martes, 20 de septiembre de 2011

ESCENA SEGUNDA

Sin tiempo que perder te arrojas a la puerta de la estancia, la dejas atrás y comienzas una frenética huida a través de las innumerables esquinas que conforman el pasillo que has escogido al abandonar la habitación en dónde has, digámoslo así, recobrado tu consciencia.

Inmediatamente te das cuenta de que será muy fácil seguir tus huellas pues tus zapatillas, todavía ensangrentadas y húmedas, son el perfecto reclamo para alguien que se proponga seguirte el rastro haciendo el menor de los esfuerzos. Te las quitas y anudas sus cordones entre si, para pasártelas alrededor del cuello y llevarlas lo más cómodamente posible sin tener que utilizar las manos.

Tienes la impresión de encontrarte en una especie de hospital, aunque todavía no has podido ver ni un solo médico o enfermera, ni tan siquiera un paciente o celador. Quizás te encuentres en el ala abandonada de alguna institución investigadora, quién sabe. Prosigues tu marcha a buen ritmo, hasta que suena la alarma e instintivamente te detienes, con un sobresalto.

Es posible que lo mejor sea intentar resguardarte en una de las múltiples habitaciones que supones hay al otro lado de las puertas que has ido dejando tras de ti. Puede que alguna de ellas tenga una ventana que te indique parte de tu paradero, como pudiera ser algún que otro monumento o calle de tu ciudad. Te paras un segundo a pensar detenidamente sobre esa última idea y caes en la cuenta de que desconoces por completo en dónde vives. Tampoco recuerdas quien eres, y mucho menos que estás haciendo en un lugar como este.

Te echas las manos al cuello para intentar limpiar las zapatillas –te hace daño correr tan deprisa por los pasillos de este maldito lugar- y notas una especie de cicatriz que discurre desde cerca de tu oreja izquierda hasta la base de la nuca, en un sinuoso trazado aleatorio, piensas. Desconoces el tiempo que has llevado esa cicatriz, pero intuyes que pueda tratarse de un regalito de quién ahora te busca desesperadamente.

Mientras buscas un paño o toalla con que limpiar las zapatillas echas un vistazo a los gravados y esquemas que adornan la habitación. En un principio te parece cirílico y crees estar en Rusia o en uno de sus consulados, pero más tarde recuerdas esas viejas y estúpidas camisetas que la gente solía llevar en los ’90 y descartas el alfabeto cirílico como base del idioma en que están escritas las reproducciones que cuelgan de la pared.

No has visto nunca un idioma semejante, salvo quizás en los jeroglíficos de la antigua civilización egipcia, que tanto te entusiasma y tanto adoras. Ignoras si se trata de un idioma, alfabeto o código que hayas podido ver antes, pero de nuevo te asalta una extraña sensación de seguridad: no crees en absoluto que pertenezcan a este planeta.

Al mirar por la ventana puedes comprobar como decenas, quizás miles de personas forman filas, en lo que te parece a simple vista una enorme, descomunal pista de despegue, espoleados por la alarma que no deja de sonar y por unos cuantos más que los dirigen frenéticamente. Puedes distinguir en todos ellos la misma vestimenta que la tuya, salvo que todos ellos portan un horrible casco –demasiado hortera, a tu parecer- blanco con visera roja. Exactamente uno igual que el que descansa sobre la mesa en dónde has dejado tus zapatillas rojiblancas.

Deberás tomar una decisión, deberás elegir de nuevo tu destino. a) Puedes intentar esconderte en la habitación en la que te encuentras y esperar que no te busquen en ella. b) Puedes volver sobre tus pasos e intentar recuperar el revólver que has dejado caer en la primera habitación en la que has estado –te maldices por no tenerlo ya contigo-, ya que quizás sin armas sea una completa insensatez el dar un solo paso más. c) Puedes coger el casco a tu disposición y ataviarte como la mayoría de las personas reunidas en la gran pista de despegue que hay al otro lado de la ventana e intentar pasar desapercibid@ entre todos ellos. Que harás…?

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