La señora Sullivan
corrió frenéticamente hacia el rellano, empujó la entreabierta puerta y se
lanzó escaleras abajo. Todo rastro de raciocinio o lucidez se había evaporado
ya de su cabeza, y eran simples impulsos instintivos los que ahora atendían la
tienda situada en lo alto de su cabeza. Se deslizó por las escaleras con más
rapidez que las arcadas que asoman por la boca del estómago cuando uno se ha
pasado toda la tarde comiendo pastel de carne. Había olvidado por completo que
tal vez alguien podría estarla esperando, justo en el comienzo del jardín, en
el preciso lugar en el que ahora se encontraba.
Se detuvo, dejó de
correr y completó el tramo que la separaba de las sábanas caminando a buen
ritmo, sin darse prisa pero sin concederse tampoco ninguna pausa o vacilación.
Mientras caminaba pudo constatar que efectivamente las sábanas volvían a flotar
ligeramente, dejándose llevar por el caótico vaivén en el que las corrientes de
aire las sumergían. Cuando hubo llegado al pie de la mojada colada, el agua no
era lo único que chorreaba. Un rastro de fresca sangre de vaca que ella nunca
llegaría a identificar goteaba ahora formando un pequeño charco que empapaba la
vegetación.
Recordó una
conversación que tuvo con Amy Waters en tercero. «¿Por qué crees entonces que
son verdes y no blancos?», había preguntado Amy. Lucy pensó durante un rato y sólo
acertó a responder que tal vez eran verdes los que eran verdes y blancos los
que eran blancos. Quizás los habría rojos y amarillos ella lo ignoraba. Creía
en definitiva que los colores de las batas de los cirujanos los dictaba la
moda, como todo lo demás. ¿Qué otra explicación podría haber? «Es por la
sangre, so mema», había revelado Amy por fin. «Si fuesen blancos, el contraste
con la sangre habría sido horrible, y a mucha gente le habría dado un patatús
al despertarse y ver su sangre esparcida por toda la bata de un matasanos. El
verde disimula bastante bien el color de la sangre, ¿sabes?». Puede que eso
fuera cierto en los hospitales, con todas esas lámparas y bombillas arrojando
su luz difusa por todas partes, pero allí, en su jardín de Nueva Inglaterra, el
rojo carmesí de aquel ignoto y pastoso líquido parecía contrastar muy bien con
el verde de su césped.
Sintió arcadas. Se
obligó a si misma a seguir allí de pie, presentando batalla a las válvulas y
cierres de su estómago, que amenazaban con abandonar el barco y echarse a los
botes salvavidas. Resistió y pudo contener el vómito. Cuando el control sobre
si misma se hubo restituido se irguió y se dispuso a examinar en detalle el
manchado juego de sábanas. La caligrafía parecía distinta a las veces anteriores,
aunque sólo estaba elucubrando. Lo que desde luego sí era nuevo de esta vuelta
eran las pequeñas manchas de sangre que pudo distinguir sobre las esquinas de
las sábanas. Parecía como si alguien las hubiera sujetado deliberadamente por
los extremos.
¡De eso se
trataba! Alguien había sostenido las sábanas cuando había comenzado la sonata para
campanitas número diecinueve en la mayor de Lucy Sullivan. Así que no lo había
pillado por poco. Desde el salón no pudo haber visto al responsable porque éste
se había escondido tras las sábanas.
Pensó que si tal vez el frustrado pintor de basílicas había permanecido
escondido mientras ella observaba las inmóviles sábanas, había tenido que huir precisamente
cuando ella bajaba por las escaleras. Por tanto, debía haber todavía un rastro
que delatase su presencia justo dónde ella se encontraba. Este reciente
hallazgo detonó una explosión de júbilo y despreocupación en lo más profundo de
su ánimo y sintió cómo las fuerzas volvían a ella. «No volváis a dejarme», pensó.
Comenzó a buscar
alrededor de sus pies, de adentro a afuera y en espiral. La pista que andaba
buscando no tardó en aparecer; se trataba de unas pisadas en la hierba, justo
al lado de uno de los bordes de la sábana. Junto al hundido césped había unas ligeras
manchas que sólo pudo contemplar bien al agacharse, pero que resultaban
evidentes. Había gotas de sangre dentro de varias de las pisadas que logró
identificar, lo cual demostraba que la persona que había estado jugando con sus
sábanas las había pisado después de que cayera la sangre al césped.
Sólo unos metros
bastaron para señalarle la dirección que había tomado el mezquino responsable
de sus crispados nervios. Todo parecía indicar que se había dirigido hacia la
casa de Philip y Sarah Pennyman. Sin embargo, lo que no tuvo tiempo a comprobar
fue que las pisadas de ida habían traído también al misterioso pintor desde
casa de los Pennyman, pero los sollozos de Terry la habían alejado para siempre
de llegar a semejante conclusión. Se había hecho daño no sabía muy bien con
qué, y aunque las explicaciones de Terry resultaron poco convincentes y
esclarecedoras, pensó que tal vez por hoy había tenido bastante, y que estaba
bien dejarlo por el momento.
Esa noche creyó
haber resuelto el misterio. Philip Pennyman. Philip o Sarah Pennyman. Uno
de los dos era el responsable. De eso parecía estar segura. Era poco creíble
que alguien hubiese estado utilizando el jardín de sus vecinos para iniciar sus
incursiones en el suyo propio sin que éstos, o al menos uno de los dos, no se
hubieran dado cuenta. A menos claro que ambos estuviesen metidos en esto hasta
las rodillas. Tal vez se habían estado turnando para llevar a cabo el ritual de
los mensajitos, y no pudo evitar pensar que tal vez eso era amor, en una
variante muy retorcida, desde luego, pero amor al fin y al cabo. Siguió con sus
cavilaciones un rato más y por fin se quedó dormida.
Al día siguiente
quiso llevar a Terry a la consulta del doctor Stevens para asegurarse de que no
era importante que lo que le había ocurrido al chico el día anterior. El
muchacho pareció haber olvidado que la había llamado a gritos, asegurando que
se encontraba bien y que quería seguir con su colección de mariposas. Tras
comprobar que el chico parecía estar ciertamente sano como una lechuga, le dio
un beso tierno sobre le mejilla izquierda y dejó que se fuera a jugar al
arroyo. Nada reseñable ocurrió ese día y Lucy Sullivan disfrutó de un agradable
y apacible final de semana que no volvería a disfrutar durante mucho, mucho
tiempo.
La nueva semana
trajo consigo un ligero descenso de las temperaturas, y aunque el clima en esa
parte del estado era bastante cambiante por esas fechas, Lucy no pudo evitar
mostrar cierto pesar por el mal tiempo que se avecinaba. El verano era lo
bastante aburrido sin su marido como para tener que soportar encima las
inclemencias del tiempo. Se resignó y quiso aprovechar el que posiblemente
sería el único día de la semana que no llovería, así que volvió a tender una
nueva colada, antes de que se pusiera a llover durante los próximos días. Esa
tarde Mike y ella pasarían la tarde juntos, ya que los técnicos de
mantenimiento estaban instalando la nueva maquinaria y el señor Phelam había
liberado de la jornada vespertina a Mike y a sus compañeros de turno.
Al caer el sol
Lucy escuchó el repicar de las campanitas, y sobresaltada abandonó la cómoda
postura que hasta entonces había encontrado en el pecho de su marido.
Rápidamente bajó las escaleras y esta vez el rojo carmesí del repetitivo
mensaje se hallaba escrito en las sábanas del muchacho. Miró furiosamente hacia
el jardín de su vecino y no pudo encontrarlo. Siguió girando la cabeza y cerca
del arroyo, al pie de un árbol pudo distinguir la silueta de su hijo, que
suavemente rasgaba la línea del horizonte. Corrió hacia él apresuradamente, y
al llegar a su lado, se agachó y lo abrazó fuertemente. Notó que al niño le
faltaba la respiración y que luchaba incansablemente por recuperar el aliento,
como si en lugar de haber estado apaciblemente sentado allí durante un buen
rato, hubiese llegado junto al arroyo poco antes que ella.
Sus manos
sostenían las del muchacho y lo aupó con delicadeza y con firmeza al mismo
tiempo. No dijo nada y el muchacho pareció entender que se había hecho tarde y
que su madre simplemente lo había ido a buscar para cenar. A medio camino el
muchacho se soltó de la mano de su madre y corrió hacia la casa, con grácil
paso. Al llegar al pie de la colada, Lucy sintió las manos pegajosas, se las
miró y pudo ver cómo una sustancia carmesí, de densa consistencia se había
adherido a ellas. Desgraciadamente pudo ver también como Philip Pennyman le
obsequiaba con una de sus perturbadoras miradas. No hizo ni un solo gesto que
pudiese delatar que le había prestado la menor atención. Giró sobre sus talones
y entró en el garaje. Mientras se lavaba las manos pensó cómo había llegado a
mancharse, y por muchas vueltas que le dio, siempre llegaba a la misma
conclusión. Ella todavía no había tocado las sábanas cuando echó a correr al
encuentro de Terry. Lo había abrazado. Lo había aupado. Había recorrido medio
camino con el muchacho sosteniendo su mano, pero no había tocado las sábanas.
El impacto en la
mente de Lucy fue brutal. De repente todo su mundo estaba patas arriba;
súbitamente tenía la sensación de que nada o nadie era real, de que ella misma
debería estar seguramente loca de remate si pretendía creer que todo esto podía
estar sucediendo de la forma en que se estaba desarrollando. «Las cosas son
blancas o negras», se repetía una y otra vez. «Si es de día no puede ser de
noche, y viceversa. No es posible que el Norte haya ganado la guerra y que
ahora los blancos estén recogiendo el algodón de los negros». La mente de Lucy
se encontraba en una encrucijada. Ahora más que nunca, luchaba una intestina
batalla consigo misma que tal vez no podría ganar nunca.
Lucy Sullivan se
mostró taciturna durante los días siguientes, descuidando sus tareas domésticas
y llegando incluso a ignorar dónde o qué se encontraba haciendo Terry durante la
mayor parte del día. Mike había vuelto al trabajo y ella y el muchacho se
habían quedado solos, como había venido sucediendo durante todo el verano, y a
la mujer se le hacía muy incómodo, a veces insoportable, compartir la misma
habitación que el chico o sobrellevar incluso su propia presencia. Es por eso
que volvió a dejarle comer en el salón, mientras veía la televisión, siempre y
cuando no dijese nada a su padre. Terry así se lo había prometido, y aunque
ahora mismo el muchacho formaba parte del saco de personas repugnantes que
echaría a un río helado de Maine en invierno para ver cómo luchaban por evitar
ahogarse, tenía la certeza de que el muchacho no hablaría. Que dios le
perdonase, pero era cierto que había llegado a aborrecer al chico.
Aún con todo no
pudo ni de lejos entrever su final. Este sobrevino varios días después, al
mediodía de un soleado jueves. A Lucy Sullivan jamás se le habría ocurrido
pensar que un día u otro tenía mejor o peor pinta para morir, pero de haber
sido así, seguramente habría pensado que, en efecto, se trataba de un precioso
día para morir. Mike se encontraba en el jardín, cortando leña. Pronto
terminaría la época estival y una buena reserva de leña era indispensable para
poder resistir el gélido invierno de Nueva Inglaterra y sus despiadados
descensos de temperatura. Lucy había acabado de recoger los platos y los estaba
fregando cuando oyó una vez más el estridente sonido de las campanitas. De
haber comido en un restaurante chino esa misma mañana, Lucy habría recibido un
mensaje muy parecido a éste en su galletita de la suerte: «Hoy de nuevo oirás las
campanitas. Pero no temas, cariño. Serán las últimas.»
Bajó las escaleras
gritando y chillando como nunca lo había hecho. Cuando llegó al pie de las
sábanas, ni su marido ni el chico se hallaban cerca. Mike no había terminado su
labor, había aún decenas de leños que estaban esperando ser descuartizados, y
el hacha estaba clavada en un gran leño cortado por la mitad. Lo que si pudo
encontrar fue de nuevo el carmesí mensaje escrito una vez más sobre sus pálidas
sábanas. Al pie de las mismas, una bota de Mike se había quedado embarrada y se
la había dejado atrás. Un poco de sangre había goteado desde la blancura
mancillada de las sábanas hasta el empeine de su bota, silencioso testigo del
viaje que Lucy estaba a punto de emprender. Ese último «Te Quiero» condujo a
Lucy a locura y a su trágico final.
Subió lentamente
las escaleras con la bota en sus manos, repasando mentalmente todo lo
acontecido desde las últimas seis semanas. Contó las escaleras. Diecinueve. Mike
y ella se habían casado un diecinueve de Junio, y un año y pocos meses después,
en Octubre, había nacido Terry. Hoy era día diecisiete, pero se convenció a sí
misma de que le resultaría imposible esperar. Lo haría hoy mismo. Dejó la bota
perlada de sangre justo delante de la puerta del baño, cerró la puerta con
llave y se abrió las venas con una cuchilla que su marido había estrenado esa
misma mañana. Eso la reconfortó.
EPILOGO
Truman Boulder se
había ido recostando poco a poco conforme escuchaba pacientemente y con cierto
desinterés el relato de los acontecimientos. Ahora que había terminado, se
dirigió a ella.
—Está bien señora
Sullivan, ahora descanse. No se incorpore todavía, permanezca tumbada un rato
más, si es tan amable —El doctor Boulder la volvió a mirar. Una extraña
sensación de malestar recorría su espina dorsal—. Bien, puede levantarse ahora.
Lucy Sullivan
comenzó lentamente a incorporarse. La cabeza le pesaba una tonelada y se sentía
mareada. Un ligero zumbido se había instalado en su cabeza pero parecía irle
bien. Finalmente adoptó una postura semi erguida y se sintió mejor. Por fin
habló.
—Dígame, doctor
Boulder, ¿estoy loca? —espetó con un sutil tono de reproche.
—Oh, no, querida.
Usted no está loca —creyó mentir el facultativo—, sólo necesita un poco de
ayuda, una puesta a punto, si me lo permite. Y creo conocer a quién puede
proporcionársela.
Truman Boulder pulsó
un botón e inmediatamente se accionó un mecanismo que descorrió una enorme
cortina. Al otro lado de la misma, un diáfano cristal separaba la estancia de
una pequeña sala de espera en la que pacientemente aguardaban Terry y Mike
Sullivan. Lucy se puso de pie y miró al otro lado del cristal, pero no consiguió
ver nada, de modo que se acercó un par de pasos e inclinó la cabeza, tras lo
cual profirió un desgarrador grito que se introdujo en el cerebro del doctor
Boulder como si un reactor hubiese despegado en sus propias narices.
—¡¡Dios mío, es
él!! ¡¡Dios mío, no!! ¡¡Es él!! ¡¡Es él!!
—¡Tranquilícese,
señora Sullivan! —corrió intentando asirla.
—¡Oh, no! ¡Es mi
hijo! ¡Mi hijo Jamie!
Gana a versión alternativa. Si, si, si, mellor esta.
ResponderEliminarSupoño que haberá de todo. Para gustos colores, aínda que esta era a versión que orixinalmente me dou Ana de Roque. Así o círculo queda cerrado co relato das Anas.
ResponderEliminarMe gusta el blog, pero no encuentro la opcion para suscribirme.
ResponderEliminarMi querida Verónica, eres la primera persona que se molesta en pedir una suscripción. Aunque confieso que lo mio es escribir, te prometo que intentaré proporcionarte la opción de suscripción. Gracias, por cierto, por el comentario.
ResponderEliminar