martes, 20 de septiembre de 2011

LA TRASTIENDA

(Relato escrito a modo de ejercicio como preparación de la "Wordslinger Moon", en Febrero de 2011. Tarde o temprano verá la luz un relato de largo aliento narrativo que se ha estado gestado desde entonces. Las ilustraciones corren a cargo del gran David Ribas.)

Pasaban quince minutos de las doce de la mañana cuando entró de golpe por la puerta de la tienda, haciendo tintinear los metálicos abalorios que colgaban sobre su cabeza, a la altura del marco de la puerta.

—Buenos días —dijo mientras se dirigía al pequeño mostrador de la tienda—, quizá pueda usted ayudarme.

—Eso espero —contestó el viejo y enclenque librero que había detrás de unas enormes gafas en proporción al tamaño del cráneo que las sostenía—, la verdad es que estoy aquí para eso mismo.

El viejo le recordaba al señor Davids, su profesor de teología egipcia de la Universidad. Había oído que durante la Segunda Gran Guerra se había alistado en los escuadrones itinerantes de los cuerpos de protección nazis. El bueno de Matt sin duda lo había hecho para poder ser destinado en Lybia, donde el tesoro de Juanito Valderrama se hallaba soterrado bajo las ruinas del palacio de la tercera dinastía de los moradores del desierto. Era una leyenda, pero sabía que Matt siempre había confiado en las viejas historias, y además tenía una corazonada.

—¿En qué podría ayudarle, señor…?

—Filaro, me llamo Rudin Filaro —respondió mientras dejaba que se evaporaran sus pensamientos, al mismo tiempo que tendía la mano al demacrado tendero—. Y usted es el señor…

—Mi nombre es Walther Dim, tanto gusto, señor Filaro —su apretón de manos era enérgico y eso gustaba a Rudin Filaro, un hombre con un buen apretón de manos le inspiraba mayor confianza que uno que no lo tuviera.

Al tiempo que estrechaba la mano de Rudin, el señor Dim pudo notar la cara seda de su camisa, así como el exquisito gusto que el señor Filaro había tenido a la hora de elegir sus preciosos gemelos, muy elegantes y masculinos. «Creo que podré sacar una buena tajada de este pardillo», pensó.

—Verá usted, señor Dim —comenzó a decir Rudin—, ando buscando una obra de cierto valor y me han dicho que la podría encontrar aquí —mintió al librero, pues a nadie conocía y con nadie mantenía relación.

—Usted dirá, ¿de qué se trata?

—Bueno, es que —pareció balbucear, aunque manteniendo una asombrosa y genial compostura—, verá usted, no estoy seguro de si…

—Puede usted hablar con toda la naturalidad del mundo —interrumpió el librero, mientras se aseguraba de que ningún curioso continuaba en la tienda—, a estas horas casi todo el mundo se ha ido ya a comer. Además entre semana la clientela no se prodiga haciéndome demasiadas visitas.

—De todas formas, y si a usted no le importa —dijo mientras le tendía un billete de 10 dólares—, y ya que no espera muchas visitas, tal vez podría usted echar el cerrojo a la puerta. Así me sentiría mucho más cómodo y a gusto —volvió a mentir.

—Está bien, en fin, como usted prefiera —dijo mientras apartaba de la vista del extraño los 10 dólares que tan amablemente le había tendido. «Este pardillo tal vez consiga que este mes me vayan bien las cosas», pareció pensar.

—Gracias, no sabe usted cuanto de lo agradezco —dijo mientras se apartaba del camino del librero, dejándole que con toda holgura echara el cerrojo y diera vuelta al cartel OPEN/CLOSED.


Echó un buen vistazo a la tienda, de no más de 30 m2, y pudo advertir que tal vez el viejo lo llevaría atrás, a la trastienda, ya que no le pareció haber distinguido gran cosa a la vista; las joyas de la corona no descansaban a ojos de los indecisos y fortuitos visitantes —la mayoría universitarios de los primeros cursos, se imaginaba— y mucho menos lo haría la obra que andaba buscando.

—Muy bien, señor Filaro, si es tan amable de acompañarme a la parte de atrás, quizá pueda ayudarle en lo que buenamente pueda —pareció mascullar entre dientes el tendero, mientras una vez más se frotaba mentalmente las manos, esperando poder sacar ventaja en su terreno, la trastienda.

—Mire usted —comenzó diciendo Rudin mientras declinaba con un gesto de su cabeza la oferta de asiento que le había ofrecido el tendero con una mano—, estoy realmente interesado en un cuaderno de notas de cierto valor, tanto monetario por supuesto, como simbólico.

—Bien, ¿de qué se trata?

—Estoy buscando el diario personal de Sir William Falcon —dijo secamente. Pudo advertir un ligero cambio en el semblante de Walther Dim, pero éste sin duda seguiría actuando como si nada.

—Lamento desconocer tal diario —embustió el tendero, que sabía muy bien de que estaba hablado Rudin—, no sé ni siquiera quien es el caballero que usted me ha mencionado.

—Oiga, señor Dim —sus palabras no mostraban ningún atisbo de impaciencia—, no juegue usted conmigo, pues sé muy bien que posee usted el diario.

—Le repito que no sé de qué me está usted hablando, es más, yo…

—Jack el Destripador, señor Dim. El diario pertenece a Jack el Destripador; o pertenecía, al menos. Ahora sé que lo tiene usted.

El rostro de Walther se había desencajado y no podría seguir manteniendo el papel de pobre viejo ignorante, Rudin no creía que le sentara bien. Durante un leve intervalo de tiempo, Walther advirtió que el rostro de Rudin no había mostrado ni el menor atisbo de expresividad en los últimos cinco minutos, justo cuando había entrado por la puerta de la tienda.

Luego de echar un parco vistazo a la trastienda, mientras dejaba tiempo a que los pensamientos de Walther se arremolinaran vertiginosamente, Rudin prosiguió diciendo:

—Escuche, Walther, sé perfectamente que no deseas desprenderte del diario, pero no me lo voy a llevar gratuitamente, pienso pagarte y muy bien.

—Suponiendo que obrara en mi poder el susodicho diario, no sería el dinero el que me moviese a venderlo, señor Filaro.

—Deje que le muestre algo, amigo —dijo el extraño mientras arqueaba una ceja y enreabría su boca, en un gesto que para nada tranquilizaba a Walther, que más bien lo interpretó como la puesta en escena de un loco chiflado.

Del bolsillo de su abrigo sacó un sobre del tamaño de una botella de cerveza, del cual Walther conocía de antemano su contenido.

—Señor Dim, puedo ofrecerle ahora mismo 200 000 $, y habrá más dinero para usted, una vez compruebe con mi gabinete la autenticidad del diario —volvió a mentir.

Durante un breve lapso de tiempo, que a Walther le parecieron eones interminables, su cabeza dejó volar su imaginación y fantaseó con toda esa cantidad de dinero, pensando en las caras de estupor —y de envidia, sobre todo envidia— que pondría la gente del barrio al verle a los mandos de su Mercury del ’58, con una neumática acompañante colgada de su bronceado cuello. Dejó de torturarse con sus ensoñaciones y volvió a dirigir la mirada hacia el señor Filaro.

—Es usted muy amable y muy generoso, señor, pero me temo que no  puedo vendérselo. Ni por un millón de dólares.

En cuanto hubo dicho sus últimas palabras, una extraña sensación le asaltó, seguida sin duda por la gélida mirada de su contertulio, que parecía mirarle ahora con una mezcla de desdén y desprecio.

—¿Va usted a matarme? —preguntó al fin.

—No sea usted ridículo. No voy a matarle, pero no me iré de esta tienda sin lo que he venido a buscar.

—Entiendo —su expresión resultaba ridícula e incluso graciosa—. Pero es que no sé…

—Es muy sencillo, Walther. En lugar de dinero, tendré que ofrecerte a cambio otra cosa, eso es todo.

—Sinceramente, señor Filaro, no veo que podría usted ofrecerme a cambio.

—Quizás te sorprenda, Walther —dijo al tiempo que metía su mano en la gabardina por segunda vez en esa misma mañana—, a lo mejor esto te hace cambiar de opinión.

Al mismo tiempo que entregaba al librero un pequeño volumen rústico, encuadernado con piel humana, echó mano a su espalda y acarició la sobaquera que ahora descansaba sobre sus riñones; dentro, la pistola del calibre ’45 que acabaría con la vida de Walther.

Walther echó un rápido vistazo al volumen y pudo constatar su autenticidad, era ni más ni menos que el tratado sobre vampirismo más antiguo del mundo, el Libro de Hoc. Durante interminables años había estado fantaseando con su existencia, y ahora, en el ocaso de su vida, lo tenía en las manos.


—Me parece que tiene usted en las manos algo que tal vez le interesa. ¿Puede por favor dejarme ver el diario secreto de Sir William? —preguntó Rudin al tiempo que  [teatreramente] daba un giro sobre sus talones que seguramente llenaría de confianza al decrépito librero.

—Por supuesto, aquí lo tiene.

El librero sacó de su viejo arcón un pequeño cuaderno de notas con aspecto de tener al menos un millón de años. Estaba tan mal conservado que el poco tacto con que Walther se lo ofreció casi sorprende y descoloca al señor Filaro —si tal cosa hubiera sido posible—, parecía que se desintegraría en sus manos.

Rudin bajó la vista para poder tomar el volumen que Walther le tendía, y ahora si, un brillo demencial colmó la órbita de sus ojos, dejando escapar un breve pero chirriante gemido.

—Muchas gracias, señor Dim, por fin mi búsqueda ha terminado —dijo mientras se hacía a su izquierda dejando espacio entre él y su acompañante, para poder descargar parte de la munición con la que esta misma mañana había recargado el arma.


Alzó la cabeza pero apenas tuvo tiempo de notar vacía la estancia a su derecha, mientras las uñas, garras más bien, de Walther se le hundían en el cuello, para luego desgarrarlo.

—Tiene usted razón, señor Filaro, por fin ha terminado la búsqueda. Por fin he recuperado mi manual —dijo al tiempo que el cuaderno de Sir William Falcon caía al suelo abriéndose por una página central. «Damero maldito» y «Palabras Cruzadas» era lo único que lograba distinguirse.

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