jueves, 22 de noviembre de 2012

MIS AMIGOS SHAKESPEARE Y CERVANTES

Inspirado en "La tumba olvidada", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/DED3gLZd

Exceptuando a los muchos imbéciles e ignorantes que campan por España y por el mundo entero, si preguntáramos a cualquier persona con un poco de cultura —hablo de cultura de la buena, no de métricas baratas ni de erudición con respecto al personal que conforma el putiferio nacional— acerca de cuál (o cuáles) es la figura más importante de la literatura universal, una inmensa mayoría se tendría que debatir entre Don Miguel de Cervantes Saavedra y Mister William Shakespeare, según el encuestado peque más o menos de ser hijo de las Españas o de la Gran Bretaña. El resto de los encuestados entrarían en la categoría de gilipollas, sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar los 20.000 euros.

A estas alturas de la película a nadie tiene que extrañar que Cervantes y Shakespeare son considerados como los más grandes representantes de la literatura hispánica e inglesa, respectivamente, sino incluso universal. A ambos les tocó vivir durante la misma época y fue tanta la semejanza entre ellos que la muerte inclusive quiso llevarlos a los dos de la mano, dejando apenas un día de descanso entre los dos pasamientos. «El Bardo de Avon» introdujo en sus obras centenares de aforismos que desde entonces han ido abriéndose camino en el inglés, construyendo en buena parte lo que hoy en día llamamos «idioma de Shakespeare». Cervantes, por su parte, cogió la poca mierda que se hablaba y escribía por estos parajes y la convirtió, de la noche a la mañana, en lo que hoy hablamos cientos de millones de personas. Castellano o español. Lo mismo da.

Incluso al final de sus vidas ambos fueron enterrados en sendas iglesias y conventos. William descansa en el presbiterio de la iglesia de la Santísima Trinidad (Holy Trinity Church) de Stratford, mientras que Don Miguel reposa eternamente en el subsuelo del convento de las Trinitarias, en Madrid, en una puta fosa común, eso sí. Y es que las dos gotas de agua son distintas de cojones.

Shakespeare no descansa muy cerca del altar mayor de la iglesia de la Santísima Trinidad  por su cara bonita ni tampoco gracias a su fama o prestigio como dramaturgo (que los tuvo, todo hay que decirlo), sino debido a la más prosaica cifra de 440 libras. Que el lector escéptico eche cuentas acerca de lo que le costaría hoy en día sufragarse un entierro decente consistente en nicho y maceta, lo pase a libras y tenga en cuenta la inflación acumulada de 400 años, para acabar dándose cuenta de que a Shakespeare le costó un ojo de la cara poder enterrarse en tamaña iglesia. Y es que el talento se paga, señores. Y ciertamente Shakespeare se lo merecía, por supuesto.

Ahora bien, Don Miguel no huele en vida nada que pueda asemejarse ni a las migajas de lo que los isabelinos derrochaban con Shakespeare. Ve sin embargo como Felipe II firma una providencia que lo manda apresar, supuestamente por herir en duelo a un tal Antonio Sigura. Decide entonces pasar a Italia, en dónde lee apasionadamente las novelas caballerescas y se imbuye del arte y estilo italianos. A continuación se embarca con rumbo a Lepanto, para hacer frente al taimado turco en la famosa y a la postre inútil batalla. Años más tarde, a su regreso a España es apresado por una flotilla turca, junto con su hermano Rodrigo, permaneciendo cinco años cautivo en Argel.

Trata de escapar hasta en cuatro ocasiones, asumiendo en todas ellas la autoría de los planes de evasión, pagando únicamente él por sus intentos de fuga. Es aquí en donde conoce al ladino Juan Blanco de Paz, que tenía bastante poco de esto último. Los tres primeros intentos de evasión se frustrar o bien porque un moro abandonó a Miguel y a otros compañeros de fuga en el desierto, o bien por la delación de un cómplice traidor. Finalmente, en el cuarto y último intento de escape, Cervantes dispone de la fragata de un comerciante valenciano, lista para evacuar a sesenta cristianos, pero uno de ellos, el taimado y ladino Juan Blanco de Paz, se chiva (no me digáis porque, él también se iba a pirar) y echa por tierra las esperanzas del complutense. Después de este último intento de fuga, Cervantes sería trasladado a Constantinopla de donde la evasión sería imposible. Felizmente en 1580 los padres Trinitarios Antonio de la Bella y Juan Gil liberan a Cervantes, tras haber hecho una pequeña colecta en la zona.

Volvamos al hijoputa de Juan Blanco de Paz. Este dominico español no era trigo limpio en Argel, durante el cautiverio de Cervantes, pero tampoco lo era mucho tiempo atrás. Era descendiente de conversos, que gracias a cuatro duros bien pagados pudieron labrar al buen rapaz un puesto nada desdeñable en la época: comisario de la Inquisición, nada menos. Que nadie se me sobresalte si vuelvo a tildar de hijo de puta al amigo Blanco, y a todos los chulos de putas que han tenido algo que ver con la secular institución del Santo Oficio. Decía que Juan Blanco de Paz acababa de recibir su comisaría del Alto Tribunal, y regresaba de Roma cuando fue cautivo de los moros, en Argel. Cuando Juan Blanco delató los planes de Don Miguel de Cervantes, durante el famoso capítulo de la fragata valenciana, este vil personaje cobró un escudo de oro y una jarra de manteca por haberse hecho el valiente delante de Cervantes. El rescate de este pajarraco costó a las arcas españolas la sustanciosa cifra de mil escudos de oro. Cervantes fue liberado por la mitad, y sólo le costó al erario público 200 escudos de nada. Pasó por Roma el amigo Blanco, dejando otro buen pufo en Italia y, habiéndose presentado en España, le fue concedida una prebenda en la Colegial de Baza, Granada. Siempre han medrado los hijos de puta.

Sigamos con Cervantes y Shakespeare. Cervantes se relamía de las heridas de Lepanto, de las del cautiverio y de las que le había infringido el ladino ese en el alma, y comenzaba así su carrera como escritor y novelista, el primero que desempeñó tan bello oficio en las Españas. Gozó de prestigio entre las buenas gentes que eran capaces de apreciar su ingenio y sagacidad, que lo elevaron a los altares del «Príncipe de los Ingenios», más no tuvo cojones de cobrar como dios manda por su trabajo. Ya hemos dicho —y si no lo decimos ahora, no importa demasiado— que se nos fue Cervantes más pobre que las ratas, lleno de miseria y cobrando cuatro perras por sus geniales obras, todavía inalcanzables y a la altura del mayor de los ingenios de nuestras letras. Tan pobre que ha tenido que ser enterrado de prestado, en una asquerosa fosa común, en donde sus huesos se retuercen en busca de los huesos de ese maldito traidor llamado Juan Blanco de Paz. Hablo por mí.

Y mientras nuestro gran héroe de las letras se iba de este mundo lleno de miseria —los dos, Cervantes y el mundo—, el bardo inglés gozaba cada vez más de los placeres que sus contemporáneos le ofrecían a manos llenas. Incluso llegó a casarse con Anne Hathaway, que como sabe el escéptico lector es «Catwoman» en la celebrada tercera y última parte de la saga del «Caballero Oscuro», intitulada «The Dark Knight Rises». En serio, Shakespeare sabía deleitarse con los gozos y deleites que sus rebosantes arcas le permitían. Entre ellas, el alpiste. Era muy amigo de la bebida el inglés, ¿y quién no?.

Muchos grafólogos atribuyen a Shakespeare la firma «Sakspere» hallada en varios documentos mercantiles y judiciales, que a ojo de buen cubero —no sólo resultaba evidente para los grafólogos— denota un intelecto de nivel académico ciertamente insuficiente. ¿Se han hecho ya la pregunta? ¿Quieren que se la formule yo? Muy bien. Vamos allá. ¿Realmente fue Shakespeare el autor de todas esas obras inmortales? Veamos cómo dar respuesta a este enigma.

Mientras unos dicen que Sir Francis Bacon escribía muchas de las obras que el famoso e inmortal dramaturgo representaba, otros postulan, no sin ciertas interesantes evidencias, que el negro —sirva la expresión— que escribía para Shakespeare no era otro sino que el poeta Christopher Marlowe. Ambas teorías gozan de adeptos hoy en día, pero ambas son ciertamente conspiratorias. Mientras los seguidores de Bacon como autor de las obras postulan un poético trasfondo masónico, los que sustentan la tesis de Marlowe parecen demasiado obsesionados con la conspiración. La respuesta hay que buscarla en otro lugar, en el decimoséptimo conde de Oxford, Edward de Vere.

Edward de Vere, al contrario que Shakespeare, era un reputado poeta y escritor, perfecto para ejercer el papel de dramaturgo en la sombra. El tal conde de Oxford no podía hacer pública la autoría de sus obras o vería como la Reina Isabel I le cancelaría su renta anual de 1.000 libras, en concepto de mantenimiento y representación nobiliaria. Tampoco era el amigo de Vere muy adicto a la fama, si no a las pilinguis y al derroche, hecho que finalmente provocó las represalias de la monarca por su mala gestión del patrimonio. Llegó incluso a ceder ciertos derechos a la compañía Chamberlain, de lo que logró aprovecharse el propio Shakespeare.

Ya ven, es lo de siempre, «unos cardan la lana y otros se llevan la fama». Pero a fin de cuentas da lo mismo que Shakespeare o Marlowe, Bacon o de Vere hayan escrito las obras que han hecho inmortal al más famoso de los bardos. Lo realmente importante aquí es que, mientras los ingleses apreciaban y recompensaban el ingenio y buen hacer de sus súbditos (esto ha sido una constante a lo largo de la historia), los obtusos españoles dejamos pasar sin pena ni gloria (bueno, penas aún tuvo Cervantes que llevarse unas cuantas a la tumba) al mejor de los ingenios de todos los tiempos, escatimándole los cuatro duros que por justicia le hubieran correspondido. Es lo de todos los días, somos y hemos sido el hazmerreír de la Europa civilizada y culta. Si no es por una cosa es por la otra. Eso si, ¿han visto como al vil e infame siempre le damos los cuartos y las nominaciones?

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