Inspirado en "Un joven con un violín", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/z7ZheXyq
El joven violinista rasgaba una y otra vez las cuerdas del vetusto
instrumento con la ayuda del desgastado arco, que parecía mucho más
viejo que el propio violín. Poco a poco el centenar de cuerdas original
que conformaban el arco había ido perdiendo, paulatinamente, algunos de
sus córdeos inquilinos. Con todo, el sonido que el bermejo intérprete
arrancaba a las cuatro cuerdas resultaba embriagador, y pocos eran los
que se resistían a aminorar el agitado paso de camino a sus trabajos y
ocupaciones. Sin embargo su pequeña hacienda, consistente en unas pocas
monedas desparramadas sobre el interior de la funda del «Guarnerius»,
no crecía al mismo ritmo que los entusiasmados transeúntes que se
detenían y festejaban en silencio el goce que les producían las hermosas
melodías del solista.
Un pequeño rapaz había permanecido atento a su recital, deleitándose
con cada una de las notas que extraía del violín, pero su corta edad
lo hacía pulular nerviosamente de un lado a otro; el pequeño zagal
hacía ímprobos esfuerzos por mantenerse atento al espontáneo concierto.
Consciente de ello se dirigió al pequeño y le preguntó si le gustaría
sentarse durante un rato en su taburete. El chico pareció escrutar algo
en su rostro y finalmente asintió con una leve inclinación de su
cabeza y se sentó a unos pocos pasos del virtuoso músico, que veía como
poco a poco se congregaba a su alrededor una pequeña pero silenciosa
multitud. Al igual que el pequeño mozalbete la muchedumbre disfrutaba
también del gratuito recital de violín y, al igual que él, tampoco
había reparado en la necesidad de contribuir con unas pocas monedas al
mermado erario del músico. Harto de tanto caradura, nuestro joven amigo
decidió poner fin a tanto descaro.
El hábil violinista terminó brillantemente de ejecutar una preciosa
pieza compuesta por él mismo. El gentío allí congregado vibró desde la
primera hasta la última nota, y una gran mayoría ardía en deseos de
aplaudir el gran talento del violinista y acercarse a saludar al
experto músico pero, algunos por vergüenza, otros por no tener que
desprenderse del vil metal, permanecieron en sus puestos, atentos al
siguiente fragmento del concierto. Ninguno reparó en los hábiles
movimientos del joven intérprete, que repentinamente afinó el
instrumento musical no en por intervalos de quintas, sino de cuartas.
Desplazó además un diminuto émbolo que acortaba ligeramente el volumen
de la cavidad de resonancia del violín y finalmente volvió a afinar el
instrumento en intervalos de cuartas, justo después de desenrollar una
de las sujeciones del clavijero, lo que dividió la cuerda afinada en
«sol» en dos, aunque sólo a un tercio de la altura del violín.
Volvió a dirigirse al joven muchacho, que permanecía expectante,
repantigado sobre el taburete que minutos antes le había cedido. Con
gesto grave le preguntó si nadie lo andaba buscando, si nadie se habría
percatado de su ausencia, pero el pequeño muchacho volvió a
concentrarse de nuevo en su pálido rostro, dejándose transportar por la
armonía de sus palabras, y se limitó a menear la cabeza de un lado a
otro, a modo de respuesta. Con gran pesar en su corazón volvió a tocar
de nuevo.
El rubio intérprete tocó una vez más las piezas que habían sonado en
la plaza unos minutos antes, o eso al menos sería lo que el oído de
cualquiera de nosotros sería capaz de percibir. Lo cierto es que las
extrañas modificaciones que emprendió en su instrumento, junto con la
novedosa afinación en intervalos de cuartas, había creado un extraño
compendio de sonidos, y el violinista era ahora capaz de interpretar dos
melodías de forma simultánea, superpuestas. Una de ellas resultaría
casi imperceptible incluso para el mejor de los aparatos sonoros
modernos, pero se alzó manifiestamente responsable de lo que a
continuación sucedió.
Arrebatada por un extraño y colectivo colapso, la multitud
congregada alrededor del solista comenzó a agitarse violentamente y uno
tras otro cayeron los cuerpos del convulso gentío, exudando sangre por
sus oídos. El niño contemplaba horrorizado como sus semejantes se
retorcían de dolor. No pudo contener la náusea y vomitó. Frente a él,
el violinista no daba crédito a la resistencia del muchacho, que ahora
lo miraba profundamente impresionado, al borde de la demencia. Se quedó
mirándolo durante un rato más, visiblemente trastornado, sin dejar de
tocar la espantosa y endeble melodía.
El pequeño logró finalmente hacer acopio de fuerzas y se alejó a
toda prisa del maremágnum de cadáveres que el joven y apuesto
violinista había dejado tras de sí al término de su último recital. El
chaval corría calle arriba, sin prestar atención al tráfico que
circulaba por la calzada, ajeno al autobús que también circulaba calle
arriba. El joven intérprete trató de alertar al zagal con un clamoroso
grito, pero el chico siguió corriendo, sin inmutarse. El conductor del
autocar trató de disuadir al mozalbete, haciendo rugir el claxon del
vehículo, pero ni el violinista ni el chófer lograron desanimar al
muchacho en su empeño por cruzar la calle. Terminó dando con sus huesos
debajo del autobús y el violinista comprendió finalmente la causa de
la inusitada resistencia del muchacho a su insidiosa rapsodia, así como
el motivo de tanto meneo de cabeza y el descaro del muchacho al
mirarlo de hito en hito.
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