miércoles, 14 de noviembre de 2012

UNA DE SHERLOCK HOLMES

Inspirado en "El tornillo del Graf Spee", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/4xIburU2

—¡Watson! ¡Corra! ¡Venga aquí, pronto!

El buen doctor despegó furibundamente sus ojos de las crónicas de sucesos de «The Times» y trotó a través de la estancia que hacía las veces de salón en las dependencias que compartía con el mejor y más famoso detective de todos los tiempos, Sherlock Holmes. El médico se había licenciado del ejército de su graciosa majestad hacía ya unos cuantos años, y desde entonces se había ido a vivir junto con el excéntrico investigador, colaborando en los gastos de las habitaciones que compartían en el 221B de Baker Street.

Al fin ingresó en la habitación de su amigo. El aspecto de la dependencia era lamentable, como de costumbre. Sherlock Holmes se había encerrado en su cuarto un indeterminado día de la pasada semana, aprovechando el viaje que el doctor Watson había realizado al sur del condado de Kent, con motivo de una visita de cortesía. Desde entonces sólo la señora Hudson se había atrevido a entrar en las habitaciones del detective y, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera se había permitido pasar más allá del quicio de la puerta. Ahora Watson entraba a tropel en el improvisado laboratorio del genio londinense.

—¡Holmes! Dígame, por favor. ¿Qué ha sucedido? —preguntó sin aliento.

—No se alarme, mi buen amigo —Sherlock Holmes estaba de pie sobre una sucia y húmeda alfombra, con gesto triunfal—. Al fin he podido extraer algo de provecho de mi investigación.

John Watson miraba receloso al tenaz alquimista que, ataviado con su habitual batín y acompañado de unas extrañas gafas de cristal, que cubrían una amplia superficie de su cara, le acercaba una silla al tiempo que le tendía cordialmente una mano para que tomase asiento. El tupé del detective permanecía sorprendentemente tieso, como si un resorte lo hubiese dejado en semejante postura. Su apariencia tenía además el mismo aspecto que el pavo asado de las pasadas navidades, que el propio Sherlock Holmes se había empeñado en preparar con la intención de sorprender al buen doctor, que se había limitado a decir «Lo ha conseguido, Holmes. Me ha sorprendido».

—¿Quiere hacerme el favor, doctor? ¿Le importaría probar esto? —Sherlock Holmes colocó delante del médico un plato de postre con alguna suerte de souffle cremoso, poco apetitoso, a juzgar por el aspecto del mismo. Ante la vacilona mirada de Watson, Sherlock Holmes aclaró el motivo de su petición— Verá, Watson. Creo que he inventado una nueva salsa. Deliciosa, como usted podrá comprobar de inmediato.

—Es que... —Watson trató de negarse pero le faltó convicción— Está bien. ¿Usted la ha probado, Holmes? No es que no me fíe, pero...

—¡Oh! Vamos, Watson. No sea usted gallina. Pruébelo sin miedo, sea buen chico.

Por fin se decidió a probar el soufflé, adornado con la misteriosa salsa, que parecía estar compuesta por dos salsas distintas mezcladas, tal y como se podía colegir de los tonos amarillento y verdoso de la misma. El doctor quedó prendado con el resultado y en su rostro se dibujó la misma expresión de satisfacción, perplejidad y orgullo que acostumbraba a mostrar cada vez que su compañero esgrimía sus lógicas y sesudas explicaciones, esclareciendo los múltiples enigmas e incógnitas que componían cada uno de sus casos, que sólo el genio de Sherlock Holmes era capaz de desentrañar.

—¡Bravo, Holmes! Es maravilloso. ¿Cómo lo ha logrado?

—Casi me da vergüenza admitirlo, pero el mérito es todo de la señora Hudson. Fue ella quien, negligentemente, me hizo tropezar mientras recogía parte de la vajilla con la que me ha estado sitiando durante los últimos días —Watson asistía perplejo al discurso de su amigo.

—Al parecer, amigo mío, su torpeza ha provocado que yo mezclase una sal de azufre con un reactivo bastante peligroso. Mi habilidad y destreza, junto con la rapidez de mis movimientos, han evitado un pequeño y engorroso desastre.

—No comprendo, Holmes, qué relación tiene todo eso con el sabrosísimo adobo que acabo de probar —el doctor Watson se había levantado por fin de la mesa. Sherlock Holmes continuó con su disertación.

—El caso es que he expulsado de inmediato a nuestra patrona y ella ha dejado toda la vajilla apilada en esa mesa auxiliar de la que usted acaba de levantarse —el doctor Watson permanecía atento, jugueteando con su bigote—. Como bien sabe, doctor, hoy la señora Hudson ha preparado una excelente «caldeirada» de abadejo, condimentada únicamente con un excelente aceite de oliva virgen extra. Traído de España, por supuesto. Esos bárbaros desconocen muchas de las veleidades de nuestro tiempo, pero ¡vive Dios que saben cocinar!

—No querrá decir que ha mezclado usted el aceite de oliva —Watson ya había identificado uno de los dos ingredientes de la exquisita salsa holmesiana— con algo dulce; tal es el regusto que ha dejado en mi paladar.

—Bravo, doctor. Le felicito. Se trata de miel. Miel española, para más señas.

—¿Me deja usted probar de nuevo, Holmes?

—Podrá usted hartarse cuando hayamos atendido a nuestro cliente, Watson. Sin duda se trata de algo verdaderamente urgente, a juzgar por los sofocados pasos que lo acercan a nosotros.

Unos pocos segundos más tarde se presentaba ante la extraña pareja un pequeño hombrecillo de cetrino aspecto, recortadas facciones y oscuro y descuidado cabello. El detective le ofreció asiento y le sugirió que tomase un par de bocanadas de aire antes de comenzar con el relato de su problema.

William Pearson, que así se llamaba el visitante de sus dependencias, era un simple mercader de objetos antiguos, un anticuario, en palabras más modernas. Al parecer, se había hecho con un cargamento que había arribado a Londres unos días antes, repleto de jugosas materias y elementos. Ofreció varios de ellos al detective privado, que rápidamente rehusó por carecer de interés para sus investigaciones y tratados.

Sherlock Holmes lamentó no poder servirle de ayuda e invitó a su visitante a abandonar la estancia, agradeciendo cortésmente la visita que les había dispensado. El menudo invitado pidió antes poder acudir al lavabo, alegando una repentina indisposición. Desapareció apresuradamente ante la atónita mirada del doctor Watson, que apenas tuvo tiempo de comunicarle a su  enigmática visita que él mismo podía atenderlo, en calidad de médico doctor.

Un par de minutos más tarde el señor Pearson salía del lavabo con renovados ánimos. Una vez estuvo de nuevo frente a Sherlock Holmes volvió a ofrecerle algo que el detective juzgó de inmediato como algo prodigioso, mostrando en esta ocasión toda su atención e interés. William Pearson apenas tuvo tiempo para abrir la boca y ofrecer al sabueso el nuevo objeto cuando éste atajó sus intenciones y le ofreció veinte guineas de oro por la mercancía. Desapareció entre los trastos de su cuarto y regresó contando un gran puñado de monedas relucientes, que descuidadamente depositó sobre la mesa del salón, al tiempo que arrebataba el valioso objeto de las manos de Mister Pearson. A continuación dió las buenas tardes a su invitado y cerró tras de él la puerta de las habitaciones.

—Rápido, Watson. Haga su equipaje. Nos vamos. Diga a la señora Hudson que nos llame un simón. Debemos ponernos en marcha cuanto antes.
—Holmes, ¿a qué viene tanta prisa? —el doctor contemplaba confiado e ignorante el objeto que Sherlock Holmes todavía sostenía entre sus delgados dedos de experto violinista—. ¿Es que se ha vuelto usted loco, amigo mío?

—Para nada, mi buen doctor, estoy muy cuerdo.

—¿A dónde piensa dirigirse tan precipitadamente?

—A Suiza, por supuesto. Es mi deseo cerrar un episodio del pasado. Si tenemos éxito en esta arriesgada empresa, tal vez pueda usted regalar al mundo el relato del más épico y peligroso de mis casos; en el supuesto de que salgamos victoriosos. Debemos enfrentarnos una vez más con el  «Napoleón del Crimen».

El doctor Watson quedó asombrado al escuchar de nuevo, tantos años después, una mención al profesor James Moriarty. El propio Holmes había regresado, literalmente, de la muerte en aquellas cataratas de Reichenbach. Pero el eminente matemático y genio criminal había perecido en ellas, estaba seguro.

—Holmes, amigo mío. ¿Quiere usted decir que...?

—Observe bien este objeto que he adquirido recientemente por veinte guineas de oro, Watson. ¿No le trae recuerdos a la memoria? Vamos, haga un pequeño esfuerzo, mi buen amigo. ¿Se acuerda ya?

El rostro de John H. Watson era un poema para Sherlock Holmes, que escrutó perfectamente, dándose perfecta cuenta de que el buen doctor había caído por fin en la cuenta.

—Perfectamente, doctor. ¡A la aventura, Watson!

3 comentarios:

  1. oooooohhhh interesante!!! me quedo con la salsa ;D.
    Me lo leí en nada, topic estupendo!!!

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  2. Otro gran relato, en mi opinión. Aunque solo he leído uno de los libros de Doyle, concretamente "El sabueso de los Baskerville" me gustó mucho y tengo pensado seguir leyendo sus libros. Mientras tanto, siempre puedo leer tus relatos, que no tienen nada que envidiar a otros más conocidos.

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  3. Haces muy bien, pero que muy bien leyendo al gran maestro Conan Doyle. Sabes que yo todos los años leo algo de Sir Arthur? Ahora ya conoces dos de mis influencias. Te atreves a aventurar alguna otra? Por cierto, gracias de nuevo por tus halagos. Me encanta que os encante lo que escribo. No tiene precio, en serio.

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