Inspirado en "El cáncer de la gilipollez", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/7uTFWcug
David y yo solíamos vernos una vez por semana. Nos tomábamos un par
de copas y a continuación pedíamos algo para comer. Casi siempre se
trataba de unas raciones de esto, un pincho de lo otro, pero nunca nos
decidíamos por el menú del día ni por un plato combinado, aunque el bar
en el que quedásemos se tratase de un local de comidas o un
restaurante, de los que abundan en la capital.
Habíamos tenido la idea de quedar siempre en una boca de metro
distinta. Desde ella, buscaríamos un local en el que permaneceríamos
las siguientes tres o cuatro horas y durante las cuales nos contaríamos
que tal nos había ido la semana. Al principio decidimos quedar en
Abrantes y luego continuar alfabéticamente, hasta agotar todas las
paradas de metro, pero pronto decidimos que sería más divertido y
estimulante que cada uno escogiese una estación un par de horas antes
de la hora de la cita.
Yo siempre tenía muchos chascarrillos que detallar, ya que dirijo la
sección de “Cartas al director” de una revista de publicación semanal,
aunque en los últimos tiempos, mis historias languidecían al
confrontarlas con las anécdotas que David protagonizaba de semana en
semana. Yo tenía la ligera impresión de ser el amigo que asiste impávido
a las aventuras de su viejo compañero de fatigas. No era extraño que
yo me sintiese como el viejo doctor Watson cuando veía y oía las mismas
cosas que Sherlock Holmes siendo por completo incapaz de transitar por
los lógicos caminos de la observación que su compañero de habitaciones
de Baker Street, y mucho menos llegar a las mismas conclusiones. Las
historias que a veces me contaba David rozan lo inverosímil y la
histeria, y de no haberse tratado de mi amigo, al cual conozco desde
hace muchos y buenos años, yo no hubiese creído ni una sola de las
palabras que me contaba.
Una vez me contó que lo habían seleccionado para un concurso
televisivo, uno de esos en los que varios aspirantes se juegan
conjuntamente una gran suma, y en el que se debe escoger entre cuatro
opciones que el presentador pone a disposición de los participantes.
Todos los concursantes jugaban en la misma partida, por turnos, y si
uno fallaba, entraba el siguiente, que automáticamente participaba con
la misma cantidad de dinero que había ganado el siguiente, aunque la
cifra total se veía reducida. Pues bien, David concursó en tercer lugar
y ya no abandonó el sillón hasta la última pregunta. Fue acertando
todas y cada una de las preguntas hasta que llegó a la pregunta final,
momento en el que decidió pasar y dejar el turno al siguiente rival,
que estupefacto, no lograba entender por qué David no se había
arriesgado a continuar. No tenía nada que perder y quince mil euros que
ganar. El nuevo concursante acertó la pregunta y se llevó el dinero.
Sin ir más lejos, la semana pasada me sorprendió con una revelación
que con gran esfuerzo he tenido que aceptar como verdadera, debido al
indiscutible peso de las pruebas. Pero no adelantemos acontecimientos.
Lo encontré a la salida de la boca de metro, como siempre. Su aspecto
estaba muy desatendido y apenas sí podía distinguirse a mi amigo de
entre las sucias y descuidadas vestimentas que llevaba. A pesar de hacer
un par de comentarios acerca de su apariencia, David no pareció darle
demasiada importancia y casi a empujones me introdujo en el primer bar
que encontramos. Nos dirigimos hacia una esquina, ocupando un par de
sillas alrededor de una mugrienta mesa, justo debajo de un enorme y
obsoleto aparato de televisión de unos trescientos años de antigüedad.
Ahora parecía prestarme algo más de atención que unos minutos antes,
pero no paraba de mirar a su alrededor, una y otra vez, con sus ojos
saltones e intranquilos. Finalmente se decidió a hablar.
Al fin comprendí cuál era el motivo de su extraño comportamiento y
de su negligente higiene personal, pues una vez sentados el uno frente
al otro, su terrible olor corporal parecía arremolinarse alrededor de
la mesa como uno más. Dejamos que la camarera nos tomara nota —por
primera vez en muchos años hicimos una comida juntos a base de ginebra y
cola en mi caso y de whisky sólo en el caso de David— y por fin me lo
dijo. No quiso darle un nombre concreto, pero aseguró poder predecir
acontecimientos futuros. Dijo que siempre había tenido extrañas
sensaciones, de esas que todos tenemos y que llamamos “deja-vu”, aunque
las suyas parecían ser extrañamente vívidas y reales. Entre copa y copa
me fue relatando toda clase de vaticinios, pronósticos y predicciones
que había hecho durante los últimos tiempos. Mi amigo me relató cómo
siempre había sido propenso a toda suerte de adivinación, aunque hasta
ese momento lo hubiese relacionado más bien con la suerte y el azar y no
con una especie de sentido extra, denominación que utilizamos desde
entonces. Así se explicaba ahora su asombrosa capacidad para ganar las
porras de los partidos, para prever siempre con pasmosa exactitud el
tiempo que haría en sus viajes —evitando así el engorroso equipaje de
más— e incluso comenzamos a pensar que tal vez su nueva capacidad
pudiese estar detrás de su extraordinario ojo para escoger siempre el
más delicioso de los pinchos, el más fresco de los vinos y la más
sabrosa de las mujeres, si se me lo permite.
Durante las casi dos horas que duró su intervención yo me limité a
asentir educadamente cada cierto tiempo, tratando de no interrumpir su
disertación. David supo apreciar mi postura en un segundo plano, y
cuando hubo terminado, debió ver mi semblante cubierto por una nube de
escepticismo, lo cual supo transmitirme con exquisito tacto. Yo le
comenté que le creía, es decir, que pensaba que lo que él creía era
cierto. Ahora bien, que yo creyera que de buenas a primeras David había
sido ungido con el don de la adivinación y la clarividencia distaba
ciertamente de lo que estaba dispuesto a aceptar. Él sabía que yo
reaccionaría así, y se propuso revelarme tres hechos que, según he
tenido que concederle, no eran susceptibles de ser adivinados
fácilmente, y que según David, ocurrirían en los próximos días. Me habló
de unas terribles inundaciones en el sur de España, de la dimisión de
un alto cargo político de la capital y de la victoria deportiva de un
equipo por el que nadie apostaría ni un sólo céntimo. Tras formular
estas predicciones se despidió de mi hasta la semana siguiente.
Jamás he vuelto a ver a mi amigo. Ustedes no van a creerme si les
digo que lo que David había vaticinado acabó por cumplirse. Tal vez
crean que en lo tocante al equipo desahuciado es muy posible que
alguien lo haya podido prever, y que incluso haya apostado a su favor,
para sacarse un dinerillo. Yo también lo creo así. Ahora bien, ¿cómo
podemos explicarnos que haya predicho la dimisión de un alto cargo de
la política madrileña y unas inundaciones en el sur de España? Ustedes
conocen tan bien como yo la respuesta. No podemos explicarlo. Aunque
tal vez pueda servirnos de ayuda lo que me resta por contarles.
Me enteré de la muerte de David por una misiva dirigida a la sección
“Cartas al Director” de una conocida revista semanal, de la cual soy
el máximo responsable, y de la que ya les he hablado. En realidad no me
enteré de la muerte de mi amigo a través de la mencionada epístola,
sino que en ella se me adelantaba el funesto acontecimiento. La carta
no venía firmada y por no venir, ni siquiera había llegado a mi por los
canales habituales. Simplemente apareció un buen día sobre mi
escritorio. Fue inútil interrogar a mis subordinados. Nadie tenía ni la
más remota idea de cómo había llegado el pliego a mi mesa. Como digo,
en ella se me daba a conocer (con macabra antelación) la muerte de mi
amigo.
El tono de la carta daba a entender que había sido redactada por una
mujer carente de cultura y educación, a juzgar por el lamentable
lenguaje y la deficiente escritura de la misma. En síntesis pregonaba
mi amistad con el difunto, que le había sido referida a la mujer por
nuestro común amigo. La señora decíase conocedora no sólo de la
buenaventura de David sino de la mía propia, y solicitaba mis
servicios, que deberían consistir en devolverle cierto colgante que
ella misma le había regalado a David. Me sugería —aunque noté cierto
ímpetu taxativo en sus palabras— que no tocase el amuleto con mis
propias manos, ya que era muy antiguo y delicado, y que me sirviese de
un paño o guante para introducirlo en la caja de madera que a buen
seguro encontraría junto al colgante. Aseguró que David moriría en
cuanto yo terminase de leer la carta y se citaba conmigo unos días
después, en un concurrido acceso del más famoso de los parques locales.
Inmediatamente descolgué el teléfono y llamé a mi amigo. No obtuve
respuesta al llamar a su casa así que lo intenté con el teléfono móvil.
Mi ansiedad iba in crescendo y al terminar los siete u ocho tonos de
llamada, mi corazón latía desbocado. Abandoné mi despacho a toda prisa,
con la gabardina en una mano y la carta de la vieja agorera en la
otra. Al abrirse las puertas del ascensor mi sorpresa fue mayúscula,
pues mi mano derecha sólo sostenía un doblado y amarillento papel en
blanco.
EPILOGO
Después del funeral de mi amigo David me las ingenié para acompañar a
su viuda a casa, y con un absurdo pretexto, mientras ella me preparaba
una taza de té, sustraje del estudio de mi difunto compañero una
pequeña caja de madera, que todavía reposa en mis temblorosas manos. He
intentado reunir las fuerzas necesarias que me permitan vencer el
terror que ahora mismo experimento hacia este pequeño trozo de madera.
Llevo dos días sin dormir y hoy por fin me he decidido a abrir la caja.
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