jueves, 6 de septiembre de 2012

MANOLO Y LA VALKIRIA (Y EL VERDEROL)


Inspirado en "Manolo y la valkiria", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/JdN0NTGL

No podía quitarle el ojo de encima. La escultural rubia descansaba sobre uno de sus costados, ofreciéndole los generosos senos, y aunque unas cien yardas separaban ambas embarcaciones, Manolo sabía que la valkiria interpretaba los sensuales movimientos de su sinfonía para él sólo. Permanecía incluso ajena a las atenciones que su acompañante le dispensaba, haciendo un grosero ademán al cóctel que el mancebo le ofrecía, como queriéndole decir «¡Pero hombre, déjame un poco tranquila! ¡No ves que le estoy enseñando las tetas al señor!».

Manolo se descojonaba en su fuero interno. «Será calzonazos el tío». Aunque él, Manolo Frutos Sánchez, también tenía lo suyo. Tenía bastante dónde rascar, como suele decirse. Y tanto que sí. Su mujer no sólo no estaba tan buena como la hermosa noruega, ¡qué va!, sino que la gruesa cintura y su volumétrica figura habían fagocitado todo el encanto y atractivo de los que había hecho gala en su juventud. No obstante  Rosa —que así se llamaba la respetable—, conservaba esa gracia sevillana que hacía de ella una mujer jovial y alegre, aunque totalmente carente de paciencia, a juicio del propio seguidor bético. En estas reflexiones se encontraba Manolo cuando volvió a recibir una reprimenda de su mujer.

—¡Quillooo! ¡Espabila, hombre! Que me estás echando crema en el pelo…

Manolo balbuceó una disculpa, siempre pendiente del embriagador vaivén de los senos de la valkiria. Rosa censuró de nuevo su actitud y le sugirió que echase un nuevo lance. Manolo le obedeció y, tras matar de un largo sorbo su caliente cerveza, recogió el sedal y puso un poco de caballa en el anzuelo. Largó distante el sedal y su vista se perdió en el manso Mediterráneo, imaginándose una vez más cómo serían al tacto esas bronceadas y generosas tetas.

Le fue bien la pesca. Logró capturar cinco peces en media hora. Ahora su mujer se estaba bañando en las tibias aguas de la cala mallorquín y Manolo recogía de nuevo el sedal, preñado con un hermoso verderol, tal vez demasiado grande para su especie. Al intentar retirar el anzuelo del pesado verderol tropezó con el cubo y fue trastabillando hasta el borde de la embarcación, arrojando involuntariamente por la borda el resto de la carnada. Manolo miró furioso al pescado. «Estarás contento», le espetó, intentando desembarazarse de la exasperación que lo embargaba. «Ha sido por tu culpa». Le respondió el verderol que lo sentía y le pidió perdón. Manolo aceptó sus disculpas y el pez le pidió un favor a Manolo.

La vikinga seguía a lo suyo, tostándose al sol. Mostraba ahora a Manolo su precioso culo en pompa, tan apetecible. Minutos antes se había quedado sola en la cubierta de la lancha, como solo estaba ahora Manolo, que oía trastear bajo sus pies a su inquieta señora, que seguramente se estaba cambiando. Era pudorosa la andaluza, no como la noruega, que enseñaba sus encantos a todo aquel que quisiera admirarse de ellos. En ese ambiente casi íntimo preguntó Manolo al verderol qué favor quería que le hiciese y qué podría el pescado darle a cambio. El verderol sólo pedía la libertad de su padre, cautivo en el cubo de Manolo.

A cambio prometía entregarle un pequeño tesoro, consistente en decenas de monedas de oro, procedentes de un pequeño bergantín hundido a pocas yardas de allí. El velero había partido de Cartagena cientos de años atrás, preñado de doblones de oro con destino a Génova. Los cañones de una embarcación morisca habían puesto fin a su viaje de forma prematura. Para dar fe de su historia el verderol regurgitó una verdosa y rancia moneda de oro, y prometió a Manolo muchas más como aquella. Manolo atendió a las razones que se le daban y liberó no sólo al padre del verderol, sino a todos y cada uno de los forzosos inquilinos de su cubo de pesca.

Finalmente el verderol también fue devuelto al agua y Manolo mantuvo la vista fija en la mar durante un buen rato, con el corazón henchido de esperanza. Pasaron los minutos e incluso habrían pasado las horas si Rosa no lo hubiera exhortado para que volviesen a tierra, al puerto de Palmanova. Manolo no supo inventarse una historia convincente que contarle a su mujer, que encerrara un pretexto que lo motivara a regresar al mar. «Vas a volver para recrearte en esa guarra, ¿no es verdad?». «Si no te vienes ahora mismo conmigo, no volverás a verme, Manolo. Te lo juro».

Manolo ignoró las palabras de su mujer. Rosa estaba segura de que Manolo volvería a hacerse a la mar para verle las tetas a la puerca nórdica, pero lo cierto es que Manolo nunca volvió a ver a Anneka, que así se llamaba la graciosa escandinava, como tampoco jamás volvió a ver al verderol, que resultó ser un embustero, pues ningún bergantín se había hundido en las proximidades de Palmanova. Manolo pronto descubriría que el doblón de oro no era más que una modesta aleación de latón, aunque nunca tendría la oportunidad de contárselo a su mujer, pues Rosa, a diferencia del verderol, sí tenía palabra.

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