Faltaba muy poco para el
amanecer y nadie transitaba todavía por las mojadas calles de
Boston. Entró por la puerta de atrás y se quitó el abrigo, unos
dos kilos más pesado que cuando se lo había puesto por la mañana;
dobló y guardó una capucha de poliester y sus viejos guantes de
cuero, lavó concienzudamente el sanguinolento cuchillo, y se fue
directamente a la cama. Durmió unas dos horas y a las nueve y media
fue despertado por la sirvienta, que como cada sábado se había ido
a pasar la noche con su novio, en el East End. Robert Brammer se tomó
dos huevos duros para desayunar, un par de tostadas de mermelada de
arándanos y una buena taza de café.
Dió la mañana libre a
Susan y se lió un apestoso cigarrillo que se fumó mientras bajaba
hacia el centro, por la bulliciosa calle Gloucester. Hacía muchos
años que odiaba esa marca de tabaco en concreto, pero le sentaba
bien después de haber comido los indigestos huevos que Susan le
preparaba a diario; la fuerza de la costumbre había aportado también
su granito de arena, así que continuaba fumando el asqueroso tabaco.
Las conversaciones de la multitud parecían mucho más atropelladas y
exaltadas que de costumbre, y salvo unas cuantas palabras sueltas,
por lo general carentes de sentido y con cierto tono de amargura, no
pudo entender absolutamente nada. Por fin llegó al 123 de Flak
Street.
En la puerta le estaba
esperando Seamus, el viejo pastor belga. Dejó que el cánido le
acompañase por las escaleras, y antes de que Robert se dispusiera a
tocar el timbre, una voz al otro lado de las escaleras atrajo su
atención. Mary estaba preparando la tierra para plantar unos bulbos
que le habían traído desde el viejo continente. Ella decía
continuamente que no echaba de menos Inglaterra, pero Robert era
mucho más observador de lo que Ewan pudiera serlo nunca, y los
tristes ojos de la mujer contaban una historia diferente.
Fue hacia ella y se
saludaron cordialmente, con menos efusividad que en otras ocasiones.
Su aventura se había terminado hacía mucho, mucho tiempo. Entraron
juntos en la casa y Mary, tras dejar sus herramientas en una pequeña
estancia justo al lado del recibidor, se lavó las manos mientras
informaba a su marido de la llegada de Robert. Los tres habían sido
siempre muy buenos amigos, e incluso después de la muerte de Irene,
los lazos que los unían se habían mantenido firmes y en su sitio.
Era su amistad sincera y deliciosamente afectuosa.
Después del almuerzo
Ewan y Robert se quedaron a solas mientras Mary preparaba el café.
Eran ingleses pero se habían adaptado al café con gran rapidez y
entusiasmo. Ewan aprovechó la ausencia de la mujer para poner al
corriente a Robert del suceso de la noche anterior, que esa mañana
parecía ser la comidilla de todo el mundo, con la excepción de
Robert y tal vez algún que otro despistado de la vida social de
Boston. Ewan le contó que esa mañana temprano, poco después del
amanecer, una chica había sido encontrada muerta, degollada por dos
finos tajos hechos posiblemente con un afilado cuchillo. Habían
extraído el riñón derecho de la víctima y desparramado sus
intestinos por todo el callejón en dónde Julia Writer había
encontrado su atroz final.
Cuando Mary entró con la
bandeja de las pastas y el café, advirtió de inmediato el cambio
que se había perfilado en el rostro de Robert. Ewan se lo había
contado, y a juzgar por la pálida expresión de su cara, no se había
ahorrado ni el menor de los detalles. Estaba furiosa, y no porque su
marido hubiese incumplido su palabra —lamentablemente, en los
últimos tiempos, lo hacía con quizás demasiada frecuencia—, sino
por lo trastornado que se veía Robert.
Durante la investigación
de la muerte de Annie Chapman y las otras cuatro prostitutas, Robert
se había visto acosado por la prensa y salpicado por la
investigación policial. Durante varios años tuvo que sufrir en el
domicilio familiar las idas y venidas de infinidad de agentes de la
ley, provocando el lamentable estado mental de su madre, que
finalmente había muerto, aquejada de una terrible fiebre. Una vez
absuelto y libre de toda sospecha, cedió a la presión de su padre y
se instaló en la hacienda que su viejo tío Milius tenía en Boston,
recibiendo para ello parte de su herencia por adelantado.
Varios años más
tarde el destino depararía a Robert el grato reencuentro con sus viejos amigos,
que acompañados de Irene y Peter Norton, se habían unido a él en el Nuevo
Mundo. Peter encontraría una prematura muerte a manos de Irene y, aunque nunca
se había podido demostrar nada, Robert siempre supo que ella se había librado
de Peter para poder estar con él, tal y como sugería el hecho de haberse casado
de nuevo sólo unos pocos meses después de haber enviudado. Hoy el viudo era él
y los viejos fantasmas de la persecución policial, la prensa y las habladurías
volvían de nuevo a su vida, y la larga sombra de Jack se cernía sobre su
apesadumbrado ánimo.
Dos nuevos
asesinatos fueron perpetrados en Boston en el escaso periodo de un mes, con las
mismas características que el que había acabado con la vida de la joven Julia
Writer, y por supuesto, de igual forma que se habían cometido los asesinatos de
la calle Whitechapel, en Londres. De nuevo la gente hablaba a espaldas de
Robert. Todos conocían el carácter afable del inmigrante inglés y pocos eran
los que no disfrutaban con su grata compañía, aunque una mayoría ignoraba cómo
se ganaba la vida, ya que, a pesar de haber disfrutado años de la generosa
parte de la herencia de su tío Milius, muchos creían que ésta se había
consumido ya. Niños y mayores eran tratados de forma exquisita por Robert, que
ahora veía como el recelo y la desconfianza se instalaban una vez más en sus
vecinos y conocidos.
La investigación
oficial no dio frutos y Robert nunca fue formalmente acusado por los
asesinatos, pero una investigación paralela, llevada a cabo por el sargento
David Jones, a raíz de unas declaraciones de Susan Fincher, arrojó algo de luz
sobre el caso del destripador de Boston, sobrenombre por el cual empezaba a
conocerse al responsable de las muertes de las jóvenes. Al parecer, en una
ocasión, Susan se había peleado con su novio un sábado por la tarde. Un
problema de celos, felizmente resuelto, según palabras de la sirvienta. El caso
es que esa noche la muchacha se había quedado a dormir en la hacienda de Robert
Brammer —siendo éste ajeno a los planes de Susan—, relatando al sargento Jones
cómo su patrón había vuelto a casa poco antes del amanecer, entrando por la
puerta trasera de la finca, con lo que le pareció un cuchillo en una mano y una
especie de capucha en la otra.
No tardó en
esclarecerse que Robert Brammer era el verdugo de una institución penitenciaria
de Weymouth, una localidad costera próxima a Boston. Brammer dijo haber
necesitado el cuchillo para quitar la vida de un moribundo perro atropellado
por su carruaje, y al parecer satisfizo la curiosidad del sargento Jones, que
le pidió disculpas con quizás demasiad efusividad, al tiempo que agradecía la
colaboración cuidadana de la señorita Fincher. Robert acogió con bondad las
disculpas del sargento y se mostró comprensivo con la actitud de Susan.
Lo que nunca llegó
a saber la opinión pública, ni pudo esclarecer investigación alguna, fue que la
misma enfermedad que había acabado con la madre de Robert Brammer, galopaba
ahora sin riendas por la sique de su hijo. La esquizofrenia que Robert sufría
había sido el silencioso cómplice que había tomado el mando de su voluntad, y
sería la misma que esa preciosa noche de octubre acabaría con la vida de Susan
Fincher, tras haberle seccionado el cuello, degollándola con dos finos tajos.
Eu penso que se tiñan que chamar Pepe, Manolo, María... e estar ambientado na Anzas ou algo así! Yanquicismos aparte gustame moito Luquiñas...eu pensei que era o asesino!
ResponderEliminarA ver Paula que non me entero!!
ResponderEliminarQuen pensaches que era o asesino????
Tomo nota da suxerencia dos nomes.
Eres un crak !! menuda imaginacion,esta genial,moi interesante, pero pobre susan nn? durou pouco, jeje. En serio esta moi ben.
ResponderEliminarHola, son unha das membras do club de lectura "O ourizo do monte" e este é a terceira entrada da lista de suxerencias que nos deron. As otras dúas que lin gustáronme, pero esta fixoo especialmente. E a túa maneira de escribir esta xenial. Admíroa, de verdade.
ResponderEliminarMoitas gracias, Laura. As túas palabras son moi amables, e me alegra moito que disfrutaras co relato. Para eso os escribo. Xa falaremos largo e tendido o próximo luns. Ata logo.
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