sábado, 6 de octubre de 2012

LA BIBLIOTECA DE DON EDUARDO

Inspirado en "Mezclado, no agitado", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/AYoTxkpr

UNO

Recuerdo perfectamente que sucedió en el mes de Octubre, aunque ignoro el año. Yo debía de tener unos doce o trece años y por aquel entonces estaba internado en uno de los muchos colegios que el Estado tenía concertados con la curia. He olvidado si se trataba de un colegio de maristas, dominicos, de hermanitas descalzas o de cualquier otra casa de putas, eso me trae sin cuidado ahora mismo. Lo único relevante del tema es que yo me pasaba los años más dulces de mi infancia en esa maldita prisión del alma, en ese turbio desierto de la imaginación y, aunque ahora mire atrás con cierta indiferencia y sin animadversión, lo cierto es que de pequeño pensaba para mis adentros que bien se los podía haber llevado el diablo a todos. Especialmente al hermano Juan.

Mi padre murió en extrañas circunstancias unos dos años antes y al poco tiempo mi madre rehizo su vida al lado de un caballero llamado don Eduardo Tristán, que había hecho fortuna trabajando codo con codo con mi difunto padre. Mi hermana era unos cuantos años mayor que yo y pronto fue cortejada por el hijo de un millonario, que la desposó y se la llevó muy lejos de la casa familiar. En cuanto a mi, Florian, heredé sin más pudor el apellido de mi padre postizo. He de ser justo con don Eduardo —nunca se me ha ocurrido dirigirme a él como padrastro, y mucho menos como padre o papá— y reconocerlo como un gran caballero y un buen tutor, a pesar de los pesares. Yo no ignoraba que suya había sido la idea de internarme en ese mugriento colegio, pero el viejo (tendría unos diez o doce años más que mi padre y quince más que mi madre) era lo que se dice un tío con un par. Y bien puestos que los tenía.

Veréis, yo me pasé casi todo el primer año de internado en una continua guerra encubierta con el hermano Juan. A mi no me caía bien y resultaba obvio que yo a él tampoco y, aunque procuraba no darle muchas razones para espolear su antipatía hacia mi, siempre se las arreglaba para castigarme por esta u otra chiquillada. Me tenía frito, la verdad, pero nunca dí muestras de desfallecer y jamás he tratado de socavar ayuda ajena ni anexionar a nadie a mi causa, pues era para mi todo un reto enfrentarme al infame cura. Aquella tarde de Octubre fue cuando el hermano Juan me pilló leyendo a escondidas una novela prohibida. No creáis que existía una lista con dos tipos de novelas, por un lado las permitidas y por otro lado las vedadas. Ni mucho menos. Todas las novelas estaban prohibidas, vaya usted a saber el porqué, aunque en este caso resulta obvio el motivo de la prohibición, ya que se trataba de «La piel del tambor», de Arturo Pérez-Reverte. Yo me sentía tan atraído por Macarena como por el padre Quart, al que deseaba tener como maestro y no al cenizo del hermano Juan.

Los internos que vivíamos relativamente cerca del colegio teníamos la oportunidad de pasar los largos fines de semana en casa, y recuerdo bien que aquel año la festividad de la Hispanidad nos permitió unas pequeñas vacaciones de cuatro días. El hermano Juan se había molestado en acompañarme a casa aquella tarde de miércoles y pretendía poner a don Eduardo al corriente de mis díscolas lecturas, apuntándose así un tanto en el marcador de nuestra particular guerra sucia. Subimos al piso de arriba y encontramos a mi padrastro en su estudio. El religioso mostró a don Eduardo la novela que me había requisado y, con un repulsivo gesto triunfal que pausadamente dirigió hacia mí, pareció invitar allí mismo a que mi tutor me azotara. O a que me meara encima; no pude escrutar bien esa nauseabunda mirada. El caso es que mi padrastro se portó cojonudamente aquel día de Octubre y quiso dejarle dos cosas muy claras al hermano Juan. En primer lugar le dijo que la novela era suya y no mía, así que más valía que se la devolviese. En segundo lugar le comunicó muy tranquilamente, como si le estuviese diciendo al peluquero cómo deseaba el corte de pelo, que volvería a prestármela, pues el estar internado en un colegio religioso no era motivo suficiente para que yo hiciera la vista gorda al resto del mundo. Eso era cosa de los curas, no de su hijo.

El hermano Juan no pareció encajar muy bien la reacción de don Eduardo y pronto se enzarzaron en una pequeña disputa. Mi madre solía descansar en una habitación contigua, aquejada de terribles jaquecas que la asediaban día y noche, aunque había aprendido a convivir con ellas. Mi padrastro no lo ignoraba y tomó del brazo al hermano Juan y se lo llevó escaleras abajo, sacándolo al jardín. Me dejó así el camino libre para introducirme en su estudio, en el que nunca había estado a solas. A través de las ventanas podía oírlos discutir más nítidamente y, con mi madre seguramente recostada, no corría peligro de que me descubrieran.

La disposición del estudio era ligeramente distinta que en tiempos de mi padre, que sólo estaba interesado en tratados navales. En cambio, la biblioteca de don Eduardo era mucho más amplia, aunque todos los volúmenes parecían iguales, como si sólo se tratase de cientos de tomos idénticos de una misma enciclopedia, tal y como sucede con los libros de contabilidad. No andaba descaminado en mis reflexiones, pues tomando un libro cualquiera pude ver que se trataba de una especie de diario, aunque no del todo escrito del modo usual. Lo hojeé distraídamente durante un rato, deteniéndome cada poco tiempo a escuchar una discusión que pronto dejaría paso al insulto limpio. Pude comprobar que las anotaciones que contenía el volumen que sostenía en mis manos databan de unos cinco años atrás, así que decidí coger uno más reciente.

El siguiente tomo que cogí en mis manos estaba lleno de anotaciones en color rojo —el resto del volumen y el anterior estaba escrito con tinta negra— y todas ellas llevaban consigo una fecha. Me detuve un instante para leer una en concreto y topé con el nombre de un hombre que había muerto en la fábrica de mi padre, en tiempos en los que don Eduardo aún no era su socio. Yo había oído contar su triste historia cientos de veces. Al parecer el mecanismo de una máquina se había trabado, el hombre había intentado desatascar el engranaje y la máquina se lo había tragado, destrozándolo. Tuvieron que enterrarlo en efigie, poco menos, al estilo de los pocos afortunados que el Santo Oficio quemaba en rebeldía, al no poder chamuscar in situ.

Continué pasando las hojas y me aterró ver escrito el nombre de mi padre. Una de las anotaciones hechas en color rojo correspondía a la fecha en que había muerto, y justo debajo figuraba el nombre de mi padre, «K. Friedel». A su lado sólo podía leerse una escueta nota, «Muerto en extrañas circunstancias». Dejé el volumen en su sitio y me dirigí hacia el tomo que reposaba sobre la mesa de roble de mi padrastro, abierto por la mitad, y aterrado pude comprobar que los más recientes registros relataban con todo lujo de detalle cómo el hermano Juan me había descubierto leyendo «La piel del tambor» y, más impactante aún, daba cuenta de las palabras exactas que mi padre y el cura se habían dirigido.

Aunque eso no fue nada comparado con lo que leí a continuación,  que perforó la cubierta de mi sentido común, haciéndolo explosionar con una ensordecedora detonación. Don Eduardo había descrito con cirujana precisión mi intromisión en su despacho, hojeando inocentemente varios de los volúmenes, encontrando finalmente el que se refería a mi padre, así como al inconcluso volumen. De repente me percaté de que ya no escuchaba discutir a nadie en el jardín y comprendí que debía abandonar cuanto antes el estudio, aunque durante una fracción de segundo dudé si continuar leyendo las últimas anotaciones del diario. Decidí que mi integridad física era más importante y abandoné a toda velocidad la estancia, jurando volver.



DOS

Han pasado dos meses desde que me he introducido furtivamente en el despacho de mi padre y aunque no he vuelto a verlo, debo esperar de él que su actitud hacia mí haya cambiado. La mía ha cambiado mucho, a pesar de no entender muy bien qué significa todo lo que he podido ver y leer en su despacho. No ha dejado de enviarme libros al internado, y ahora, además de terminar «La piel del tambor», he leído también «El Club Dumas» y «La tabla de Flandes», que me han encantado. Don Eduardo me ha hecho llegar otros libros pero no los he disfrutado tanto, aunque hay uno por encima de todos que me ha dejado fascinado. Se trata de..., bueno, creo que me estoy distanciando un poco del hilo argumental de la historia que he venido a contarle. Lo cierto es que desde aquella tarde de Octubre me siento mucho más disperso que de costumbre. Perdone usted el paréntesis. Sigamos con lo que he venido a relatarle.

Decía que no he vuelto a casa desde hace dos meses y, aprovechando el puente de la Constitución, he regresado por unos días. En casa sólo he encontrado a mi madre. Don Eduardo se ha ausentado unos días del hogar. No se lo había dicho hasta ahora, pero se ha metido en política y un nuevo partido ha solicitado su presencia en la capital. Tengo entendido que volverá mañana, así que tengo el firme propósito de volver a su despacho en busca de su siniestro diario. Creo que mi madre guarda una copia de las llaves de todas las cerraduras de la casa, y mi intención es franquear el estudio de don Eduardo mientras mi madre se echa en sus habitaciones, intentando aplacar la migraña vespertina.

Finalmente entro en la funesta habitación en la que pasa el tiempo mi padrastro. Nada hay sobre el escritorio así que recorro con la vista los estantes en donde descansa el último volumen de la macabra enciclopedia de don Eduardo. Lo extraigo despacio de su lugar de reposo y lo deposito suavemente, con una especie de caricia, en la desierta mesa de roble. No pierdo el tiempo y lo abro por la última página escrita. Lo estudio detenidamente y reconozco al instante que la penúltima entrada relata su marcha a la capital, mi vuelta a la casa y una nueva intromisión en su feudo privado.

Ya no me dejo sorprender, aunque no puedo evitar inquietarme al leer la última de las anotaciones hechas por mi padrastro. Está escrita con tinta roja y mi nombre figura en ella, «F. Tristán». Junto a mi nombre asiste impasible la fecha del día de hoy y la tétrica inscripción «Muerto en extrañas circunstancias». Permanezco impávido durante un largo instante, tras el cual decido actuar. Extraigo una pequeña navaja del bolsillo de mi chaqueta y recogo la manga de la camisa. Inmediatamente me practico un corte no demasiado profundo, con la esperanza de que todo acabe lo antes posible.


EPILOGO

El doctor Etxeberría terminó de leer el relato en silencio. Sus ojos buscaron las frías e inexpresivas retinas de Florian y éstas se le clavaron como dos trozos de pedernal. El facultativo dejó sobre su mesa el relato que el muchacho había escrito la noche anterior. Se quitó los anteojos y se dirigió al chico.

—Florian, hijo. Es una historia muy bonita, pero difícil de creer.

—Lo sé, señor. Por eso se la he enseñado a usted. Nadie más la ha leído.

—Entiendo —el gesto receloso del doctor no pasaba inadvertido para Florian—. Aunque no comprendo cómo es posible que, bueno, que...

El joven que el doctor Etxeberría tenía delante era muy espabilado y el matasanos no sabía si abordar directamente ciertas cuestiones sobre la imaginación del muchacho. Florian no le dio demasiado tiempo para pensarlo.

—¿Que siga vivo? ¿Es eso lo que no entiende, doctor?

—Es muy sencillo —continuó relatando el joven Florian—. Saqué mi navaja y me hice un corte, no muy profundo. Con la punta de la hoja humedecida en mi propia sangre completé mi nombre, «F. Tristán», con una rayita horizontal, convirtiéndolo en el nombre de mi propio padrastro, «E. Tristán».

2 comentarios:

  1. Este relato me ha gustado mucho, el no saber qué va a ocurrir hasta que ocurre es algo que hace que no pare de leer. Estoy impaciente por que vengas a visitar nuestro club, pues soy una aficionada a la lectura y la escritura y espero aprender sobre ambos temas cuando vengas.

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  2. Muchas gracias, Laura. Sólo espero estar a la altura de las circunstancias, jejejejejeje. A ver si no os aburro demasiado... Un abrazo.

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