El pie izquierdo no me quiere hacer ni caso, así que lo intento con el
derecho. Es inútil, no dará resultado. No lograré moverme; lo he intentado mil
veces, día tras día, con yermo resultado. Siento como mi pecho se expande y se
contrae con lento ritmo, en una especie de firme coraza. Mis ojos completamente
abiertos vagan desesperadamente intentando comprender, y se encuentran con los satíricos
y burlones gestos de un pequeño mocoso, que parece prestar demasiada atención a
mi aspecto para poder entender mi angustia. Es su madre quien de un pequeño empujón
lo devuelve al mundo real, “Deja en paz a ese maniquí y date prisa”.
¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Zeus Cronida y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los hombros. Si veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto vencidos por mi lanza. Matáronme la parca funesta y el hijo de Leto, y, entre los hombres, Euforbo, y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas.
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