se habría percatado de su ausencia, pero el pequeño muchacho volvió a concentrarse de nuevo en su pálido rostro, dejándose transportar por la armonía de sus palabras, y se limitó a menear la cabeza de un lado a otro, a modo de respuesta. Con gran pesar en su corazón volvió a tocar de nuevo.

El rubio intérprete tocó una vez más las piezas que habían sonado en la plaza unos minutos antes, o eso al menos sería lo que el oído de cualquiera de nosotros sería capaz de percibir. Lo cierto es que las extrañas modificaciones que emprendió en su instrumento, junto con la novedosa afinación en intervalos de cuartas, había creado un extraño compendio de sonidos, y el violinista era ahora capaz de interpretar dos melodías de forma simultánea, superpuestas. Una de ellas resultaría casi imperceptible incluso para el mejor de los aparatos sonoros modernos, pero se alzó manifiestamente responsable de lo que a continuación sucedió.

Arrebatada por un extraño y colectivo colapso, la multitud congregada alrededor del solista comenzó a agitarse violentamente y uno tras otro cayeron los cuerpos del convulso gentío, exudando sangre por sus oídos. El niño contemplaba horrorizado como sus semejantes se retorcían de dolor. No pudo contener la náusea y vomitó. Frente a él, el violinista no daba crédito a la resistencia del muchacho, que ahora lo miraba profundamente impresionado, al borde de la demencia. Se quedó mirándolo durante un rato más, visiblemente trastornado, sin dejar de tocar la espantosa y endeble melodía.

El pequeño logró finalmente hacer acopio de fuerzas y se alejó a toda prisa del maremágnum de cadáveres que el joven y apuesto violinista había dejado tras de sí al término de su último recital. El chaval corría calle arriba, sin prestar atención al tráfico que circulaba por la calzada, ajeno al autobús que también circulaba calle arriba. El joven intérprete trató de alertar al zagal con un clamoroso grito, pero el chico siguió corriendo, sin inmutarse. El conductor del autocar trató de disuadir al mozalbete, haciendo rugir el claxon del vehículo, pero ni el violinista ni el chófer lograron desanimar al muchacho en su empeño por cruzar la calle. Terminó dando con sus huesos debajo del autobús y el violinista comprendió finalmente la causa de la inusitada resistencia del muchacho a su insidiosa rapsodia, así como el motivo de tanto meneo de cabeza y el descaro del muchacho al mirarlo de hito en hito.

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