SEGUNDA PARTE
La amenazadora conclusión a la
que había llegado todavía la aturdía. Echó un último vistazo a las inmóviles
sábanas, suplicando desesperadamente a un dios de bondad y de amor que las
moviera por ella. Se conformaba con un ligero vaivén, aunque no le haría ascos
a una suave brisa, algo que de forma casi imperceptible le ayudara a aferrarse
al que parecía ser el último y recóndito escondite de la cordura de su mente.
No sucedió nada.
Muy lentamente se incorporó —se había sentado sin percatarse siquiera de ello— y con gesto
resignado salió del salón, bajando a continuación los diecinueve escalones que
separaban la planta principal de la casa del sótano. Durante esos diecinueve
escalones tuvo tiempo de serenarse un poco y reunir de nuevo todas las fuerzas
que le restaban, que non eran demasiadas. Una vez se hubo encontrado cara a
cara con la sábana que permanecía tendida delante de ella, alzó por fin la
mirada y tuvo que contener un grito. Allí estaba. Una vez más encontró lo que
andaba buscando, escrito en un rojo carmesí que a punto estuvo de lacerarle el
cerebro. Quiso taparse la boca pero no llegó a tiempo y temió que Terry pudiese
haberla oído. No fue así.
Su inmediata
reacción fue golpear la sábana, en una mezcla de impotencia y desahogo. No le
sorprendió lo que sucedió a continuación. Había cerrado ambos puños y sus
antebrazos se mostraban ahora dispuestos para descargar el golpe, mientras sus
brazos permanecían paralelos al suelo. Pero sus esfuerzos eran en vano. No
podía moverse. Ahí estaba, de pie, con los brazos extendidos, dispuestos a
descargar toda su ira contra una no tan impoluta sábana blanca y no era capaz
ni siquiera de acercarse a menos de un palmo. La repentina inmovilidad hizo
trizas su raciocinio y lo único lógico que acertó a pensar estaba relacionado
con esos endiablados tebeos que leía su hijo, y que al parecer hablaban de
telekinesia y de campos de fuerza que no podían ser franqueados por los
mortales.
«Ya ves, al final
todos esos cuentos resultarán ser ciertos y terminarán por hacerse un hueco en
nuestras vidas. Las reuniones de los domingos en casa de tía Martha no volverán
a ser las mismas», rió ligeramente divertida. Comprobó que al dejar de pensar
en las sábanas sus brazos se iban relajando poco a poco, mientras se iba
separando paulatinamente de ellas. No tardó en cruzar por su cabeza la absurda
idea de que las sábanas no dejarían que las maltratase y tendría que buscar su
alivio en otra parte. Incapacitada para llevar a cabo su absurda venganza, y terriblemente
frustrada, dio media vuelta y se fue por dónde había venido, con los nervios
hechos añicos y la seguridad de que nunca más volvería a ser la misma.
El pavo sería lo
único que acapararía toda la atención de Lucy Sullivan en lo que restaba de esa
apacigua y tranquila mañana de verano. Terry desapareció por completo de su
atenta vigilancia, ahora negligente. El muchacho estaba siendo bien educado y,
como suele decirse, comenzaba a hacer acopio de bonitos y caros muebles que con
el paso del tiempo iría aculando justo dos centímetros debajo de su preciosa
cabellera. Más tarde ella llegaría a recordar ese día como el primer día en que
había comenzado a distanciarse del chico.
Mike Sullivan acostumbraba a llegar a casa un
poco antes de la una y cuarto de la tarde y ese día no hizo una excepción.
Terry caminaba junto a él y cargaba de buena gana con el pequeño bolso de su
padre, cruzado sobre el pecho, y con su gorra de trabajo. Ambos parecían
felices y recubiertos de una doble capa antioxidante que los protegía de las
preocupaciones. Lucy pediría una de esas para Navidad.
El
almuerzo transcurrió veloz, como de costumbre, y una vez dieron cuenta de un buen
trozo de pavo cada uno, un poco de verdura y una buena porción de pastel —Terry
tomó la más generosa de las tres, y habría repetido si le hubiesen dejado— Mike
abrió la ventana del salón para no impregnar la casa con el humo de su pipa. El
aroma del tabaco que Mike Sullivan fumaba era particularmente denso, con
infinidad de fragancias que lo hacían delicioso e insoportable a un mismo
tiempo, y que a muy pocas personas dejaba indiferente. Lucy se había
acostumbrado al hediondo aroma del tabaco de su marido, pero hoy parecía
mareada al respirarlo.
Advirtió
que tanto Mike como Terry la miraban con cierto pasmo, y pudo darse cuenta de
que se encontraba pálida, a pesar que ninguno de ellos dijo ni una sola
palabra. Mentalmente pidió permiso para abandonar momentáneamente la unidad
familiar, y ella misma se lo concedió. Los hombres no parecieron observar nada
fuera de lo común. Una vez en el lavabo pudo comprobar que efectivamente su tez
había palidecido ligeramente, pareciendo cobrar por momentos un aparatoso tono
cetrino que pronto desapareció con el suave masaje de ambas manos enjabonadas sobre
su enjuto rostro.
Se
concedió unos segundos antes de volver al salón junto a los chicos, que
aprovechó para auto sermonearse delante del espejo. Se reprochó su falta de
aplomo y sus nervios de mantequilla. Revolvió la repisa del lavabo en busca de
unas píldoras que tragó a duras penas, ayudándose de un poco de agua.
Inmediatamente echó un nuevo vistazo a su rostro, en el que comenzaba a
formarse una histriónica risa, y cerró de golpe la puertecilla de la repisa, al
tiempo que vio, a través del espejo, el mensaje que había escrito en la puerta:
«oreiuQ eT».
El
shock que sufrió la mantuvo en cama durante las dos semanas siguientes. Mike
tuvo que ausentarse del trabajo y el señor Phelam accedió finalmente a no
echarlo de la fábrica. Todo el mundo en el pequeño pueblo de Humblog había oído
decir que el doctor Stevens había sido el que había evitado que echasen a Mike.
Y no había resultado tarea fácil, pues el señor Phelam ya tenía preparado un finiquito
para Mike y su familia —una pequeña cantidad que resultaba poco más que limosna—,
aconsejado por sus abogados, que consideraban inapropiada la
falta de compromiso de Mike con la empresa en unas fechas que tachaban de cruciales
para el futuro de la empresa. El señor Sullivan jamás tendría la oportunidad de
devolverle el favor a Roger Stevens.
El
día en que Lucy Sullivan se había desmayado, Mike la había llevado al piso de
arriba, a la habitación que compartían. Jamás la había cargado en brazos con
tanta facilidad, parecía como si de los cuarenta y ocho kilos que pesaba ella
se hubiesen quedado la mitad por el camino. El niño había esperado todo el
tiempo de pie, al lado de las escaleras. La grave expresión del rostro de su padre
le confirmó de alguna manera que ahora sí podía entrar en el baño. Mientras
tanto, su padre cruzó por su lado sin prestarle la menor atención y se dirigió
al garaje, salió al jardín y recogió la ropa que empezaba ya a cuartearse. Con
mucho cuidado había dejado las sábanas para el final, y dejando la ropa seca en
una tina, introdujo las sábanas en la lavadora. Esa misma noche las tendería y
volvería a recogerlas poco antes del amanecer, dejándolas en la misma tina que
el resto de la colada; ahora, fregaba distraídamente sus manos manchadas de
sangre.
Subió
de nuevo las escaleras, pausadamente, pensativo y todavía con un gesto grave en
su cara, que no se borraría en los próximos días. Miró al chico. Ahora era él
quién se disponía a bajar al garaje para deshacerse del cubo y del paño que
había utilizado para limpiar la puerta del baño en dónde su madre había sufrido
una crisis nerviosa de la que nunca se recuperaría. Mike paseó la mano por la
cabeza del niño, y finalmente embarulló el pelo del muchacho, que respondió a
la caricia de su padre con una ligera sonrisa de complicidad.
Durante los siguientes días Lucy se mostró
incapaz de luchar contra su conmoción, sumiéndose por momentos más y más en un
trance que la devoraba tanto física como síquicamente. Al sexto día pareció
mejorar repentinamente y el doctor Stevens dejó por fin de temer por su
seguridad. Dio instrucciones precisas a Mike de cómo cuidar de su esposa y le
dijo al chico que tendría que portarse como un hombre y ayudar a su padre en
todo lo necesario.
La
siguiente semana transcurrió con la misma rutina que transcurre cualquier
semana de una familia americana media abocada al cuidado de un enfermo terminal
o crónico. Al principio todo el mundo se siente un poco fuera de lugar y no
sabe muy bien como ha de comportarse, incluido el enfermo, pero esa sensación
termina por diluirse con el paso de los días y al final todos asumen su rol en
el juego. Eso es lo que le estaba pasando a Mike y al pequeño Terry, que había
resultado ser un cocinero de mucho cuidado.
El
decimocuarto día de reposo de Lucy, los chicos le habían preparado unas
tortitas para desayunar, un vaso de zumo de naranja recién exprimido y una
buena taza de café, con mucho azúcar, como a ella le gustaba. Su aspecto era
casi radiante. Le había sentado bien el descanso y había ganado algo de peso,
cosa no muy común en la mayoría de las personas que se ven obligadas a quedarse
encamadas un par de semanas. Mike la miró con ternura y sonrió al pensar que
hoy quizás tendría que emplearse a fondo si decidía llevarla de nuevo sobre sus
brazos.
Por
la mañana permaneció todavía en cama, recostada sobre la almohada, mientras
hojeaba unos viejos libros de historia europea, una de las pasiones de su
juventud, pero tenía el firme propósito de levantarse esa misma tarde. En sus
manos descansaba un volumen sobre Alejandro Magno, uno de sus personajes
históricos predilectos. El sopor del mediodía la hizo arremolinarse a un lado
de la cama, mientras se decía a si misma que sólo echaría una pequeña cabezadita.
La humedad que sintió en su entrepierna la despertó bruscamente. Notó las
sábanas impregnadas de un líquido demasiado viscoso para ser orina, pero se
dispuso a cambiarlas de inmediato, no deseaba que ni Mike ni Terry se
enterasen. Dio un pequeño respingo y salio de la cama deshaciéndola, dejando al
descubierto un horrible mensaje escrito en un implacable rojo carmesí.
Mike
Sullivan estaba cortando leña en el patio trasero de su casa, con Terry a su
lado, que hojeaba satisfecho su nuevo álbum de mariposas, ¡ya tenía dos! Ambos
oyeron un punzante y agudo grito que provenía de la habitación en la que había
dormido Lucy las últimas dos semanas, levantando sus cabezas al tiempo que la
ventana se rompía en mil pedazos y escupía a Lucy al vacío. El lacerante y
persistente grito se prolongó hasta que el suelo recibió el cuerpo ya inerte de
Lucy, con un último sonido amortiguado.
EPILOGO
Mike Sullivan acababa de salir de
la consulta del doctor Fulton y éste estrechaba su mano con un marcado gesto
paternal. Todavía con la mano de Mike entre la suya, se dirigió a su
secretaria.
—Betty, ¿quieres
dar cita al señor Sullivan para el próximo martes? —preguntó mientras enseñaba
sus impolutos dientes, pagados con el dinero de los lunáticos a los que
atendía.
—Claro, doctor
Fulton. Venga por aquí, señor Sulllivan —a Mike la sonrisa de Betty no le
parecía tan forzada como la de Peter Fulton.
El doctor Fulton
salió a fumarse un cigarrillo y se encontró con Roger Stevens practicando el
mismo sucio y repugnante vicio. Hablaron del tiempo, de la huelga de personal y
por fin, de Mike Sullivan. Es mentira eso de que los médicos guardan el secreto
acerca de sus pacientes. Y no quieran saber lo que hacen los curar con las
confesiones que les hace la gente…
Peter Fulton se
frotaba las manos. Mike Sullivan era una mina de oro, y eso que todavía estaba
empezando con él. El martes vendría el chico y «Eso será de traca», le había
dicho al doctor Stevens, que mascullaba algo entre dientes. El doctor Fulton seguía
hablando y decía que creía conocer el origen de la locura de Lucy: Jamie, su
hijo no nato. No paraba de repetir una y otra vez las teorías del
comportamiento que había oído una y mil veces en la universidad, sin darse cuenta
de la creciente palidez del doctor Stevens. Por fin Roger dijo algo que Peter
pudo comprender, aunque hablaba entre sollozos.
—Pobre mujer. La
hemos matado —había comenzado a decir, con toda la atención del doctor Fulton
puesta en él—, sólo nosotros la hemos matado. Nunca debimos haberlo hecho, pero
lo hicimos y ahora pagaremos por ello.
Fulton estaba
estupefacto, pero sospechaba que el doctor Stevens no pararía de hablar hasta
decir todo lo que necesitaba decir. Así que no abrió la boca y le dejó
continuar.
—La cárcel no es
castigo para un hombre como yo, de setenta y dos años, seguramente pueda
evadirla, pero no podré escapar nunca de mi cruel destino —hizo una intrigante
pausa, al tiempo que encendía un nuevo cigarrillo—…, el último, lo prometo.
Peter Fulton trató
de darle un golpecito, como si se tratase de una televisión con una antena
defectuosa, para que continuase. Definitivamente, el morbo y la sordidez eran
parte del impulso vital que este hombre buscaba todos los días al levantarse
por las mañanas. El doctor Stevens apuró
una última calada y prosiguió entre sollozos.
—¿Te han hablado
alguna vez del hijo muerto de los Sullivan? Claro que si, este pueblo es
pequeño y el deporte regional es el cotilleo. No les culpo.
—Sí, Roger. Pues
claro —asintió con renovado interés.
—Pues debes saber
que el chico no nació muerto —confesó al fin Roger Stevens—. Ni siquiera se
murió al poco tiempo de nacer. Se lo entregamos a una familia que no podía
tener hijos. No fue una buena idea, por supuesto, pero tampoco parecía mala con
cinco de los grandes en cada uno de nuestros bolsillos —dijo al tiempo que
encendía un nuevo cigarrillo y se adentraba con él en el hospital, ya todo le
importaba una mierda.
—Cielos, Roger…
—Peter Fulton acababa de echar el desayuno.
El doctor Fulton
solicitó esa misma tarde poder echar un vistazo a unos viejos archivos del
hospital, según él para documentarse para un trabajo que estaba haciendo el
colaboración con una universidad del condado. Allí fue donde finalmente
averiguó el nombre de la familia que se había llevado a Jamie. Lo que el doctor
Fulton no pudo averiguar fue el trato que esa familia había dado a Jamie, el
cual había permanecido la mayor parte de su vida recluido en el sótano de la
casa de Philip y Sarah Pennyman con las cuerdas vocales extirpadas.
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