viernes, 23 de septiembre de 2011

SÁBANAS. SEGUNDA PARTE Y EPÍLOGO


SEGUNDA PARTE

La amenazadora conclusión a la que había llegado todavía la aturdía. Echó un último vistazo a las inmóviles sábanas, suplicando desesperadamente a un dios de bondad y de amor que las moviera por ella. Se conformaba con un ligero vaivén, aunque no le haría ascos a una suave brisa, algo que de forma casi imperceptible le ayudara a aferrarse al que parecía ser el último y recóndito escondite de la cordura de su mente. No sucedió nada.

Muy lentamente se incorporó —se había sentado sin percatarse siquiera de ello— y con gesto resignado salió del salón, bajando a continuación los diecinueve escalones que separaban la planta principal de la casa del sótano. Durante esos diecinueve escalones tuvo tiempo de serenarse un poco y reunir de nuevo todas las fuerzas que le restaban, que non eran demasiadas. Una vez se hubo encontrado cara a cara con la sábana que permanecía tendida delante de ella, alzó por fin la mirada y tuvo que contener un grito. Allí estaba. Una vez más encontró lo que andaba buscando, escrito en un rojo carmesí que a punto estuvo de lacerarle el cerebro. Quiso taparse la boca pero no llegó a tiempo y temió que Terry pudiese haberla oído. No fue así.

Su inmediata reacción fue golpear la sábana, en una mezcla de impotencia y desahogo. No le sorprendió lo que sucedió a continuación. Había cerrado ambos puños y sus antebrazos se mostraban ahora dispuestos para descargar el golpe, mientras sus brazos permanecían paralelos al suelo. Pero sus esfuerzos eran en vano. No podía moverse. Ahí estaba, de pie, con los brazos extendidos, dispuestos a descargar toda su ira contra una no tan impoluta sábana blanca y no era capaz ni siquiera de acercarse a menos de un palmo. La repentina inmovilidad hizo trizas su raciocinio y lo único lógico que acertó a pensar estaba relacionado con esos endiablados tebeos que leía su hijo, y que al parecer hablaban de telekinesia y de campos de fuerza que no podían ser franqueados por los mortales. 


«Ya ves, al final todos esos cuentos resultarán ser ciertos y terminarán por hacerse un hueco en nuestras vidas. Las reuniones de los domingos en casa de tía Martha no volverán a ser las mismas», rió ligeramente divertida. Comprobó que al dejar de pensar en las sábanas sus brazos se iban relajando poco a poco, mientras se iba separando paulatinamente de ellas. No tardó en cruzar por su cabeza la absurda idea de que las sábanas no dejarían que las maltratase y tendría que buscar su alivio en otra parte. Incapacitada para llevar a cabo su absurda venganza, y terriblemente frustrada, dio media vuelta y se fue por dónde había venido, con los nervios hechos añicos y la seguridad de que nunca más volvería a ser la misma.

El pavo sería lo único que acapararía toda la atención de Lucy Sullivan en lo que restaba de esa apacigua y tranquila mañana de verano. Terry desapareció por completo de su atenta vigilancia, ahora negligente. El muchacho estaba siendo bien educado y, como suele decirse, comenzaba a hacer acopio de bonitos y caros muebles que con el paso del tiempo iría aculando justo dos centímetros debajo de su preciosa cabellera. Más tarde ella llegaría a recordar ese día como el primer día en que había comenzado a distanciarse del chico.

 Mike Sullivan acostumbraba a llegar a casa un poco antes de la una y cuarto de la tarde y ese día no hizo una excepción. Terry caminaba junto a él y cargaba de buena gana con el pequeño bolso de su padre, cruzado sobre el pecho, y con su gorra de trabajo. Ambos parecían felices y recubiertos de una doble capa antioxidante que los protegía de las preocupaciones. Lucy pediría una de esas para Navidad.

El almuerzo transcurrió veloz, como de costumbre, y una vez dieron cuenta de un buen trozo de pavo cada uno, un poco de verdura y una buena porción de pastel —Terry tomó la más generosa de las tres, y habría repetido si le hubiesen dejado— Mike abrió la ventana del salón para no impregnar la casa con el humo de su pipa. El aroma del tabaco que Mike Sullivan fumaba era particularmente denso, con infinidad de fragancias que lo hacían delicioso e insoportable a un mismo tiempo, y que a muy pocas personas dejaba indiferente. Lucy se había acostumbrado al hediondo aroma del tabaco de su marido, pero hoy parecía mareada al respirarlo.
 
Advirtió que tanto Mike como Terry la miraban con cierto pasmo, y pudo darse cuenta de que se encontraba pálida, a pesar que ninguno de ellos dijo ni una sola palabra. Mentalmente pidió permiso para abandonar momentáneamente la unidad familiar, y ella misma se lo concedió. Los hombres no parecieron observar nada fuera de lo común. Una vez en el lavabo pudo comprobar que efectivamente su tez había palidecido ligeramente, pareciendo cobrar por momentos un aparatoso tono cetrino que pronto desapareció con el suave masaje de ambas manos enjabonadas sobre su enjuto rostro.

Se concedió unos segundos antes de volver al salón junto a los chicos, que aprovechó para auto sermonearse delante del espejo. Se reprochó su falta de aplomo y sus nervios de mantequilla. Revolvió la repisa del lavabo en busca de unas píldoras que tragó a duras penas, ayudándose de un poco de agua. Inmediatamente echó un nuevo vistazo a su rostro, en el que comenzaba a formarse una histriónica risa, y cerró de golpe la puertecilla de la repisa, al tiempo que vio, a través del espejo, el mensaje que había escrito en la puerta: «oreiuQ eT».

El shock que sufrió la mantuvo en cama durante las dos semanas siguientes. Mike tuvo que ausentarse del trabajo y el señor Phelam accedió finalmente a no echarlo de la fábrica. Todo el mundo en el pequeño pueblo de Humblog había oído decir que el doctor Stevens había sido el que había evitado que echasen a Mike. Y no había resultado tarea fácil, pues el señor Phelam ya tenía preparado un finiquito para Mike y su familia —una pequeña cantidad que resultaba poco más que limosna—, aconsejado por sus abogados, que consideraban inapropiada la falta de compromiso de Mike con la empresa en unas fechas que tachaban de cruciales para el futuro de la empresa. El señor Sullivan jamás tendría la oportunidad de devolverle el favor a Roger Stevens.

El día en que Lucy Sullivan se había desmayado, Mike la había llevado al piso de arriba, a la habitación que compartían. Jamás la había cargado en brazos con tanta facilidad, parecía como si de los cuarenta y ocho kilos que pesaba ella se hubiesen quedado la mitad por el camino. El niño había esperado todo el tiempo de pie, al lado de las escaleras. La grave expresión del rostro de su padre le confirmó de alguna manera que ahora sí podía entrar en el baño. Mientras tanto, su padre cruzó por su lado sin prestarle la menor atención y se dirigió al garaje, salió al jardín y recogió la ropa que empezaba ya a cuartearse. Con mucho cuidado había dejado las sábanas para el final, y dejando la ropa seca en una tina, introdujo las sábanas en la lavadora. Esa misma noche las tendería y volvería a recogerlas poco antes del amanecer, dejándolas en la misma tina que el resto de la colada; ahora, fregaba distraídamente sus manos manchadas de sangre.

Subió de nuevo las escaleras, pausadamente, pensativo y todavía con un gesto grave en su cara, que no se borraría en los próximos días. Miró al chico. Ahora era él quién se disponía a bajar al garaje para deshacerse del cubo y del paño que había utilizado para limpiar la puerta del baño en dónde su madre había sufrido una crisis nerviosa de la que nunca se recuperaría. Mike paseó la mano por la cabeza del niño, y finalmente embarulló el pelo del muchacho, que respondió a la caricia de su padre con una ligera sonrisa de complicidad.

 Durante los siguientes días Lucy se mostró incapaz de luchar contra su conmoción, sumiéndose por momentos más y más en un trance que la devoraba tanto física como síquicamente. Al sexto día pareció mejorar repentinamente y el doctor Stevens dejó por fin de temer por su seguridad. Dio instrucciones precisas a Mike de cómo cuidar de su esposa y le dijo al chico que tendría que portarse como un hombre y ayudar a su padre en todo lo necesario.  

La siguiente semana transcurrió con la misma rutina que transcurre cualquier semana de una familia americana media abocada al cuidado de un enfermo terminal o crónico. Al principio todo el mundo se siente un poco fuera de lugar y no sabe muy bien como ha de comportarse, incluido el enfermo, pero esa sensación termina por diluirse con el paso de los días y al final todos asumen su rol en el juego. Eso es lo que le estaba pasando a Mike y al pequeño Terry, que había resultado ser un cocinero de mucho cuidado.

El decimocuarto día de reposo de Lucy, los chicos le habían preparado unas tortitas para desayunar, un vaso de zumo de naranja recién exprimido y una buena taza de café, con mucho azúcar, como a ella le gustaba. Su aspecto era casi radiante. Le había sentado bien el descanso y había ganado algo de peso, cosa no muy común en la mayoría de las personas que se ven obligadas a quedarse encamadas un par de semanas. Mike la miró con ternura y sonrió al pensar que hoy quizás tendría que emplearse a fondo si decidía llevarla de nuevo sobre sus brazos.

Por la mañana permaneció todavía en cama, recostada sobre la almohada, mientras hojeaba unos viejos libros de historia europea, una de las pasiones de su juventud, pero tenía el firme propósito de levantarse esa misma tarde. En sus manos descansaba un volumen sobre Alejandro Magno, uno de sus personajes históricos predilectos. El sopor del mediodía la hizo arremolinarse a un lado de la cama, mientras se decía a si misma que sólo echaría una pequeña cabezadita. La humedad que sintió en su entrepierna la despertó bruscamente. Notó las sábanas impregnadas de un líquido demasiado viscoso para ser orina, pero se dispuso a cambiarlas de inmediato, no deseaba que ni Mike ni Terry se enterasen. Dio un pequeño respingo y salio de la cama deshaciéndola, dejando al descubierto un horrible mensaje escrito en un implacable rojo carmesí.

Mike Sullivan estaba cortando leña en el patio trasero de su casa, con Terry a su lado, que hojeaba satisfecho su nuevo álbum de mariposas, ¡ya tenía dos! Ambos oyeron un punzante y agudo grito que provenía de la habitación en la que había dormido Lucy las últimas dos semanas, levantando sus cabezas al tiempo que la ventana se rompía en mil pedazos y escupía a Lucy al vacío. El lacerante y persistente grito se prolongó hasta que el suelo recibió el cuerpo ya inerte de Lucy, con un último sonido amortiguado.


EPILOGO




Mike Sullivan acababa de salir de la consulta del doctor Fulton y éste estrechaba su mano con un marcado gesto paternal. Todavía con la mano de Mike entre la suya, se dirigió a su secretaria.

—Betty, ¿quieres dar cita al señor Sullivan para el próximo martes? —preguntó mientras enseñaba sus impolutos dientes, pagados con el dinero de los lunáticos a los que atendía.

—Claro, doctor Fulton. Venga por aquí, señor Sulllivan —a Mike la sonrisa de Betty no le parecía tan forzada como la de Peter Fulton.

El doctor Fulton salió a fumarse un cigarrillo y se encontró con Roger Stevens practicando el mismo sucio y repugnante vicio. Hablaron del tiempo, de la huelga de personal y por fin, de Mike Sullivan. Es mentira eso de que los médicos guardan el secreto acerca de sus pacientes. Y no quieran saber lo que hacen los curar con las confesiones que les hace la gente…

Peter Fulton se frotaba las manos. Mike Sullivan era una mina de oro, y eso que todavía estaba empezando con él. El martes vendría el chico y «Eso será de traca», le había dicho al doctor Stevens, que mascullaba algo entre dientes. El doctor Fulton seguía hablando y decía que creía conocer el origen de la locura de Lucy: Jamie, su hijo no nato. No paraba de repetir una y otra vez las teorías del comportamiento que había oído una y mil veces en la universidad, sin darse cuenta de la creciente palidez del doctor Stevens. Por fin Roger dijo algo que Peter pudo comprender, aunque hablaba entre sollozos.

—Pobre mujer. La hemos matado —había comenzado a decir, con toda la atención del doctor Fulton puesta en él—, sólo nosotros la hemos matado. Nunca debimos haberlo hecho, pero lo hicimos y ahora pagaremos por ello.

Fulton estaba estupefacto, pero sospechaba que el doctor Stevens no pararía de hablar hasta decir todo lo que necesitaba decir. Así que no abrió la boca y le dejó continuar.
 
—La cárcel no es castigo para un hombre como yo, de setenta y dos años, seguramente pueda evadirla, pero no podré escapar nunca de mi cruel destino —hizo una intrigante pausa, al tiempo que encendía un nuevo cigarrillo—…, el último, lo prometo.

Peter Fulton trató de darle un golpecito, como si se tratase de una televisión con una antena defectuosa, para que continuase. Definitivamente, el morbo y la sordidez eran parte del impulso vital que este hombre buscaba todos los días al levantarse por las mañanas.  El doctor Stevens apuró una última calada y prosiguió entre sollozos.

—¿Te han hablado alguna vez del hijo muerto de los Sullivan? Claro que si, este pueblo es pequeño y el deporte regional es el cotilleo. No les culpo.

—Sí, Roger. Pues claro —asintió con renovado interés.

—Pues debes saber que el chico no nació muerto —confesó al fin Roger Stevens—. Ni siquiera se murió al poco tiempo de nacer. Se lo entregamos a una familia que no podía tener hijos. No fue una buena idea, por supuesto, pero tampoco parecía mala con cinco de los grandes en cada uno de nuestros bolsillos —dijo al tiempo que encendía un nuevo cigarrillo y se adentraba con él en el hospital, ya todo le importaba una mierda.

—Cielos, Roger… —Peter Fulton acababa de echar el desayuno.

El doctor Fulton solicitó esa misma tarde poder echar un vistazo a unos viejos archivos del hospital, según él para documentarse para un trabajo que estaba haciendo el colaboración con una universidad del condado. Allí fue donde finalmente averiguó el nombre de la familia que se había llevado a Jamie. Lo que el doctor Fulton no pudo averiguar fue el trato que esa familia había dado a Jamie, el cual había permanecido la mayor parte de su vida recluido en el sótano de la casa de Philip y Sarah Pennyman con las cuerdas vocales extirpadas.

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