lunes, 26 de septiembre de 2011

SÁBANAS. SEGUNDA PARTE Y EPÍLOGO. VERSIÓN ALTERNATIVA


La señora Sullivan corrió frenéticamente hacia el rellano, empujó la entreabierta puerta y se lanzó escaleras abajo. Todo rastro de raciocinio o lucidez se había evaporado ya de su cabeza, y eran simples impulsos instintivos los que ahora atendían la tienda situada en lo alto de su cabeza. Se deslizó por las escaleras con más rapidez que las arcadas que asoman por la boca del estómago cuando uno se ha pasado toda la tarde comiendo pastel de carne. Había olvidado por completo que tal vez alguien podría estarla esperando, justo en el comienzo del jardín, en el preciso lugar en el que ahora se encontraba.

Se detuvo, dejó de correr y completó el tramo que la separaba de las sábanas caminando a buen ritmo, sin darse prisa pero sin concederse tampoco ninguna pausa o vacilación. Mientras caminaba pudo constatar que efectivamente las sábanas volvían a flotar ligeramente, dejándose llevar por el caótico vaivén en el que las corrientes de aire las sumergían. Cuando hubo llegado al pie de la mojada colada, el agua no era lo único que chorreaba. Un rastro de fresca sangre de vaca que ella nunca llegaría a identificar goteaba ahora formando un pequeño charco que empapaba la vegetación.

Recordó una conversación que tuvo con Amy Waters en tercero. «¿Por qué crees entonces que son verdes y no blancos?», había preguntado Amy. Lucy pensó durante un rato y sólo acertó a responder que tal vez eran verdes los que eran verdes y blancos los que eran blancos. Quizás los habría rojos y amarillos ella lo ignoraba. Creía en definitiva que los colores de las batas de los cirujanos los dictaba la moda, como todo lo demás. ¿Qué otra explicación podría haber? «Es por la sangre, so mema», había revelado Amy por fin. «Si fuesen blancos, el contraste con la sangre habría sido horrible, y a mucha gente le habría dado un patatús al despertarse y ver su sangre esparcida por toda la bata de un matasanos. El verde disimula bastante bien el color de la sangre, ¿sabes?». Puede que eso fuera cierto en los hospitales, con todas esas lámparas y bombillas arrojando su luz difusa por todas partes, pero allí, en su jardín de Nueva Inglaterra, el rojo carmesí de aquel ignoto y pastoso líquido parecía contrastar muy bien con el verde de su césped.
 
Sintió arcadas. Se obligó a si misma a seguir allí de pie, presentando batalla a las válvulas y cierres de su estómago, que amenazaban con abandonar el barco y echarse a los botes salvavidas. Resistió y pudo contener el vómito. Cuando el control sobre si misma se hubo restituido se irguió y se dispuso a examinar en detalle el manchado juego de sábanas. La caligrafía parecía distinta a las veces anteriores, aunque sólo estaba elucubrando. Lo que desde luego sí era nuevo de esta vuelta eran las pequeñas manchas de sangre que pudo distinguir sobre las esquinas de las sábanas. Parecía como si alguien las hubiera sujetado deliberadamente por los extremos.


 ¡De eso se trataba! Alguien había sostenido las sábanas cuando había comenzado la sonata para campanitas número diecinueve en la mayor de Lucy Sullivan. Así que no lo había pillado por poco. Desde el salón no pudo haber visto al responsable porque éste se había escondido tras las sábanas. Pensó que si tal vez el frustrado pintor de basílicas había permanecido escondido mientras ella observaba las inmóviles sábanas, había tenido que huir precisamente cuando ella bajaba por las escaleras. Por tanto, debía haber todavía un rastro que delatase su presencia justo dónde ella se encontraba. Este reciente hallazgo detonó una explosión de júbilo y despreocupación en lo más profundo de su ánimo y sintió cómo las fuerzas volvían a ella. «No volváis a dejarme», pensó.

Comenzó a buscar alrededor de sus pies, de adentro a afuera y en espiral. La pista que andaba buscando no tardó en aparecer; se trataba de unas pisadas en la hierba, justo al lado de uno de los bordes de la sábana. Junto al hundido césped había unas ligeras manchas que sólo pudo contemplar bien al agacharse, pero que resultaban evidentes. Había gotas de sangre dentro de varias de las pisadas que logró identificar, lo cual demostraba que la persona que había estado jugando con sus sábanas las había pisado después de que cayera la sangre al césped.

Sólo unos metros bastaron para señalarle la dirección que había tomado el mezquino responsable de sus crispados nervios. Todo parecía indicar que se había dirigido hacia la casa de Philip y Sarah Pennyman. Sin embargo, lo que no tuvo tiempo a comprobar fue que las pisadas de ida habían traído también al misterioso pintor desde casa de los Pennyman, pero los sollozos de Terry la habían alejado para siempre de llegar a semejante conclusión. Se había hecho daño no sabía muy bien con qué, y aunque las explicaciones de Terry resultaron poco convincentes y esclarecedoras, pensó que tal vez por hoy había tenido bastante, y que estaba bien dejarlo por el momento.

Esa noche creyó haber resuelto el misterio. Philip Pennyman. Philip o Sarah Pennyman. Uno de los dos era el responsable. De eso parecía estar segura. Era poco creíble que alguien hubiese estado utilizando el jardín de sus vecinos para iniciar sus incursiones en el suyo propio sin que éstos, o al menos uno de los dos, no se hubieran dado cuenta. A menos claro que ambos estuviesen metidos en esto hasta las rodillas. Tal vez se habían estado turnando para llevar a cabo el ritual de los mensajitos, y no pudo evitar pensar que tal vez eso era amor, en una variante muy retorcida, desde luego, pero amor al fin y al cabo. Siguió con sus cavilaciones un rato más y por fin se quedó dormida.

Al día siguiente quiso llevar a Terry a la consulta del doctor Stevens para asegurarse de que no era importante que lo que le había ocurrido al chico el día anterior. El muchacho pareció haber olvidado que la había llamado a gritos, asegurando que se encontraba bien y que quería seguir con su colección de mariposas. Tras comprobar que el chico parecía estar ciertamente sano como una lechuga, le dio un beso tierno sobre le mejilla izquierda y dejó que se fuera a jugar al arroyo. Nada reseñable ocurrió ese día y Lucy Sullivan disfrutó de un agradable y apacible final de semana que no volvería a disfrutar durante mucho, mucho tiempo.

La nueva semana trajo consigo un ligero descenso de las temperaturas, y aunque el clima en esa parte del estado era bastante cambiante por esas fechas, Lucy no pudo evitar mostrar cierto pesar por el mal tiempo que se avecinaba. El verano era lo bastante aburrido sin su marido como para tener que soportar encima las inclemencias del tiempo. Se resignó y quiso aprovechar el que posiblemente sería el único día de la semana que no llovería, así que volvió a tender una nueva colada, antes de que se pusiera a llover durante los próximos días. Esa tarde Mike y ella pasarían la tarde juntos, ya que los técnicos de mantenimiento estaban instalando la nueva maquinaria y el señor Phelam había liberado de la jornada vespertina a Mike y a sus compañeros de turno.
 
Al caer el sol Lucy escuchó el repicar de las campanitas, y sobresaltada abandonó la cómoda postura que hasta entonces había encontrado en el pecho de su marido. Rápidamente bajó las escaleras y esta vez el rojo carmesí del repetitivo mensaje se hallaba escrito en las sábanas del muchacho. Miró furiosamente hacia el jardín de su vecino y no pudo encontrarlo. Siguió girando la cabeza y cerca del arroyo, al pie de un árbol pudo distinguir la silueta de su hijo, que suavemente rasgaba la línea del horizonte. Corrió hacia él apresuradamente, y al llegar a su lado, se agachó y lo abrazó fuertemente. Notó que al niño le faltaba la respiración y que luchaba incansablemente por recuperar el aliento, como si en lugar de haber estado apaciblemente sentado allí durante un buen rato, hubiese llegado junto al arroyo poco antes que ella.

Sus manos sostenían las del muchacho y lo aupó con delicadeza y con firmeza al mismo tiempo. No dijo nada y el muchacho pareció entender que se había hecho tarde y que su madre simplemente lo había ido a buscar para cenar. A medio camino el muchacho se soltó de la mano de su madre y corrió hacia la casa, con grácil paso. Al llegar al pie de la colada, Lucy sintió las manos pegajosas, se las miró y pudo ver cómo una sustancia carmesí, de densa consistencia se había adherido a ellas. Desgraciadamente pudo ver también como Philip Pennyman le obsequiaba con una de sus perturbadoras miradas. No hizo ni un solo gesto que pudiese delatar que le había prestado la menor atención. Giró sobre sus talones y entró en el garaje. Mientras se lavaba las manos pensó cómo había llegado a mancharse, y por muchas vueltas que le dio, siempre llegaba a la misma conclusión. Ella todavía no había tocado las sábanas cuando echó a correr al encuentro de Terry. Lo había abrazado. Lo había aupado. Había recorrido medio camino con el muchacho sosteniendo su mano, pero no había tocado las sábanas.


 El impacto en la mente de Lucy fue brutal. De repente todo su mundo estaba patas arriba; súbitamente tenía la sensación de que nada o nadie era real, de que ella misma debería estar seguramente loca de remate si pretendía creer que todo esto podía estar sucediendo de la forma en que se estaba desarrollando. «Las cosas son blancas o negras», se repetía una y otra vez. «Si es de día no puede ser de noche, y viceversa. No es posible que el Norte haya ganado la guerra y que ahora los blancos estén recogiendo el algodón de los negros». La mente de Lucy se encontraba en una encrucijada. Ahora más que nunca, luchaba una intestina batalla consigo misma que tal vez no podría ganar nunca.
 
Lucy Sullivan se mostró taciturna durante los días siguientes, descuidando sus tareas domésticas y llegando incluso a ignorar dónde o qué se encontraba haciendo Terry durante la mayor parte del día. Mike había vuelto al trabajo y ella y el muchacho se habían quedado solos, como había venido sucediendo durante todo el verano, y a la mujer se le hacía muy incómodo, a veces insoportable, compartir la misma habitación que el chico o sobrellevar incluso su propia presencia. Es por eso que volvió a dejarle comer en el salón, mientras veía la televisión, siempre y cuando no dijese nada a su padre. Terry así se lo había prometido, y aunque ahora mismo el muchacho formaba parte del saco de personas repugnantes que echaría a un río helado de Maine en invierno para ver cómo luchaban por evitar ahogarse, tenía la certeza de que el muchacho no hablaría. Que dios le perdonase, pero era cierto que había llegado a aborrecer al chico.

Aún con todo no pudo ni de lejos entrever su final. Este sobrevino varios días después, al mediodía de un soleado jueves. A Lucy Sullivan jamás se le habría ocurrido pensar que un día u otro tenía mejor o peor pinta para morir, pero de haber sido así, seguramente habría pensado que, en efecto, se trataba de un precioso día para morir. Mike se encontraba en el jardín, cortando leña. Pronto terminaría la época estival y una buena reserva de leña era indispensable para poder resistir el gélido invierno de Nueva Inglaterra y sus despiadados descensos de temperatura. Lucy había acabado de recoger los platos y los estaba fregando cuando oyó una vez más el estridente sonido de las campanitas. De haber comido en un restaurante chino esa misma mañana, Lucy habría recibido un mensaje muy parecido a éste en su galletita de la suerte: «Hoy de nuevo oirás las campanitas. Pero no temas, cariño. Serán las últimas.»

Bajó las escaleras gritando y chillando como nunca lo había hecho. Cuando llegó al pie de las sábanas, ni su marido ni el chico se hallaban cerca. Mike no había terminado su labor, había aún decenas de leños que estaban esperando ser descuartizados, y el hacha estaba clavada en un gran leño cortado por la mitad. Lo que si pudo encontrar fue de nuevo el carmesí mensaje escrito una vez más sobre sus pálidas sábanas. Al pie de las mismas, una bota de Mike se había quedado embarrada y se la había dejado atrás. Un poco de sangre había goteado desde la blancura mancillada de las sábanas hasta el empeine de su bota, silencioso testigo del viaje que Lucy estaba a punto de emprender. Ese último «Te Quiero» condujo a Lucy a locura y a su trágico final.

Subió lentamente las escaleras con la bota en sus manos, repasando mentalmente todo lo acontecido desde las últimas seis semanas. Contó las escaleras. Diecinueve. Mike y ella se habían casado un diecinueve de Junio, y un año y pocos meses después, en Octubre, había nacido Terry. Hoy era día diecisiete, pero se convenció a sí misma de que le resultaría imposible esperar. Lo haría hoy mismo. Dejó la bota perlada de sangre justo delante de la puerta del baño, cerró la puerta con llave y se abrió las venas con una cuchilla que su marido había estrenado esa misma mañana. Eso la reconfortó.






EPILOGO





Truman Boulder se había ido recostando poco a poco conforme escuchaba pacientemente y con cierto desinterés el relato de los acontecimientos. Ahora que había terminado, se dirigió a ella.

—Está bien señora Sullivan, ahora descanse. No se incorpore todavía, permanezca tumbada un rato más, si es tan amable —El doctor Boulder la volvió a mirar. Una extraña sensación de malestar recorría su espina dorsal—. Bien, puede levantarse ahora.

Lucy Sullivan comenzó lentamente a incorporarse. La cabeza le pesaba una tonelada y se sentía mareada. Un ligero zumbido se había instalado en su cabeza pero parecía irle bien. Finalmente adoptó una postura semi erguida y se sintió mejor. Por fin habló.

—Dígame, doctor Boulder, ¿estoy loca? —espetó con un sutil tono de reproche.

—Oh, no, querida. Usted no está loca —creyó mentir el facultativo—, sólo necesita un poco de ayuda, una puesta a punto, si me lo permite. Y creo conocer a quién puede proporcionársela.

Truman Boulder pulsó un botón e inmediatamente se accionó un mecanismo que descorrió una enorme cortina. Al otro lado de la misma, un diáfano cristal separaba la estancia de una pequeña sala de espera en la que pacientemente aguardaban Terry y Mike Sullivan. Lucy se puso de pie y miró al otro lado del cristal, pero no consiguió ver nada, de modo que se acercó un par de pasos e inclinó la cabeza, tras lo cual profirió un desgarrador grito que se introdujo en el cerebro del doctor Boulder como si un reactor hubiese despegado en sus propias narices.

—¡¡Dios mío, es él!! ¡¡Dios mío, no!! ¡¡Es él!! ¡¡Es él!!

—¡Tranquilícese, señora Sullivan! —corrió intentando asirla.

—¡Oh, no! ¡Es mi hijo! ¡Mi hijo Jamie!

4 comentarios:

  1. Gana a versión alternativa. Si, si, si, mellor esta.

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  2. Supoño que haberá de todo. Para gustos colores, aínda que esta era a versión que orixinalmente me dou Ana de Roque. Así o círculo queda cerrado co relato das Anas.

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  3. Me gusta el blog, pero no encuentro la opcion para suscribirme.

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  4. Mi querida Verónica, eres la primera persona que se molesta en pedir una suscripción. Aunque confieso que lo mio es escribir, te prometo que intentaré proporcionarte la opción de suscripción. Gracias, por cierto, por el comentario.

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