La lluvia aún caía generosamente sobre los tejados de
París y Mara mucho se temía que el último paseo de las vacaciones tendrían que
darlo con los chubasqueros puestos. Aún así, pasear por Paris no es lo mismo
que pasear por el Franco, con o sin chubasqueros. Se apearían del metro en
Alésia y recorrerían alegremente la
Avenida de Maine, en busca de los jardines atlánticos, sus
favoritos. Allí se besaron por primera vez y esta tarde, doce años después, se
volverían a prometer amor eterno. Luego se perderían por los infinitos
recovecos que las calles de Montparnasse les ofrecían y, a última hora de la
tarde harían sus maletas, de regreso al hotel. Por la noche harían dulcemente
el amor y se quedarían dormidos uno junto al otro.
Llegaron exhaustos a casa. El vuelo de regreso había
torturado la maltrecha espalda de Mara y una terrible migraña había asaltado
a Julián durante todo el vuelo. El calor que reinaba esos días en Santiago de
Compostela les impidió dormir la primera noche, y desvelados ambos, decidieron
deshacer las maletas y separar los regalos que harían a sus amistades a la
vuelta de las vacaciones de verano. Mara se pasó más de dos horas delante del
ordenador portátil, seleccionando aquellas fotografías que más le interesaba
imprimir, desechado aquellas en las que uno de los dos enamorados salía
desfavorecido, o bien representaba una pose o situación redundante, y es que la
memoria de 16 GB que habían llevado en la cámara les había permitido sacar
infinidad de fotografías. Al fin se dio por vencida cuando el grupo de
instantáneas todavía sobrepasaba el centenar, y mientras despertaba a Julián,
que se había quedado dormido junto a ella, al cobijo de una de sus novelas de
detectives, informó a éste de que eran ya las ocho y media, y que el trabajo
los esperaba a ambos.
A media mañana,
durante su descanso para el café, Mara dejó la tarjeta de memoria en un
establecimiento para revelado de fotografías y volvió a su despacho lo más
rápidamente que el tráfico y su maltrecha espalda se lo permitieron. Se pasó
casi todo el día sin trabajar, saturada por la avalancha de preguntas de sus
compañeras, que no dejaban de repetir una y otra vez lo mucho que la
envidiaban, demandando cada vez más detalles acerca de las dos semanas que ella
y su novio se habían pasado en el norte de Francia. Julián, por su parte, vio
como su turno transcurría de forma rutinaria, y sólo los clientes que
eventualmente salpicaban el mostrador de recepción en busca de un recambio le
ofrecían una pizca de conversación en el anodino discurrir de su existencia.
Todavía no eran las seis y media cuando Mara lo telefoneó y le preguntó si le
importaría pasar a recoger las fotografías que había dejado para revelar esa
misma mañana, ya que ella había quedado con unas amigas al salir del trabajo,
para tomarse unas cañas. Le dijo simplemente que lo haría y le colgó. Una hora
más tarde entraba por la puerta de la tienda de fotografía.
Después de
dirigirse al chico del mostrador y decirle que buscaba unas fotografías que una
chica rubia, menuda y de nombre Mara había dejado allí por la mañana, se
dispuso a revolver entre los cientos de paquetes de fotografías que colmaban
una superpoblada mesa de exposiciones. Después de abrir tres paquetes, al fin
dio con el que andaba buscando, en dónde pudo reconocer la triste sonrisa y la
melancólica mirada de su novia. Pagó las fotografías y se encaminó a su casa.
Seguramente Mara llegaría tarde y hoy le tocaría cenar sólo. Una frugal cena
compuesta por una cerveza, unos pocos nachos con queso y un bombón francés traído
directamente de Paris fue todo lo que Julián cenó esa noche, sin parar de hacer
zapping por todos los canales de la infame televisión española.
Mara llegó a casa sobre las
doce y media y encontró a Julián en su más clásica estampa, recostado en el
sofá, devorando ávidamente una de sus muchas novelas. Le dio un tierno beso y
dejó su bolso y las llaves sobre la mesita de la sala de estar, encima de la
cual descansaba el paquete con las fotografías de su viaje al norte de Francia.
Lo cogió y se acurrucó al lado del incansable lector, que ya le había hecho
hueco en el sofá, junto a su cojín preferido, regalo de cumpleaños de su mejor
amiga Paula. Rompió el celofán que el dependiente de la tienda de revelado
había puesto en la solapa del sobre, y sacó las fotos para verlas una a una,
detenidamente. No logró recordar haber sacado las dos o tres primeras, y cuando
llegó a la cuarta, se convenció de que aquellas no eran las fotos de su viaje.
En ellas, aparecía una chica de su misma altura y sorprendentemente parecida en
los rasgos faciales, pero definitivamente esas no eran las fotografías que
había dejado para que se las revelasen.
Dejó las fotografías en manos de un estupefacto Julián,
que se había apartado de su libro cuando oyó decir a Mara que se había equivocado
de fotografías. Trató de entender cómo demonios se había podido confundir, y
terminó por comprender que simplemente no había prestado demasiada atención al
cotejo de las fotografías. Al tiempo que Mara comprobaba que efectivamente la
tarjeta de memoria contenía sus fotografías, Julián pasó una por una las más de
cien reproducciones ante sus ojos, y lo que pudo observar estuvo a punto de
perturbarlo sobre manera. Al parecer, no todas las fotografías pertenecían a la
misteriosa chica, que tanto se le parecía a Mara, si no que también había
instantáneas de ambos, durante los días que estuvieron en Paris, aunque no
recordaban haberlas tomado, ya que aparentaban estar tomadas desde distintos
ángulos y lugares.
Pero eso no era todo. Entre las más de cien fotografías
que conformaban el paquete, ahora sostenía en sus manos una fotografía que
ignoraba que hubiese sido tomada. Se trataba de una fotografía tomada justo al
lado de una iglesia, allí mismo, en Santiago de Compostela, en la Colegiata del Sar. Lo imposible
de la fotografía residía en el tiempo que hacía que se había tomado, pues el
aspecto que presentaba era de unos veinte años atrás, cuando Julián peinaba
suaves y brillantes bucles de oro, y en el lugar en que había sido tomada, pues
por aquellos años, Julián vivía en un bonito pueblo pesquero, lejos de la
capital gallega. No pudo más que echarse la mano a la incipiente calva que
desde años le había producido la única herencia que su padre le había legado en
vida. En un frenético intento por dar explicación a la terrible serie de
acontecimientos que amartillaba sus sienes, trató vanamente de encontrar el
archivo original en la tarjeta de memoria. Por más que buscó no logró
encontrarla.
Se guardó la fotografía en su cazadora con protecciones y
tomó el caso y los guantes de un rincón
del salón, mientras oía como Mara lo instaba a permanecer a su lado. Al tiempo
que escuchaba las lamentaciones y sollozos de su novia, Julián atravesó la
puerta de su casa. La
Colegiata del Sar estaba a unos pocos kilómetros y en
motocicleta, no tardaría en llegar ni cinco minutos. Aparcó la moto en la
entrada principal de la iglesia, justo al lado de la entrada al parque
infantil, y echó mano de la fotografía que había guardado en su bolsillo; en
ella aparecía apoyado en uno de los contrafuertes del edificio, mientras
sonreía en relajada actitud. Se acercó al lugar en dónde supuestamente había
descansado hace más de veinte años y nada de aquel rígido conglomerado de
piedras y argamasa le llamó poderosamente la atención.
Buscó y buscó por las cercanías de aquellos muros la
posibilidad de una marca, efigie o símbolo que pudiera darle alguna pista de la
razón que lo había llevado allí hacía años, sin que él pudiese si quiera
recordarlo, pero sus ímprobos esfuerzos lo desalentaron. Finalmente, siguiendo
una especie de corazonada, trató de determinar la posición exacta en la cual se
había tomado la fotografía, y con ella en la mano, fue retrocediendo poco a
poco, al tiempo que cambiaba ligeramente la dirección de alejamiento, guiándose
por una imaginaria línea que había trazado sobre la fotografía, y que
proyectaba sobre el contrafuerte de la iglesia.
Justo cuando creyó encontrarse exactamente en la misma
posición en la que se había tomado la fotografía, noto cómo la superficie
debajo de sus pies cambiaba de textura. Lentamente, asustado por la
indescriptible sensación que lo embargaba, abrió las piernas para ver, todo lo
malamente que se lo permitía un viejo abeto, situado delante de una farola, a
más de treinta metros a sus espaldas, lo que se encontraba debajo de sus
extremidades inferiores. La sorpresa pudo ser mayúscula, de no haber sucedido
lo que aconteció inmediatamente. Al parecer, debajo de sus pies y cubiertas de
una gruesa capa de húmedo musgo, se hallaban talladas en piedra dos huellas de
botas idénticas a las que él calzaba para montar en moto, exactamente iguales a
las que ahora mismo llevaba.
Sin tiempo para sorprenderse por su hallazgo, el mundo a
sus pies cedió y de repente se vio descendiendo por un interminable y oscuro,
muy oscuro tobogán de piedra, que desgarraba poco a poco una cazadora de motero
que todavía no había podido demostrar su eficacia en un percance de tráfico,
pero que ahora estaba justificando todos y cada uno de los cientos de dólares
que le había costado. Al final de su vertiginoso descenso, la cazadora, hecha
añicos, no pudo evitar del todo que sus hombros y espalda sufriesen lo
indecible a causa de las dolorosas rascaduras y magulladuras que habían ido
recolectando durante el mareante descenso.
Ante Julián se presentó una oscura figura, de gutural voz
y de unos dos metros de altura. Conforme se iba acercando a Julián, todavía
tendido y examinando sus múltiples cortes y arañazos, su estatura parecía
decrecer, mientras su voz se iba endulzando, poco a poco. El atónico muchacho,
que ya andaba por la treintena, logrose poner en pie, al tiempo que un
sorprendido hombre trajeado, escrupulosamente de negro, le tendía una mano, más
en actitud caballeresca que de ayuda. Dijo, por fin:
—No te esperaba hasta dentro de treinta y
cinco años. Me sorprende verte aquí.
El siniestro personaje contó a Julián
muchas cosas, entre ellas que, efectivamente, antes de poder disfrutar de su
edad dorada, pasaría a engrosar las filas de lo tenebroso. Hablaron y discutieron
sobre muchos aspectos, pero sólo uno cayó como una losa sobre el corazón del
joven coruñés; se trataba de los diez años que deberían transcurrir hasta que
su amada Mara se presentase ante el oscuro personaje. Julián preguntó acerca de
la posibilidad de dilatar dicha visita lo máximo posible, y el siniestro
personaje, como buen vendedor, le reveló la posibilidad de dilatarla o de
contraerla, siempre a costa del propio tiempo que le quedaba a él mismo.
Finalizada la reunión, Julián aspiró un polvo que el tétrico personaje le
ofreció, al tiempo que acordaba sobre su moto, con la cazadora intacta.
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