Sin tiempo que perder te arrojas a la puerta de la estancia, la dejas
atrás y comienzas una frenética huida a través de las innumerables
esquinas que conforman el pasillo que has escogido al abandonar la
habitación en dónde has, digámoslo así, recobrado tu consciencia.
Inmediatamente
te das cuenta de que será muy fácil seguir tus huellas pues tus
zapatillas, todavía ensangrentadas y húmedas, son el perfecto reclamo
para alguien que se proponga seguirte el rastro haciendo el menor de los
esfuerzos. Te las quitas y anudas sus cordones entre si, para
pasártelas alrededor del cuello y llevarlas lo más cómodamente posible
sin tener que utilizar las manos.
Tienes la impresión de
encontrarte en una especie de hospital, aunque todavía no has podido ver
ni un solo médico o enfermera, ni tan siquiera un paciente o celador.
Quizás te encuentres en el ala abandonada de alguna institución
investigadora, quién sabe. Prosigues tu marcha a buen ritmo, hasta que
suena la alarma e instintivamente te detienes, con un sobresalto.
Es
posible que lo mejor sea intentar resguardarte en una de las múltiples
habitaciones que supones hay al otro lado de las puertas que has ido
dejando tras de ti. Puede que alguna de ellas tenga una ventana que te
indique parte de tu paradero, como pudiera ser algún que otro monumento o
calle de tu ciudad. Te paras un segundo a pensar detenidamente sobre
esa última idea y caes en la cuenta de que desconoces por completo en
dónde vives. Tampoco recuerdas quien eres, y mucho menos que estás
haciendo en un lugar como este.
Te echas las manos al cuello para
intentar limpiar las zapatillas –te hace daño correr tan deprisa por
los pasillos de este maldito lugar- y notas una especie de cicatriz que
discurre desde cerca de tu oreja izquierda hasta la base de la nuca, en
un sinuoso trazado aleatorio, piensas. Desconoces el tiempo que has
llevado esa cicatriz, pero intuyes que pueda tratarse de un regalito de
quién ahora te busca desesperadamente.
Mientras buscas un paño o
toalla con que limpiar las zapatillas echas un vistazo a los gravados y
esquemas que adornan la habitación. En un principio te parece cirílico y
crees estar en Rusia o en uno de sus consulados, pero más tarde
recuerdas esas viejas y estúpidas camisetas que la gente solía llevar en
los ’90 y descartas el alfabeto cirílico como base del idioma en que
están escritas las reproducciones que cuelgan de la pared.
No
has visto nunca un idioma semejante, salvo quizás en los jeroglíficos de
la antigua civilización egipcia, que tanto te entusiasma y tanto
adoras. Ignoras si se trata de un idioma, alfabeto o código que hayas
podido ver antes, pero de nuevo te asalta una extraña sensación de
seguridad: no crees en absoluto que pertenezcan a este planeta.
Al
mirar por la ventana puedes comprobar como decenas, quizás miles de
personas forman filas, en lo que te parece a simple vista una enorme,
descomunal pista de despegue, espoleados por la alarma que no deja de
sonar y por unos cuantos más que los dirigen frenéticamente. Puedes
distinguir en todos ellos la misma vestimenta que la tuya, salvo que
todos ellos portan un horrible casco –demasiado hortera, a tu parecer-
blanco con visera roja. Exactamente uno igual que el que descansa sobre
la mesa en dónde has dejado tus zapatillas rojiblancas.
Deberás
tomar una decisión, deberás elegir de nuevo tu destino. a) Puedes
intentar esconderte en la habitación en la que te encuentras y esperar
que no te busquen en ella. b) Puedes volver sobre tus pasos e intentar
recuperar el revólver que has dejado caer en la primera habitación en la
que has estado –te maldices por no tenerlo ya contigo-, ya que quizás
sin armas sea una completa insensatez el dar un solo paso más. c) Puedes
coger el casco a tu disposición y ataviarte como la mayoría de las
personas reunidas en la gran pista de despegue que hay al otro lado de
la ventana e intentar pasar desapercibid@ entre todos ellos. Que harás…?
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