jueves, 28 de febrero de 2013

BENEDICTO, BÁRCENAS, O REI E O GANGNAM STYLE



Inspirado en "Reyes magos y reinas magas", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/JvLiNhHigo


1

—¿Non marchaba hoxe?
—¿Quién? ¿El Papa? Sí, creo que sí.
—Deixo ir oh. Mai co pariu.
—¿Eló que mal che fixo?
—Mal ningún, pero ben tampouco.
—A mi me da un poco igual. No le haces caso y punto.
—Sí, carallo. A min tamén me da polo cú o que diga ou faga, pero non o quero ver aí.
—Pues no entiendo por qué. Total, para el caso que se le hace…
—Pois fáiselle moito máis caso do que pensas. ¿Ou logo que?
—Coño, xa estades de volta. ¿Política? ¿Religión?
—As dúas cousas.
—¿Cómo que las dos cosas? ¡Regligión, oh!
—Non tes ni puta idea. Se acaso máis política coutra cousa.
—Home, aí non che falta razón.
—¡Non me sobra razón!, jajajajajajaja —era la primera vez que reían en toda la noche.

2

—Bueno, a ver ló. Senta aí e dime por que pensas que o Papa non corta nin pega.
—Pues porque es verdad. ¿A ti te parece que lo que diga o deje de decir alguien se lo toma en serio? ¿Te parece que los del FMI o los del EURO se lo toman en serio?
—Poida que eses non, pero hai moitos que si.
—¿Y qué más da? Si esos que dices tú no tienen poder ninguno…
—Non me jodas. A min dame igual que teña poder ou non o teña, é un puto nazi e hai que matalo.
—Bueno, carallo, bueno. Xa estamos outra vez co de nazi.
—¡Coño, pero era nazi! ¿Si ou non?
—Eso dicen…
—¡Ah! Tamén dicen que Cristo fixo e desfixo e aquí non hai dios que o vira no youtube facendo milagres nin merdalladas desas.
—No todo lo que existe está en el youtube.
—Era una forma de falar, ben o sabes.
—De cualquier forma hoy ya lo pierdes de vista.
—Si, de moito carallo. Seguirán a pagarle, ¿ou ló que pensas?
—¿Y le vas a pagar tú o que?
—Eso é o que non sei seguro… Se lle pago ao Bárcenas parte dos 22 millóns de boletos que ten en Suíza e lle vou pagar a indemnización, non sei por que non ía pagar tamén o finiquito do Papa.
—Eso págao o a curia, ¡oh!
—¿Y qué es la curia?
—Eu falei por non estar calado. Xa sabedes que me aburro.
—Pois cala un pouco que desto non tes ni puta idea, anda.
—Tes tu moita…
—¿O que?
—¡Non, oh! Non dixen nada.
—Vamos a echar un cigarrito.
—Veña ló.

3

—No puedo con él. Se cree que lo sabe todo y…
—A culpa é túa por facerlle caso. Non llo tomes ao pé da letra e xa verás que ben che vai.
—Ya. Pero es que se pone en plan profesor y no lo soporto.
—Eu non digo nada.
—Ya sé que es tu mejor amigo.
—Non sólo eso, tía. Sabe moito. Pero tá algo zunao. En fin. ¿Volvemos?
—Sí, espera. Voy a saludar a una amiga. Ahora voy. Vete yendo tú.

4

—¿Eló esa quedou fóra, ou?
—Foi falar ca outra.
—¡Miedito!
—¡Cala, oh!
—Bueno. ¿E ti como ves o do Papa?
—¿Eu que queres que vexa?
—¡Coño! ¿Onde viches tu dimitir un Papa?
—A min que dimitan dame o mesmo. A min impórtanme máis outras cousas.
—¿Cómo que?
—Pois o do puto PP, por exemplo. Damos vergonza polo mundo adiante.
—Deixa a política, que imos acabar reñindo, xa verás… Fala do Papa, carallo.
—A ti douche hoxe co Papa e non hai volta de folla.
—Joder. É trendin topic ou como carallo se diga, ¿ou?
—Eu que carallo sei, se nin sequera teño tuiter.
—Non estás na onda e ao carallo.
—Chico…
—Xa verás como poñen a un pederasta de Papa.
—¡Que ben era!
—¿?
—O Papa tiña que ser nejro, homosexual, homófobo e aliliado ao PP.
—E dalle co PP.
—Perdona…

5

—¿Viche que ideas ten este?
—¿Qué dice?
—Pois que o Papa debera ser negro, gay e antisemita.
—Eu non dixen eso…
—Máis ou menos.
—Se ti o dis.
—Pues no es mala idea lo de un Papa negro. Gay ya me parece más fuerte.
—¡Home, claro!
—¿Pero ti non estabas en contra deles?
—¡Si, oh! Pero cun pouco de xeito.
—Pues a mi me gustaría que fuese mujer.
—¡¿Un papa muller?!
—Vas de carallo, tú.
—Cosas peores se habrán visto, ¿no?
—Moitas non se me ocorren. Pero estaría ben. Eu quixera velo.
—Un Papa muller na puta vida. Ademáis, ¿cómo lle chamas, “Mama”?
—No. Le llamas en inglés y punto. Pope y a correr.
—¡Si, oh! Vai querer a curia falar inglés, despois da que lles montou o Enrriquito.
—Lo importante es que le dén un giro al asunto. Si no, lo tienen bastante crudo.
—Unha cousa é darlle un xiro ao asunto e outra meter unha pibita como Papa. Me parece ben, pero non creo que estean pola labor. Nen sequera poden ordenar cardenales femias, ¿ou si?
—Creo que en Inglaterra sí que se puede.
—¡Coño, Inglaterra!
—De todas formas, un Papa muller…
—Has visto mujeres mandando en el cotarro la hostia de veces. Has visto reinas, presidentas y tu escritor favorito es Agatha Christie…
—Unha de moitos.
—Pero ha sido una maestra y Poirot te encanta, ¿vas a negarlo?
—Non di nada. Déchelle no oso, jajajajajaja.
—Ya me parecía a mi. ¿Cambiamos?
—Sí , veña.
—OK.

6

 —Ben pensado, non estaría mal un Papa muller. Se collen a unha cachonda, porque como collan a unha vella desas, estamos jodidos.
—¡Pero qué animal eres! ¿Tú te follarías al Papa?
—Se fóra Angelina Jolie…
—Eu fodía antes a Brad Pitt.
—¡Toma! Y yo.
—O carallo é que da o mesmo que sea muller ou home, jaliña can ou conexo. Hai que matalos a todos. Coljalos dos juevos e mandalos a todos a tomar polo cú.
—Ya tardaba…
—Son as copas, ¡oh!
—Son as copas, son. Pero sabedes que teño razón. E sempre digo o mesmo. En España faltounos sempre unha boa jillotina na Plaza Mayor ou unhas boas machadas cos seus cachopos repartidos por todo o Paseo do Prado.
—¿Y qué tendrá que ver España con el Papa?
—¡Boh! Pois que hai que acabar co Papa como hai que acabar co Rei e cos políticos. Bastante mal fixeron como para deixalos ir de rositas…
—Ala, cala un pouco e imos tomar outra copa. ¿A quen lle toca, a min?
—Sí. Yo pagué la anterior.
—Non me jodades. ¡Nunca me deixdes falar!
—¡Fala, oh, fala! Pero eu vou a polas copas.

HOP HOP HOPPANG GANGNAM STYLE

—A callar todo o mundo. ¡¡A bailar se ha dicho!!

sábado, 16 de febrero de 2013

CARLITOS



Inspirado en "Colmillos en la memoria", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/OZ4uTMeH

Nos cuenta don Arturo esta semana la historia de Sherlock, un bonito can que se ha llevado a casa procedente de la perrera y a mí me tocaría, en justicia, narrar una bonita e incluso curiosa historia acerca del nombre del perro, o hablaros de una famosa batalla que tuvo lugar muchos años atrás muy cerca de la región de dónde es oriundo el cánido. Podría llegar incluso a tejer para vosotros una intrigante y peliaguda historia con Holmes como protagonista, escoltado siempre por el buen doctor Watson, pero no me da la gana. Resulta que ya he escrito este año cuatro historias sobre perros y no hace demasiado tiempo que hemos estado de visita en el 221B de Baker Street, así que de momento creo que podremos posponer una cosa y otra. Planeo mezclar ambas cosas en un futuro no muy lejano, pero creo que me irá bien dejar que entretanto pase un poco de tiempo. Así que, después de todo, os preguntaréis, ¿de qué cojones va a hablarnos hoy este capullo? Pues hoy os voy hablar de Carlitos. 

Nos pasamos por casa de Carlos por la tarde, después de un obligado y placentero paseo (todo hay que decirlo) por un parque local, luego de meternos entre pecho y espalda media tonelada de cocido gallego (ni madrileño ni pollas, ¡gallego!) y bastantes más filloas de las que debiéramos. El caso es que siempre que nos juntamos en casa de Carlos nos lo pasamos de puta madre o, como diría un cursi, pipa. Inmediatamente nos pusimos a ver videos en el youtube (como casi siempre), empezando por los magos y mentalistas de moda. Y claro, para variar, nos partimos el culo. Como siempre que vemos videos en youtube. O una película o un documental. Para el caso es lo mismo, vaya.

No es que el mago o el mentalista fuesen graciosos ni mucho menos (el mago tiene pinta de enfermo; de mal nutrido y de algo más) pero, como siempre pasa en estos casos, el personal tiene más gana de cachondeo que de otra cosa. Y es que resulta imposible ver nada con Carlos sin que uno se descojone. En cierta ocasión casi nos meamos de la risa intentando ver Terminator. Sí, Terminator. ¿Recuerdan la escena de la persecución a toda hostia por la ciudad, con los coches hechos polvo? Pues Carlos y el cabrón de mi hermano no paraban de fingir una supuesta conversación entre el T800 y el padre de John Connor (no le he jodido la peli a nadie, ¿verdad?), en dónde uno le pedía al otro (a tiros, eso sí) los papeles del seguro. Volví a darles otra oportunidad con El Exorcista, pero fue peor el remedio que la enfermedad. Tengo peor presencia de este episodio pero recuerdo perfectamente que tuvimos que ver la escena de la papilla de guisantes unas quince veces, a santo de los malos modales de la niña y de lo derecha que andaría con unas buenas hostias. En fin, que cuando no se puede, no se puede.

Lejos de quedarnos flipados con los prodigios de los prestidigitadores (que también, oiga), nos moríamos de risa comentando todas y cada una de las jugadas de los amigos que salen en Discovery Max. Y es que el hipnotismo da mucho juego. La gente parece de trapo en manos de estos julais, y la verdad es que los trucos son buenos de cojones, aunque a los productores ya les vale. Yo entiendo que la gente tiene que dejarse llevar por el mago y que eso de distraer la atención es punto vital, pero lo cierto es que la mitad de la peña a la que le hacían los trucos parecía bebida. Y mucho.

Un poco hartos ya del mago y del mentalista decidimos cambiar de tercio. Para bien. Se nos ocurrió buscar videos graciosos (seguimos en youtube, no se me despisten) y claro, al final acabas viendo siempre los mismos videos (súper graciosos, eso sí) de tortazos y de caídas. Hasta que dimos con la tecla. Atención. Buscad esto en el youtube, amigos: “driving russia”. Da igual que lo busquéis en castellano, en inglés o en ruso, hay vídeos para parar un tren. Y te meas de risa. Garantizado.

En este último tramo de nuestra improvisada “jam session” de youtube nos descojonamos con las hostias y leñazos que se meten en Rusia, que son para verlas, insisto. Y la verdad, ahora entiendo aquella noticia que no hace tanto tiempo vi referida en un noticiario y que decía que en Rusia ahora es moda llevar una cámara adosada en el salpicadero. Por lo visto hay hostias cada dos por tres y buena falta les hace para los juicios. Hay de todo. Medianas que se pasan por el forro, Fitipaldis a doscientos por la ciudad adelante, camiones volcados, adelantamientos por la derecha, por la izquierda, por arriba y por abajo. Coches, motos, camiones, autobuses y hasta reactores y helicópteros. Están que lo regalan estos rusos. Digo yo que irán todos borrachos porque no se entiende la terrible cantidad de accidentes que hay. Háganme caso, vean un par de videos y pártanse el culo.

Pensaba yo que después del test drive ruso ya no me quedarían ganas de reírme más pero estaba muy equivocado. Lo mejor estaba aún por llegar. Ya fuera de casa de mi amigo nos despedimos (ellos se iban a tupir de churrasco y nosotros lo haremos mañana) cuando oímos a una señora llamar a grito pelado a un tal Carlitos. Yo en principio miré a mi amigo Carlos pero inmediatamente me puse a buscar con la vista a un niño pequeño. Pero la sorpresa resultó mayúscula (y también la carcajada) cuando la señora dirigió sus gritos a un pequeño perro (de esos que por aquí llamamos lambeconas) llamado ¡¡Carlitos!! La madre que la parió, señora, ¿pero cómo se le ocurre llamarle al perro Carlitos? A mí me dio la risa y, sin poder contenerme, me descojoné de Carlitos, de su “madre” y de lo cruel que puede ser la vida, incluso para un pobre perro llamado Carlitos. Lo peor llegó cuando la mujer, en lo que sin duda pretendió ser un hermoso y maternal gesto, llamó al perro por su diminutivo. ¡¡Litos!! ¡¡Litos!! Os juro que el resto del camino lo hice pensando que me meaba.

miércoles, 13 de febrero de 2013

LUGARES DONDE LEÍ


Inspirado en "Lugares donde leí", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/zqZLTN8v

Resulta curioso y deprimente ver cómo el aburrimiento y el tedio se apoderan poco a poco de tu rutina y se hacen irremisiblemente con el control de tu vida, por mucho que uno se empeñe en impedírselo. Y cuanto más si se desempeña un trabajo como el mío. Soy funcionario de prisiones desde hace más de veinte años y durante los últimos tres me he dedicado a escuchar ilegítimamente muchas de las conversaciones privadas que los presos mantienen con sus visitas. Ahórrense el escándalo y créanme cuando les digo que muy pocas cosas suceden en las prisiones sin que nosotros, los perros carceleros —como cariñosamente nos llaman los reclusos—, nos enteremos. Otra cosa muy distinta es que el trapicheo y el tráfico de influencias convengan a unos y a otros. Pero aparquemos por un momento las lecciones éticas, que ni ustedes ni yo hemos venido hoy aquí ofreciendo o buscando consejo moral. Hemos venido a lo que venimos cada semana. Yo, como siempre, ansío encontrar a alguien que me escuche y ustedes tratan de evadirse —aunque sólo sea durante unos pocos minutos— del cochino mundo que nos ha tocado compartir. Procedamos pues.

Ya les he dicho que durante los últimos tres años he estado jugando a los espías con buena parte de nuestro parking de reclusos, escuchando sus más privadas conversaciones que, por cierto, poco o nada tienen de interesante. Una pequeña confesión de infidelidad por aquí, un te echo tanto de menos por allá; ya se hacen ustedes cargo, no me pidan por favor que les proporcione detalles vergonzosos acerca de nuestros internos. Oficialmente, yo estoy asignado a una ardua y perpetua tarea de papeleo —no hace falta que les diga que no existe semejante encomienda, ¿verdad?— y me tomo el asunto del espionaje como una especie de hobby, lo que me ha llevado incluso a confeccionar una ficha personal de cada uno de los objetivos que de vez en cuando he tenido que escuchar. El único sujeto medianamente interesante con el que me he topado se llama Anthony McCoy. 

Tiene el tal McCoy un envidiable historial delictivo y actualmente cumple una doble condena por el robo de más de quince millones de dólares en bonos y el triple asesinato de dos policías y una pobre señora que simplemente se encontraba en el lugar equivocado a la hora equivocada. McCoy logró escaparse en un primer momento pero sus compinches acabaron por ceder a las presiones de la policía —es un eufemismo tan válido como otro cualquiera para referirse a cuatro patadas en los cojones y un par de hostias en la cabeza—y finalmente vendieron la piel de su jefe. Antes de que se hiciera de noche el propio Anthony McCoy compartía pabellón en los calabozos del condado con sus ex-empleados. Cuentan que se dirigió a ellos muy cordialmente y, sin ningún atisbo de acritud en su voz, les comunicó que ninguno de ellos llegaría vivo a la sala del magistrado. Aquella misma noche los dos fueron envenenados por el personal de los calabozos sin que, meses después, se haya podido aún averiguar absolutamente nada acerca del doble homicidio. 

Anthony McCoy ha mostrado desde el primer día un talante sosegado e incluso ha tratado de sacar provecho de su reclusión lo mejor que ha podido, convirtiéndose en un ávido lector. En pocos meses se ha leído de arriba abajo toda la biblioteca de la cárcel y en menos de un año nos vimos obligados a pedir fondos para la adquisición de nuevas obras. La biblioteca local incluso ha llegado a cedernos parte de su estropeada y anquilosada colección. A pesar de que sospechamos de Anthony McCoy como cabecilla organizador de un par de motines fallidos —para ser honrados deberíamos hablar de leve conato de motín—, lo cierto es que nunca ha protagonizado el menor altercado y siempre ha mantenido una actitud ejemplar, al menos de cara a la galería. Sin duda sus intentos de motín lo han puesto sobre aviso de cuáles de sus hombres —y de los nuestros— son realmente merecedores de su confianza.

No es de extrañar que todo el mundo en el talego se ande con pies de plomo cuando trata con el bueno de McCoy. Yo por si acaso siempre me he cuidado, y mucho, del fulano. McCoy sabe, sin embargo, que muchos de sus hombres hablan con nosotros y nos cuentan, muy de vez en cuando, alguna que otra menudencia, lo que les permite seguir jugando tan tranquilos al siempre apetecible juego del agente doble. Por su parte, nuestro alcaide parece convencido de que Anthony McCoy no dirá ni mu a ninguno de sus hombres de dentro acerca de dónde demonios escondió el botín de su ya tristemente famoso atraco. Está seguro, sin embargo, de que McCoy conoce nuestras intenciones y tal vez sospecha que de vez en cuando espiamos las conversaciones que mantiene con sus visitas. Es por esto que últimamente me tiene haciendo horas extras tratando de descifrar algún mensaje que hubiese podido darle a alguna de las personas que viene a verlo. Tres de sus últimas visitas han sido especialmente significativas. Así se las relaté al alcaide.
 
Su anciana madre fue la primera en desfilar por la sala de entrevistas. Lo hizo muy temprano, a pesar de que tenemos entendido que vive relativamente lejos de la prisión estatal, aunque tal vez hubiese pasado la noche en algún motel de tres al cuarto de la zona. Como siempre fue la madre de Anthony quien llevó todo el peso de la conversación, haciendo pucheros cada vez que sus resecos y enrojecidos ojos se lo permitían. McCoy sólo intervino para contarle a su madre que había encontrado el verdadero camino en la biblia. Anthony le confesó a su madre que muchos años atrás, en la arboleda cercana a la vieja casa familiar del lago, había leído un pasaje de la biblia que lo había impresionado y que ahora, tanto tiempo después, todavía se estremecía con su lectura. Su incrédula madre se mostró gratamente sorprendida y pidió al señor que bendijese a su descarrilado hijo.

Anthony McCoy recibió a continuación la visita de una de las cuatro chicas que decía ser su novia y a las que, en realidad, Anthony trataba por igual. La chica se deshizo en gimoteos en más de una ocasión y McCoy se las vio y de las deseó para que la pobre muchacha no se dejara los higadillos a base de lloros y sollozos. Fue entonces cuando Anthony McCoy pidió a su novia que no se desesperase, le dijo que pronto estarían de nuevo juntos, y comenzó a relatarle la terrible odisea por la que había tenido que pasar Dostoievski, cumpliendo primero condena en Siberia y más tarde trabajando de forma incesante en la redacción conjunta de «Crimen y castigo» y «El jugador». Inmediatamente le entregó su ejemplar de «Crimen y castigo» y le dijo que dentro había unos pasajes especialmente subrayados para ella. Su novia se fue muy contenta y McCoy pareció quedar en paz.

La tercera de las entrevistas de Anthony McCoy, que ahora parcialmente les expongo aquí, la mantuvo con un primo suyo, al que la policía metropolitana considera su lugarteniente. Anthony habló esa tarde con su primo de cosas bastante triviales hasta que de repente ambos se pusieron a hablar muy en serio. El primo de Anthony había preguntado a McCoy si éste se aburría mucho en la trena y Anthony contestó que su cuerpo permanecía encerrado pero que su mente vagaba por los mundos imaginarios —y no tan imaginarios— de los maravillosos libros que había estado leyendo. Dijo identificarse con Rolando Deschain, el protagonista de la épica saga de Stephen King, La Torre Oscura. Según McCoy, al igual que Rolando, él también había sido traicionado por sus mejores amigos, viéndose obligado a tomar una penosa y catastrófica decisión. El primo de McCoy dijo no haber leído nunca nada de Stephen King y Anthony McCoy le recomendó encarecidamente que comenzara sus aventuras en el Mundo Medio en una apartada sala de lectura de la biblioteca del estado, en la segunda planta. «En la esquina norte de esa mágica sala puede uno sentirse como si estuviese en el mismísimo centro del baile de fin de año de Gilead. Sabrás de que rincón te hablo porque el suelo crujirá bajo tus pies».

Casi sin dejarme tiempo para pronunciar del todo esta última frase, el alcaide dio un respingo y saltó del sillón de su despacho. «Es la señal que hemos estado esperando. Su primo es el cómplice que ha de llevarnos al lugar en dónde se hallan escondidos los bonos robados». El alcaide estaba excitado y yo apenas era capaz de seguir sus eléctricas idas y venidas por todo el despacho. «¿Acaso no te das cuenta?», me preguntó. «¿No ves que ha pretendido engañarnos con esa patraña de la biblia?», escupió. 

Yo permanecí callado y atento a sus explicaciones. «En cuanto a lo del escritor ruso ese…, en fin, puede pasar», dijo mientras volvía a sentarse. «Está muy claro que se ve a sí mismo como el tal Rolando ese, traicionado por sus amigos. Él mismo lo ha confesado. ¿No lo has oído? Ha dicho que había tenido que tomar una desagradable decisión. ¡Matar a sus amigos! Al igual que lo había hecho Rolando Deschain. En cuanto al suelo que cruje, resulta obvio que es debajo de la tarima de la biblioteca estatal a dónde ha enviado a su primo a recoger los bonos robados. ¡Debemos darnos prisa!»

Un ayudante del alcaide y yo mismo salimos a toda prisa del despacho del alcaide. Éste nos seguía a poca distancia. Mientras nos dirigíamos a los coches a mí me dio tiempo a meditar en lo raro que me resultaba que Anthony McCoy enviase a estas alturas a su lugarteniente a por un botín que difícilmente él podría disfrutar. Pensé en lo rápido que debían tomar decisiones Rolando y su ka-tet y de repente lo vi todo claro. Me maldije por haber sido engañado como un chiquillo.

miércoles, 6 de febrero de 2013

ERA SÓLO UNA PERRA



Inspirado en "Era sólo una perra", de Arturo Pérez-Reverte,
Artículo en "Patente de Corso": http://t.co/a3p2KAzC

Recibimos la llamada de emergencia poco después de las cuatro de la tarde. Se trataba de un día soleado y en el exterior una agradable brisa atenuaba las generosas temperaturas de mayo, aunque en los túneles del Metro siempre hacía la misma y enfermiza temperatura y jamás corría el aire. Mi turno pronto terminaría pero, como oficial al mando del pequeño grupo de voluntarios que comandaba, me vi obligado a atender personalmente la llamada de auxilio. Se trataba de una perra. Una galga. Una flaca y asustada galga.
En pocos minutos descendimos hasta la estación en dónde había sido vista por última vez la perra, correteando de un lado a otro. Mis tres ayudantes y yo decidimos actuar deprisa y nos separarnos para intentar atrapar a la perra antes de que un tren se la llevase por delante. La estación tenía cuatro andenes, separados de dos en dos por una estrecha y a veces demasiado incómoda plataforma. Gutiérrez y yo bajamos a los andenes 1 y 2 y mientras yo me dirigía al sur, siguiendo el andén número 1, él se alejaba de mí conforme se internaba en el túnel del andén número 2. Mis otros dos subordinados procedieron de forma análoga a nosotros y pronto tuvimos cubiertos los cuatro túneles de la estación.
Cada uno de nosotros recorría el túnel que le había tocado en suerte armado exclusivamente con su potente linterna, que irradiaba un intenso haz de luz sobre las entrañas de la galería. Allí abajo el silencio era total y una extraña sensación se apoderó de mí: era como si todo el mundo se hubiese ido a freír espárragos y yo por fin entendí eso que cantaban los Who en su disco Quadrophenia. Ya saben, eso de la playa y de la soledad. La luz del convoy me hizo cesar en mis cavilaciones.
Es curioso como uno mide el tiempo y las distancias ahí abajo. No ignoro que la velocidad del sonido es mucho menor que la de la luz pero, tratándose de un trecho tan corto, hubiera jurado que debía haber oído al tren más o menos al mismo tiempo que había visto los penetrantes destellos de luz que lo precedían. Sin tiempo para entretenerme más en mis pensamientos me sujeté a las abrazaderas de la galería, que sobresalían cada pocos metros, utilizando para ello las correas y sargentas especiales de mi chaleco. Aguanté como pude la succión, aunque me sabía totalmente a salvo. Al fin pasó el convoy y yo me puse en contacto con Gutiérrez para prevenirlo de la llegada del tren.
Minutos más tarde fue Gutiérrez quién se puso en contacto conmigo para comunicarme el hallazgo de la perra. Yo giré sobre mis talones y volví sobre mis pasos, más atento a la llegada de los trenes, que ahora me abordarían por la espalda. Poco a poco fui recorriendo el escaso centenar de metros que me separaban de Gutiérrez. Durante el camino mantuve el haz de mi linterna siempre bajo, sabiendo que debía arrojar la menor cantidad de luz posible sobre las tinieblas del túnel, con el propósito de anticiparme a la llegada del próximo tren. No dejé de fijarme durante mi recorrido que las vías del tramo del túnel estaban mucho más limpias que las vías de la estación, repletas de un asqueroso cargamento de basura que parecía haber rehusado a su lugar natural, situado dos metros más arriba, en el interior de una preciosa papelera de plástico.
Mi linterna continuaba baja y yo seguía mi recorrido, lenta y apesadumbradamente, como si de algún modo intuyese el horror que me esperaba al otro lado de la lámpara. Durante un buen trecho nada apareció delante de mí hasta que de repente me encontré con la cabeza de la perra, que yacía boca abajo sobre un charco de sangre. El horror de la escena se había cebado incluso en la sangre de la perra, que parecía no haberse derramado más allá de lo estrictamente necesario, como si temiese contrariar a alguna extraña presencia.
De inmediato busqué a Gutiérrez con mi linterna y cuando lo encontré iluminé todo su cuerpo, desde las botas de caucho hasta la estúpida gorra que nos obligan a llevar de servicio, sin dejar de observar las gotas de sangre que salpicaban su porra reglamentaria. Me detuve por un instante en su cerúleo y preocupado rostro.
Me dijo que había llegado demasiado tarde, que el último tren se la había llevado por delante y que la horrible escena era todo lo que quedaba de la perra. Me explicó que su porra estaba manchada de sangre porque con ella se había acercado a la perra. Le creí. Un nuevo tren se aproximó. Ambos nos apartamos de la vía del tren y nos metimos dentro de un pequeño saliente que, aunque diminuto, era lo suficientemente grande como para albergarnos a los dos mientras esperábamos el paso del convoy, sin necesidad de amarres ni anclajes. Cuando el tren hubo pasado me dirigí a Gutiérrez y le pregunté por qué había matado a aquella perra.



SOLUCIÓN



Gutiérrez me contempló incrédulo durante un largo minuto, durante el cual no dudó ni por un instante que yo había descubierto la verdad. Finalmente me decidí a hablar para hacerle ver que efectivamente me había dado cuenta de su chapucero relato. Para empezar, yo me había encontrado con el tren de frente y, si la perra hubiese hecho lo mismo que yo, dudo mucho que su cabeza hubiese quedado mirando en dirección a la estación. Al contrario, sus patas sería lo primero que mi linterna hubiera iluminado. De la misma forma, si el tren hubiese sorprendido a la perra por detrás, habría dejado muerta a la perra con la barriga descubierta y no cómo yo me la había encontrado.
Todo esto podría resultar baladí a cualquiera que hubiese querido darle una vuelta de más al asunto, pero lo que no habría podido descartar es el hecho de que yo no encontré ni el más mínimo rastro de atropello hasta que me di de bruces con la perra muerta. ¿Cómo es posible que todo un convoy de vagones de metro atropelle a una perra y no la desplace más allá de un buen puñado de metros? ¿Cómo explicar que toda la sangre de la escena estuviese concentrada alrededor del cráneo del animal? Muy sencillo. Había muerto en ese mismo lugar, y Gutiérrez la había matado con su porra reglamentaria.
De repente Gutiérrez se abalanzó sobre mí y me arrebató la linterna. Él también apagó la suya y allí, en medio de la más absoluta oscuridad pude ver sus brillantes ojos rojos y al fin lo comprendí todo. Comprendí lo que había hecho esa pequeña perra al bueno de Gutiérrez. Y Gutiérrez comprendió que, después de más de veinte años vigilando y protegiendo a las criaturas de esta parte de la ciudad, yo sé cómo tratar a los de su especie.