miércoles, 3 de octubre de 2012

CARTAS AL DIRECTOR

Inspirado en "El cáncer de la gilipollez", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/7uTFWcug

David y yo solíamos vernos una vez por semana. Nos tomábamos un par de copas y a continuación pedíamos algo para comer. Casi siempre se trataba de unas raciones de esto, un pincho de lo otro, pero nunca nos decidíamos por el menú del día ni por un plato combinado, aunque el bar en el que quedásemos se tratase de un local de comidas o un restaurante, de los que abundan en la capital.

Habíamos tenido la idea de quedar siempre en una boca de metro distinta. Desde ella, buscaríamos un local en el que permaneceríamos las siguientes tres o cuatro horas y durante las cuales nos contaríamos que tal nos había ido la semana. Al principio decidimos quedar en Abrantes y luego continuar alfabéticamente, hasta agotar todas las paradas de metro, pero pronto decidimos que sería más divertido y estimulante que cada uno escogiese una estación un par de horas antes de la hora de la cita.

Yo siempre tenía muchos chascarrillos que detallar, ya que dirijo la sección de “Cartas al director” de una revista de publicación semanal, aunque en los últimos tiempos, mis historias languidecían al confrontarlas con las anécdotas que David protagonizaba de semana en semana. Yo tenía la ligera impresión de ser el amigo que asiste impávido a las aventuras de su viejo compañero de fatigas. No era extraño que yo me sintiese como el viejo doctor Watson cuando veía y oía las mismas cosas que Sherlock Holmes siendo por completo incapaz de transitar por los lógicos caminos de la observación que su compañero de habitaciones de Baker Street, y mucho menos llegar a las mismas conclusiones. Las historias que a veces me contaba David rozan lo inverosímil y la histeria, y de no haberse tratado de mi amigo, al cual conozco desde hace muchos y buenos años, yo no hubiese creído ni una sola de las palabras que me contaba.

Una vez me contó que lo habían seleccionado para un concurso televisivo, uno de esos en los que varios aspirantes se juegan conjuntamente una gran suma, y en el que se debe escoger entre cuatro opciones que el presentador pone a disposición de los participantes. Todos los concursantes jugaban en la misma partida, por turnos, y si uno fallaba, entraba el siguiente, que automáticamente participaba con la misma cantidad de dinero que había ganado el siguiente, aunque la cifra total se veía reducida. Pues bien, David concursó en tercer lugar y ya no abandonó el sillón hasta la última pregunta. Fue acertando todas y cada una de las preguntas hasta que llegó a la pregunta final, momento en el que decidió pasar y dejar el turno al siguiente rival, que estupefacto, no lograba entender por qué David no se había arriesgado a continuar. No tenía nada que perder y quince mil euros que ganar. El nuevo concursante acertó la pregunta y se llevó el dinero.

Sin ir más lejos, la semana pasada me sorprendió con una revelación que con gran esfuerzo he tenido que aceptar como verdadera, debido al indiscutible peso de las pruebas. Pero no adelantemos acontecimientos. Lo encontré a la salida de la boca de metro, como siempre. Su aspecto estaba muy desatendido y apenas sí podía distinguirse a mi amigo de entre las sucias y descuidadas vestimentas que llevaba. A pesar de hacer un par de comentarios acerca de su apariencia, David no pareció darle demasiada importancia y casi a empujones me introdujo en el primer bar que encontramos. Nos dirigimos hacia una esquina, ocupando un par de sillas alrededor de una mugrienta mesa, justo debajo de un enorme y obsoleto aparato de televisión de unos trescientos años de antigüedad. Ahora parecía prestarme algo más de atención que unos minutos antes, pero no paraba de mirar a su alrededor, una y otra vez, con sus ojos saltones e intranquilos. Finalmente se decidió a hablar.

Al fin comprendí cuál era el motivo de su extraño comportamiento y de su negligente higiene personal, pues una vez sentados el uno frente al otro, su terrible olor corporal parecía arremolinarse alrededor de la mesa como uno más. Dejamos que la camarera nos tomara nota —por primera vez en muchos años hicimos una comida juntos a base de ginebra y cola en mi caso y de whisky sólo en el caso de David— y por fin me lo dijo. No quiso darle un nombre concreto, pero aseguró poder predecir acontecimientos futuros. Dijo que siempre había tenido extrañas sensaciones, de esas que todos tenemos y que llamamos “deja-vu”, aunque las suyas parecían ser extrañamente vívidas y reales. Entre copa y copa me fue relatando toda clase de vaticinios, pronósticos y predicciones que había hecho durante los últimos tiempos. Mi amigo me relató cómo siempre había sido propenso a toda suerte de adivinación, aunque hasta ese momento lo hubiese relacionado más bien con la suerte y el azar y no con una especie de sentido extra, denominación que utilizamos desde entonces. Así se explicaba ahora su asombrosa capacidad para ganar las porras de los partidos, para prever siempre con pasmosa exactitud el tiempo que haría en sus viajes —evitando así el engorroso equipaje de más— e incluso comenzamos a pensar que tal vez su nueva capacidad pudiese estar detrás de su extraordinario ojo para escoger siempre el más delicioso de los pinchos, el más fresco de los vinos y la más sabrosa de las mujeres, si se me lo permite.

Durante las casi dos horas que duró su intervención yo me limité a asentir educadamente cada cierto tiempo, tratando de no interrumpir su disertación. David supo apreciar mi postura en un segundo plano, y cuando hubo terminado, debió ver mi semblante cubierto por una nube de escepticismo, lo cual supo transmitirme con exquisito tacto. Yo le comenté que le creía, es decir, que pensaba que lo que él creía era cierto. Ahora bien, que yo creyera que de buenas a primeras David había sido ungido con el don de la adivinación y la clarividencia distaba ciertamente de lo que estaba dispuesto a aceptar. Él sabía que yo reaccionaría así, y se propuso revelarme tres hechos que, según he tenido que concederle, no eran susceptibles de ser adivinados fácilmente, y que según David, ocurrirían en los próximos días. Me habló de unas terribles inundaciones en el sur de España, de la dimisión de un alto cargo político de la capital y de la victoria deportiva de un equipo por el que nadie apostaría ni un sólo céntimo. Tras formular estas predicciones se despidió de mi hasta la semana siguiente.

Jamás he vuelto a ver a mi amigo. Ustedes no van a creerme si les digo que lo que David había vaticinado acabó por cumplirse. Tal vez crean que en lo tocante al equipo desahuciado es muy posible que alguien lo haya podido prever, y que incluso haya apostado a su favor, para sacarse un dinerillo. Yo también lo creo así. Ahora bien, ¿cómo podemos explicarnos que haya predicho la dimisión de un alto cargo de la política madrileña y unas inundaciones en el sur de España? Ustedes conocen tan bien como yo la respuesta. No podemos explicarlo. Aunque tal vez pueda servirnos de ayuda lo que me resta por contarles.

Me enteré de la muerte de David por una misiva dirigida a la sección “Cartas al Director” de una conocida revista semanal, de la cual soy el máximo responsable, y de la que ya les he hablado. En realidad no me enteré de la muerte de mi amigo a través de la mencionada epístola, sino que en ella se me adelantaba el funesto acontecimiento. La carta no venía firmada y por no venir, ni siquiera había llegado a mi por los canales habituales. Simplemente apareció un buen día sobre mi escritorio. Fue inútil interrogar a mis subordinados. Nadie tenía ni la más remota idea de cómo había llegado el pliego a mi mesa. Como digo, en ella se me daba a conocer (con macabra antelación) la muerte de mi amigo.

El tono de la carta daba a entender que había sido redactada por una mujer carente de cultura y educación, a juzgar por el lamentable lenguaje y la deficiente escritura de la misma. En síntesis pregonaba mi amistad con el difunto, que le había sido referida a la mujer por nuestro común amigo. La señora decíase conocedora no sólo de la buenaventura de David sino de la mía propia, y solicitaba mis servicios, que deberían consistir en devolverle cierto colgante que ella misma le había regalado a David. Me sugería —aunque noté cierto ímpetu taxativo en sus palabras— que no tocase el amuleto con mis propias manos, ya que era muy antiguo y delicado, y que me sirviese de un paño o guante para introducirlo en la caja de madera que a buen seguro encontraría junto al colgante. Aseguró que David moriría en cuanto yo terminase de leer la carta y se citaba conmigo unos días después, en un concurrido acceso del más famoso de los parques locales.

Inmediatamente descolgué el teléfono y llamé a mi amigo. No obtuve respuesta al llamar a su casa así que lo intenté con el teléfono móvil. Mi ansiedad iba in crescendo y al terminar los siete u ocho tonos de llamada, mi corazón latía desbocado. Abandoné mi despacho a toda prisa, con la gabardina en una mano y la carta de la vieja agorera en la otra. Al abrirse las puertas del ascensor mi sorpresa fue mayúscula, pues mi mano derecha sólo sostenía un doblado y amarillento papel en blanco.

EPILOGO

Después del funeral de mi amigo David me las ingenié para acompañar a su viuda a casa, y con un absurdo pretexto, mientras ella me preparaba una taza de té, sustraje del estudio de mi difunto compañero una pequeña caja de madera, que todavía reposa en mis temblorosas manos. He intentado reunir las fuerzas necesarias que me permitan vencer el terror que ahora mismo experimento hacia este pequeño trozo de madera. Llevo dos días sin dormir y hoy por fin me he decidido a abrir la caja.

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