jueves, 5 de julio de 2012

EL MARTILLO DE ORO


(Ilustración: David Ribas)



UNO

El martillo descansaba ya entre las sábanas y toallas, planchadas y pulcramente dobladas. Se dirigió a la cocina y se preparó un sándwich de pavo, lechuga, tomate y mahonesa y abrió una botella de vino. Se sirvió una copa y cenó frente al televisor. Comió sin ganas, despacio, intentando saborear la insípida carne. Cuando hubo terminado fregó el plato y lavó la copa. Se cepilló los dientes y se metió en cama. Pronto se quedó dormido, aunque su sueño sólo duró un par de horas. 

Se despertó de madrugada, con la misma y extraña resolución que lo había hecho despertarse a la orilla de aquel río, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! El Molbo. Tenía la impresión de que habían nacido y muerto varios siglos desde entonces. En realidad no recordaba cuánto tiempo había transcurrido, aunque le daba lo mismo. El tiempo nunca se deslizaba con la misma rapidez. En aquella ocasión había dispuesto de meses, incluso años, entre un derribo y otro. Pero los tiempos habían cambiado. Ahora apenas transcurrían unas pocas semanas entre una demolición y otra, síntoma inequívoco de que el trabajo estaba llegando a su fin.

Se dio una ducha y se puso su camiseta de la pantera rosa y unos viejos y raídos vaqueros, los más cómodos. Se ató sus deportivas nuevas y metió un par de calcetines y calzoncillos en una pequeña mochila. Preparó unos cuantos sándwiches para el camino y metió un par de botellas de agua en el zurrón. Se pasó la mochila por detrás del hombro derecho y tiró de la puerta de su casa. Dejó la llave puesta por fuera, con todo el llavero colgando, tal vez alguien pudiera necesitar vivir en la casa que él jamás volvería a ver.

Caminó durante unos cuarenta y cinco minutos, atento como siempre a las señales. Muy de cuando en vez los indicios eran más y más nítidos, y debía agudizar sus sentidos si no quería desviarse demasiado del punto establecido. Siguió caminando durante media hora y al fin encontró lo que andaba buscando. Un muchacho de unos trece años, de gesto cetrino, aporreaba incansablemente un muro de adobe de unos dos metros de altura, que se extendía a lo largo de unos setenta u ochenta metros, más allá de las oscuras brumas que se confundían con las extrañas sombras que proyectaba una vieja y descolorida farola de muelle.

—Nunca podrás derribarlo tú solo, y mucho menos con ese juguete —le dijo al mulato muchacho, que ahora lo miraba con suspicacia—. Tal vez me dejes intentarlo a mí.

—Tío, ¿quién cojones eres? ¿Y qué mierda haces aquí? Verás como…

Ignorando la vehemente verbosidad del chico comenzó a rebuscar en su mochila, que ahora descansaba a sus pies. Extrajo finalmente el dorado mazo y enarcó sus cejas en un delicado pero severo gesto. El chico retrocedió dos pasos, con la boca abierta y repentinamente mudo.

Con un par de martillazos hizo más daño del que podría haber hecho el moreno muchacho durante toda la noche, abriendo dos enormes boquetes en un muro de ladrillo que ahora parecía querer venirse abajo con pasmosa facilidad. Le hicieron falta no obstante unos cuantos martillazos más. El dorado martillo arrancaba increíbles destellos a la oscura noche, y con cada descarga, el hombre ganaba no menos de tres o cuatro kilogramos de escombro a un muro que rápidamente adelgazaba al mismo ritmo que lo hubieran hecho las jóvenes pupilas de una loca profesora de baile.




 El muro cedió. No quedó piedra sobre piedra y, aunque los escombros no levantaban más de medio palmo de altura, el muro ya no estaba allí. Como si el dorado mazo se lo hubiera comido, o como si el sólo contacto del adobe con el precioso martillo hubiera hecho que la gran mayoría del muro desapareciera por arte de magia, quién sabe si vagaría ahora por alguna otra dimensión. Cuando hubo terminado metió de nuevo la preciosa herramienta entre los enseres de su mochila, que no había sufrido ni el menor de los arañazos. Se dirigió al chico, que había permanecido callado y perplejo durante todo el derribo, y con un murmullo se despidió de él, atravesando la imaginaria línea sobre la que había reposado el muro.

DOS

Cada vez que atravesaba el lugar en dónde anteriormente se había erguido un muro tenía la misma sensación de vacío. Sabía por su propia experiencia que jamás volvería al lugar en dónde se había levantado la anterior pared, y que cada vez eran menos los muros que todavía quedaban por derribar. Eso lo consoló. Su trabajo estaba cada vez más cerca de concluir y tal vez alguien, en algún lugar, estuviese dispuesto a explicarle el sentido de su cometido, un cometido que había desempeñado durante demasiado tiempo, y que lo había privado de todas y cada una de las emociones que veía en sus semejantes. ¿Semejantes? ¿Acaso él era igual que el resto de la gente? Por supuesto que no.

En el transcurso de un par de semanas no logró acertar a vislumbrar absolutamente ni una sola señal, ni un solo indicio que indicase la situación de su siguiente trabajo, aunque se mantuvo siempre ojo avizor. Comenzó sin embargo a buscarse un lugar en dónde poder resguardarse de las inclemencias del tiempo, pues aunque los sentimientos y relaciones humanas le eran extraños, la inflexibilidad de los fenómenos meteorológicos le dejaba entrever, muy a las claras, que tal vez lo separasen de éstos no más que unas pocas y caprichosas peculiaridades. 

Durante una de sus caminatas de reconocimiento se topó, por pura casualidad, con el siguiente muro que debería sucumbir a su dorado y pesado martillo. Una escuálida mujer, de aspecto desvalido, trataba inútilmente de arañarlo con un punzón, tratando quizás de dejar un mensaje reivindicativo. Era la primera vez que hallaba el emplazamiento de su siguiente misión sin haber seguido previamente ningún rastro. Su naturaleza le impidió entretenerse a meditar acerca de las posibles implicaciones o sobre su significancia y, sin demora, enseguida extrajo de nuevo su áureo martillo. Una vez más, y con los atónitos ojos de su fortuita compañera como único testigo, se dispuso a derribar a golpes el muro que reposaba delante de él. Como de costumbre, el muro pareció desaparecer ajo las acometidas de su preciosa herramienta, para finalmente desaparecer y no dejar más evidencia de su existencia que unas pocas piedras amontonadas, bajo una espesa nube de polvo, dispersa en el justo instante en que nuestro hombre franqueaba el extinto muro.

TRES

Los días dieron paso a las semanas, las semanas dieron paso a los meses y, ¿acaso los meses no dieron paso a los años? Lo hicieron, aunque ya hemos dicho que el transcurso del tiempo es traicionero, y su discurrir es a veces engañoso, y mucho más para un hombre cuya desazón le impide gozar de los vínculos que la tierra, el hombre y los animales le ofrecen. Durante todo este tiempo nuevos muros fueron sucumbiendo a los golpes de su martillo, alzándose unas veces para socorrer a hombres pobres y otras veces a mujeres ricas. Unas veces a hombres negros y otras veces a hombres blancos, aunque no demasiadas. 

Uno por uno todos y cada uno de los muros levantados por los hombres fue cayendo, hasta que sólo uno de ellos, el más vergonzoso y vil de todos los muros quedó en pie. Este último muro no sólo gozaba de los más recios y poderosos cimientos, sino que no eran pocos los que se cuidaban de que ningún hombre, mujer o niño tratase si quiera de arañarlo. Cualquier intento de demolición era castigado con la muerte; cualquier simple acercamiento era severamente castigado. Representaba este último muro todos y cada uno de los miedos y sombras que acechan día a día el espíritu de los hombres.

No pudo sin embargo resistir el último muro el envite del dorado martillo que golpe a golpe, en un memorable asalto, logró derribar tras el más feroz de los combates que hasta la fecha había protagonizado, vaciándose en el transcurso del mismo. Una vez más, y tras demoler el postrero tabique, el hombre del martillo dorado cruzó una vez más, la última, la invisible línea que había sustentado la realidad del ya extinto muro.

CUATRO

Siempre caminaba un poco tras haber echado abajo una muralla. Esta vez era diferente, pues no quedaban muros que ser derribados. Se dirigió al mar. Se sentó en la arena, al lado de unas piedras, y contempló la puesta de sol. Al poco rato arrojó el martillo al mar, que para su asombro, flotó. Se recostó, al tiempo que el sol buscaba cobijo al otro lado del horizonte. Siguió con la vista el bamboleo del martillo, que seguía flotando. Cuando el astro rey hubo privado al mundo de su luz directa, sintió cómo le fallaban las fuerzas y extendió todo su cuerpo sobre la sombría arena. Al mismo tiempo el martillo se hundía.

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