Inspirado en "La tumba olvidada", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/DED3gLZd
Exceptuando a los muchos imbéciles e ignorantes que campan por
España y por el mundo entero, si preguntáramos a cualquier persona con
un poco de cultura —hablo de cultura de la buena, no de métricas
baratas ni de erudición con respecto al personal que conforma el
putiferio nacional— acerca de cuál (o cuáles) es la figura más
importante de la literatura universal, una inmensa mayoría se tendría
que debatir entre Don Miguel de Cervantes Saavedra y Mister William
Shakespeare, según el encuestado peque más o menos de ser hijo de las
Españas o de la Gran Bretaña. El resto de los encuestados entrarían en
la categoría de gilipollas, sin pasar por la casilla de salida y sin
cobrar los 20.000 euros.
A estas alturas de la película a nadie tiene que extrañar que
Cervantes y Shakespeare son considerados como los más grandes
representantes de la literatura hispánica e inglesa, respectivamente,
sino incluso universal. A ambos les tocó vivir durante la misma época y
fue tanta la semejanza entre ellos que la muerte inclusive quiso
llevarlos a los dos de la mano, dejando apenas un día de descanso entre
los dos pasamientos. «El Bardo de Avon» introdujo en sus obras
centenares de aforismos que desde entonces han ido abriéndose camino en
el inglés, construyendo en buena parte lo que hoy en día llamamos
«idioma de Shakespeare». Cervantes, por su parte, cogió la poca mierda
que se hablaba y escribía por estos parajes y la convirtió, de la noche
a la mañana, en lo que hoy hablamos cientos de millones de personas.
Castellano o español. Lo mismo da.
Incluso al final de sus vidas ambos fueron enterrados en sendas
iglesias y conventos. William descansa en el presbiterio de la iglesia
de la Santísima Trinidad (Holy Trinity Church) de Stratford, mientras
que Don Miguel reposa eternamente en el subsuelo del convento de las
Trinitarias, en Madrid, en una puta fosa común, eso sí. Y es que las dos
gotas de agua son distintas de cojones.
Shakespeare no descansa muy cerca del altar mayor de la iglesia de
la Santísima Trinidad por su cara bonita ni tampoco gracias a su fama o
prestigio como dramaturgo (que los tuvo, todo hay que decirlo), sino
debido a la más prosaica cifra de 440 libras. Que el lector escéptico
eche cuentas acerca de lo que le costaría hoy en día sufragarse un
entierro decente consistente en nicho y maceta, lo pase a libras y
tenga en cuenta la inflación acumulada de 400 años, para acabar dándose
cuenta de que a Shakespeare le costó un ojo de la cara poder
enterrarse en tamaña iglesia. Y es que el talento se paga, señores. Y
ciertamente Shakespeare se lo merecía, por supuesto.
Ahora bien, Don Miguel no huele en vida nada que pueda asemejarse ni
a las migajas de lo que los isabelinos derrochaban con Shakespeare. Ve
sin embargo como Felipe II firma una providencia que lo manda apresar,
supuestamente por herir en duelo a un tal Antonio Sigura. Decide
entonces pasar a Italia, en dónde lee apasionadamente las novelas
caballerescas y se imbuye del arte y estilo italianos. A continuación se
embarca con rumbo a Lepanto, para hacer frente al taimado turco en la
famosa y a la postre inútil batalla. Años más tarde, a su regreso a
España es apresado por una flotilla turca, junto con su hermano Rodrigo,
permaneciendo cinco años cautivo en Argel.
Trata de escapar hasta en cuatro ocasiones, asumiendo en todas ellas
la autoría de los planes de evasión, pagando únicamente él por sus
intentos de fuga. Es aquí en donde conoce al ladino Juan Blanco de Paz,
que tenía bastante poco de esto último. Los tres primeros intentos de
evasión se frustrar o bien porque un moro abandonó a Miguel y a otros
compañeros de fuga en el desierto, o bien por la delación de un cómplice
traidor. Finalmente, en el cuarto y último intento de escape,
Cervantes dispone de la fragata de un comerciante valenciano, lista
para evacuar a sesenta cristianos, pero uno de ellos, el taimado y
ladino Juan Blanco de Paz, se chiva (no me digáis porque, él también se
iba a pirar) y echa por tierra las esperanzas del complutense. Después
de este último intento de fuga, Cervantes sería trasladado a
Constantinopla de donde la evasión sería imposible. Felizmente en 1580
los padres Trinitarios Antonio de la Bella y Juan Gil liberan a
Cervantes, tras haber hecho una pequeña colecta en la zona.
Volvamos al hijoputa de Juan Blanco de Paz. Este dominico español no
era trigo limpio en Argel, durante el cautiverio de Cervantes, pero
tampoco lo era mucho tiempo atrás. Era descendiente de conversos, que
gracias a cuatro duros bien pagados pudieron labrar al buen rapaz un
puesto nada desdeñable en la época: comisario de la Inquisición, nada
menos. Que nadie se me sobresalte si vuelvo a tildar de hijo de puta al
amigo Blanco, y a todos los chulos de putas que han tenido algo que
ver con la secular institución del Santo Oficio. Decía que Juan Blanco
de Paz acababa de recibir su comisaría del Alto Tribunal, y regresaba
de Roma cuando fue cautivo de los moros, en Argel. Cuando Juan Blanco
delató los planes de Don Miguel de Cervantes, durante el famoso
capítulo de la fragata valenciana, este vil personaje cobró un escudo
de oro y una jarra de manteca por haberse hecho el valiente delante de
Cervantes. El rescate de este pajarraco costó a las arcas españolas la
sustanciosa cifra de mil escudos de oro. Cervantes fue liberado por la
mitad, y sólo le costó al erario público 200 escudos de nada. Pasó por
Roma el amigo Blanco, dejando otro buen pufo en Italia y, habiéndose
presentado en España, le fue concedida una prebenda en la Colegial de
Baza, Granada. Siempre han medrado los hijos de puta.
Sigamos con Cervantes y Shakespeare. Cervantes se relamía de las
heridas de Lepanto, de las del cautiverio y de las que le había
infringido el ladino ese en el alma, y comenzaba así su carrera como
escritor y novelista, el primero que desempeñó tan bello oficio en las
Españas. Gozó de prestigio entre las buenas gentes que eran capaces de
apreciar su ingenio y sagacidad, que lo elevaron a los altares del
«Príncipe de los Ingenios», más no tuvo cojones de cobrar como dios
manda por su trabajo. Ya hemos dicho —y si no lo decimos ahora, no
importa demasiado— que se nos fue Cervantes más pobre que las ratas,
lleno de miseria y cobrando cuatro perras por sus geniales obras,
todavía inalcanzables y a la altura del mayor de los ingenios de
nuestras letras. Tan pobre que ha tenido que ser enterrado de prestado,
en una asquerosa fosa común, en donde sus huesos se retuercen en busca
de los huesos de ese maldito traidor llamado Juan Blanco de Paz. Hablo
por mí.
Y mientras nuestro gran héroe de las letras se iba de este mundo
lleno de miseria —los dos, Cervantes y el mundo—, el bardo inglés
gozaba cada vez más de los placeres que sus contemporáneos le ofrecían a
manos llenas. Incluso llegó a casarse con Anne Hathaway, que como sabe
el escéptico lector es «Catwoman» en la celebrada tercera y última
parte de la saga del «Caballero Oscuro», intitulada «The Dark Knight
Rises». En serio, Shakespeare sabía deleitarse con los gozos y deleites
que sus rebosantes arcas le permitían. Entre ellas, el alpiste. Era
muy amigo de la bebida el inglés, ¿y quién no?.
Muchos grafólogos atribuyen a Shakespeare la firma «Sakspere»
hallada en varios documentos mercantiles y judiciales, que a ojo de
buen cubero —no sólo resultaba evidente para los grafólogos— denota un
intelecto de nivel académico ciertamente insuficiente. ¿Se han hecho ya
la pregunta? ¿Quieren que se la formule yo? Muy bien. Vamos allá.
¿Realmente fue Shakespeare el autor de todas esas obras inmortales?
Veamos cómo dar respuesta a este enigma.
Mientras unos dicen que Sir Francis Bacon escribía muchas de las
obras que el famoso e inmortal dramaturgo representaba, otros postulan,
no sin ciertas interesantes evidencias, que el negro —sirva la
expresión— que escribía para Shakespeare no era otro sino que el poeta
Christopher Marlowe. Ambas teorías gozan de adeptos hoy en día, pero
ambas son ciertamente conspiratorias. Mientras los seguidores de Bacon
como autor de las obras postulan un poético trasfondo masónico, los que
sustentan la tesis de Marlowe parecen demasiado obsesionados con la
conspiración. La respuesta hay que buscarla en otro lugar, en el
decimoséptimo conde de Oxford, Edward de Vere.
Edward de Vere, al contrario que Shakespeare, era un reputado poeta y
escritor, perfecto para ejercer el papel de dramaturgo en la sombra.
El tal conde de Oxford no podía hacer pública la autoría de sus obras o
vería como la Reina Isabel I le cancelaría su renta anual de 1.000
libras, en concepto de mantenimiento y representación nobiliaria.
Tampoco era el amigo de Vere muy adicto a la fama, si no a las pilinguis
y al derroche, hecho que finalmente provocó las represalias de la
monarca por su mala gestión del patrimonio. Llegó incluso a ceder
ciertos derechos a la compañía Chamberlain, de lo que logró aprovecharse
el propio Shakespeare.
Ya ven, es lo de siempre, «unos cardan la lana y otros se llevan la
fama». Pero a fin de cuentas da lo mismo que Shakespeare o Marlowe,
Bacon o de Vere hayan escrito las obras que han hecho inmortal al más
famoso de los bardos. Lo realmente importante aquí es que, mientras los
ingleses apreciaban y recompensaban el ingenio y buen hacer de sus
súbditos (esto ha sido una constante a lo largo de la historia), los
obtusos españoles dejamos pasar sin pena ni gloria (bueno, penas aún
tuvo Cervantes que llevarse unas cuantas a la tumba) al mejor de los
ingenios de todos los tiempos, escatimándole los cuatro duros que por
justicia le hubieran correspondido. Es lo de todos los días, somos y
hemos sido el hazmerreír de la Europa civilizada y culta. Si no es por
una cosa es por la otra. Eso si, ¿han visto como al vil e infame
siempre le damos los cuartos y las nominaciones?
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